Comemos a la hora del té.
Se han llevado al abuelo, Helga sirve la comida -sólo patatas hervidas- pero mamá y la abuela ni siquiera acuden a la mesa, así que Greta bendice los alimentos y cuando llega al final, Johann dice «Amén» por primera vez. Que así sea.
Esa noche en mi sueño miles de estatuas de Dresde están tendidas en el suelo un Jesús crucificado roto un filósofo con barba roto una hermosa diosa rota un hombre decapitado una cabeza sin cuerpo un triste santo roto un niño músico al que le faltan las manos una Virgen María rota que mira asombrada un desnudo masculino yacente, veo cabezas de piedra que ruedan, ojos de piedra que destellan, caballos de piedra con heridas abiertas en los flancos, los esclavos negros han quedado mutilados, las ninfas y los centauros desmembrados, las cabecitas de ángel están apiladas en una pirámide cual balas de cañón. «Mira, Kristina», dice el abuelo señalando. Sigo su dedo y veo que las columnas del Zwinger están ahora coronadas por cabezas de niños de verdad, gritando y llorando, quiero ir a consolarlos pero el abuelo sigue tirando de mí. «¡Mira ahí arriba, Kristina!», me dice, y al mirar veo que han clavado seres humanos desnudos a los frontones del teatro, la ópera y el palacio de justicia, y su sangre resbala por los muros. Manos y caras de verdad decoran las fachadas, nos saludan, guiñan y parpadean a nuestro paso. En los parques y jardines, auténticos pechos de mujer arrojan chorros de leche: son las nuevas fuentes de la ciudad. «Mira, Kristina -dice el abuelo y abre los brazos de par en par para abrazar el enorme espectáculo de la ciudad-, hemos ganado la guerra.»
Los sueños se desbordan filtrándose en la vigilia los días y las noches se invierten la gente y las estatuas se invierten el caos está por todas partes es el mes de marzo el frío atenaza el mundo el aullar de las sirenas es continuo el cielo está ensangrentado es el mes de abril vuelve a empezar la escuela los árboles del patio revientan en flores los pájaros cantan la ciudad es bombardeada una bomba cae justo en la plaza y cuando salimos al día siguiente el ayuntamiento y nuestra iglesia son ruinas humeantes, los postes del tiovivo despuntan en todas las direcciones y los caballitos yacen de costado o patas arriba con los cascos al aire, aún curvados en posición de galope, altos árboles escindidos por la mitad se inclinan peligrosamente como si quisieran prestar oídos a alguna verdad procedente de la tierra misma, las clases se interrumpen otra vez, la radio dice que Hitler ha muerto, es el mes de mayo las flores crecen exuberantes en los parques y el colegio termina y el patio se llena a rebosar de refugiados del Este, vienen en tropel a la ciudad, han caminado interminables kilómetros cargados con bolsas, bultos y niños, tienen la piel gris, están anonadados y muertos de hambre y nos acurrucamos en nuestras casas a la espera, un día oímos gritos en la calle y vamos a la ventana abierta para ver lo que ocurre, el bebé de una mujer está muerto pero ella se niega a separarse de él, coge una maleta de un montón de maletas, tira el contenido al suelo, mete a su bebé dentro y desaparece entre la muchedumbre con la maleta a cuestas, es el mes de junio y ahora, dice Johann, Alemania ha sido dividida en cuatro como una tarta y a cada uno de los vencedores le ha tocado un pedazo y nuestro pedazo pertenece a América.
Ha llegado el momento de pasar hambre y esperar, esperar, esperar a que papá regrese a casa, los rusos lo han hecho prisionero o murió en una batalla o viene de regreso a casa, nadie lo sabe, los días cálidos del verano ya están aquí y la ciudad es una masa hirviente de sufrimiento, la gente se arrebata el pan de la boca pero comparte generosamente sus enfermedades, no nos queda nada que comer así que Johann hace una lista de todo lo que hay de valor en casa, las joyas de la abuela y las tazas y platillos incólumes de Dresde y el piano, se adentra en el gentío, conoce gente y hace tratos con ellos, de alguna manera encuentra a alguien que compra el piano, viene una furgoneta para llevárselo y a cambio recibimos un saco grande de patatas, es un milagro, no un truco, el piano se ha convertido en patatas igual que el agua en vino y Johann es el héroe de la jornada. Escucha las conversaciones graves y morbosas en las calles, averigua de qué huyen estas gentes, qué han visto y perdido y soportado, qué han dejado atrás, y me lo cuenta.
– Dale la muñeca a Johann, Greta -dice mamá-. Es posible que consiga venderla, que nos consiga un poco de tocino o una hogaza de pan. -Pero Greta se niega a separarse de ella-. Entonces, roba, Johann -dice mamá en voz queda-. Roba lo que puedas o nos vamos a morir de hambre.
Johann roba, pero cuando mamá llora de vergüenza y agradecimiento al ver la comida que trae, él ni siquiera la mira.
***
Es un anochecer polvoriento y estamos encaramados a un pedazo de banco roto en un rincón del parque; refugiados andrajosos duermen amontonados en el suelo con los hatos de pertenencias por almohadas, cierro los ojos y escucho la extraña orquesta de criaturas que lloriquean, los viejos que suspiran, las viejas que rezan y nuestros estómagos que rugen, y entonces Johann dice en voz suave:
– Ha llegado el momento, falsa Kristina.
– ¿Qué momento?
– Te dije que iba a irme en verano. ¿Vas a venir conmigo?
– ¡Janek! Ahora no podemos irnos y abandonar a la familia…
– Ya es agosto. Pronto las noches serán muy frías para dormir al raso. ¿Vienes conmigo? -repite en polaco, y yo me echo a llorar.
Llorar es algo misterioso. El abuelo me decía que tenemos conductos lacrimales para mantener los globos oculares húmedos y proteger nuestros ojos, que son increíbles mecanismos frágiles, delicados, pero nadie puede explicar cómo es que cuando nos ponemos tristes los conductos lacrimales empiezan a funcionar por voluntad propia, es difícil ver qué conexión lógica puede haber entre la pena y el agua salada pero la hay, de pronto echo tremendamente de menos al abuelo y cuanto más lloro más lo echo de menos, cuando lloras una cosa lleva a la otra y todo aquello en lo que piensas se convierte en otra razón para llorar, echo de menos al abuelo echo de menos a papá echo de menos a Lothar quiero que la familia se reúna quiero que mamá sea feliz otra vez…
– Es sí o no, Krystynka mía.
Me abalanzo hacia Johann, que de pronto se ha convertido a mis ojos en todos los hombres del mundo y lloro sobre su pecho y él me rodea con un brazo e, incómodo, me da unas palmaditas en la cabeza, la gente que pasa nos mira de soslayo y sigue adelante, ya han visto demasiado, sus ciudades han ardido han visto gente carbonizada reducida a una tercera parte de su tamaño natural con llamas de fósforo aún danzando sobre sus espaldas, han visto monigotes morados y pardos congelados para toda la eternidad, han visto tranvías llenos de pasajeros asados, han visto manos de mujeres tiradas en el suelo, cabezas humanas calcinadas del tamaño de pelotas de tenis, gente reducida a montoncitos de cenizas, personas hervidas hasta los huesos tras la explosión de calderas de agua, ya no pueden preocuparse por minucias como niñas que lloran.
– Puedes decírmelo mañana. Mañana es mi cumpleaños, pequeña Krystynka. Cumpliré trece años y me iré a medianoche.
El abuelo solía decir que mañana no llega nunca y me contó el chiste del barbero que atraía clientela con un cartel que rezaba «Mañana se afeita gratis», entonces la gente regresaba al día siguiente y esperaba que el afeitado fuera gratuito pero el barbero se reía de ellos delante de todo el mundo y decía, señalando el cartel: «No; es mañana, ¿no sabe leer?», así que se afeitaban de todas maneras y pagaban, porque ya habían ido hasta allí, y con el tiempo, contaba el abuelo, ese hombre llegó a ser el barbero más rico de Dresde.
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