Cuando se ofrece a enseñarme una canción nueva le digo que estoy ocupada con los deberes y no tengo tiempo para cantar. Parece triste, así que le doy un beso en la frente y le digo: «Igual más tarde, abuelo.»
El auténtico problema que se deriva de ello es que si no canto en alemán, ¿qué puedo cantar? Todas las canciones de misa y los villancicos, todas las hermosas canciones que me enseñó el abuelo quedan ahora fuera de mi alcance. Le pregunto a Johann al respecto y me dice: «Podría enseñarte alguna canción en polaco, pero eso nos delataría. Así que, por el momento, me temo que tendrás que cantar sin palabras.»
Aprendo a cantar sin palabras. Emito sonidos desde el fondo de la garganta, empujando la voz cada vez más alto hasta que horada el cielo. Me precipito hasta lo más hondo de mí misma, donde la lava hierve y borbotea.
– ¿De qué habláis tú y Johann? -me pregunta Greta. Le está peinando el cabello a Annabella , aunque no le crece ni se lo tiene que lavar dos veces a la semana como nosotras porque no hay células vivas que lo estén expulsando de su cabeza.
– Bueno… de la vida.
– ¿Qué quieres decir?
– Míralo en el diccionario -respondo, sorprendida de mi propio descaro.
– Ya puedes despedirte de las clases que te doy, Kristina.
– Ah, ¿sí? Pues entonces le voy a contar a mamá lo que me dijiste aquella noche.
– Adelante, díselo. A ver si te atreves.
A finales de enero cierra el colegio por causa del frío. Ahora las alarmas de bombardeo se producen día y noche, una tras otra, da la impresión de que pasamos más de la mitad del tiempo en el sótano de las patatas, que es más aburrido que la iglesia, hay que estar sentado hora tras hora sin nada que hacer salvo escuchar los ronquidos, suspiros y gemidos de la gente, y el olor es horrible. Está ocurriendo algo, se nota, ahora todos guardamos silencio sentados a la mesa, y no es por causa del silencio de Johann, es algo nuevo y opaco y pesado, como una tapa de hierro que se cerrara sobre nosotros, aplastándonos, como si el mundo entero fuera a pararse en seco. Intentamos continuar con nuestras actividades habituales, nos vestimos por la mañana, hacemos la cama, ponemos la mesa, cortamos leña, lustramos la cubertería, doblamos las sábanas, pero es como si todo el orden, la limpieza y la pulcritud fuera simulado, como si los adultos fingieran por el bien de los niños, y cuando les miro a los ojos veo miedo y caos, y si los miro más tiempo de la cuenta podría precipitarme en su interior y seguir cayendo, a través de los ojos, dentro de la cabeza y luego hasta las tripas y las entrañas y la oscuridad infernal. Es porque ahora estamos perdiendo la guerra de veras, o más bien, ya que soy polaca, porque Alemania está perdiendo la guerra, ojalá la perdiera y acabara de una vez por todas con el asunto. ¿Cuánto hace falta perder?
– ¿De verdad te habrías gastado el dinero de mamá en el tiovivo? -le pregunto a Johann.
– Sí. Los alemanes me robaron mi país, me raptaron, ¿qué es un poco de calderilla en comparación? Hay que tomar partido, falsa Kristina.
– Yo estoy de tu parte.
– Demuéstralo.
– ¿Cómo?
– La próxima vez que juegues con el estúpido joyero de la falsa abuela, róbale una joya.
– ¡No puedo!
– Entonces no estás de mi parte.
– Pero ¿para qué quieres sus joyas?
– Tú hazlo y ya te lo diré.
Al día siguiente, saco un par de pendientes chispeantes del bolsillo y los hago oscilar delante de los ojos de Janek. Espero que no sepa distinguir entre diamantes y piedras de imitación.
No sabe. Abre los ojos de par en par y me hace un gesto con el pulgar hacia arriba. Me estremezco de orgullo.
– Ahora cuéntame qué quieres hacer con ellos -le digo.
– No es más que el comienzo, falsa Kristina, pero es un buen comienzo. Llegarás a ser una ladrona experta. De ahora en adelante, le quitarás un poquito de dinero del billetero todos los días al falso abuelo, ¿de acuerdo?
– Pero ¿para qué?
Me coge las manitas en sus manazas y me las aprieta.
– ¿Estás conmigo, Krystynka?
– Sí.
– ¿Me quieres?
– Más que a nada en el mundo.
– Entonces escucha con atención… Tú y yo vamos a escaparnos juntos. Venderemos las joyas y nos darán buen dinero por ellas, y encontraremos el camino de regreso a Polonia. Cuando nos quedemos sin dinero, cantarás. La gente se agolpará para escucharte, yo pasaré el sombrero y derramarán todos sus tesoros en él y seguiremos viajando.
El corazón me late en las sienes.
– Pero Janek -digo-, la gente llamará a la policía si nos ven en la carretera. Dos niños fugitivos, se nos verá a la legua.
Johann se echa a reír.
– Hoy en día hay refugiados por todas partes, ¿no te has dado cuenta? Miles de personas se han echado al camino. Niños, ancianos, de todo. Dos más o menos… Y la policía tiene mejores cosas que hacer. Nadie nos molestará.
– Pero Janek… sé que estamos viviendo con el enemigo, pero si yo… quiero decir, ellos me quieren, siempre han sido muy buenos conmigo, no puedo…
– Krystka, tienes que decidir si eres una cría o una joven, una alemana o una polaca. Piénsalo con cuidado, tómate tu tiempo, la decisión es tuya. Yo me voy en verano, tanto si vienes conmigo como si no.
***
Esta casa sin Johann otra vez: impensable.
Cuando el abuelo empieza a roncar, en vez de empujarle el hombro y decirle «Kurt», me levanto de la cama y voy de puntillas hasta la silla donde ha dejado la chaqueta y le registro los bolsillos. Tiene el billetero en un bolsillo interior, estoy sudando y las manos me tiemblan, pero debería ser al revés: cuando estás nervioso, necesitas que las manos se mantengan firmes y tranquilas y hagan exactamente lo que les dices. Sólo hay tres billetes en la cartera, no me atrevo a coger uno, le diré a Johann que estaba vacía, si el abuelo hubiera tenido diez billetes habría cogido uno porque sólo habría sido un diez por ciento, pero uno de tres es más del treinta por ciento, es el treinta y tres coma tres y un número interminable de treses después del decimal, aprendí los porcentajes gracias a Greta antes de que dejara de enseñarme, los infinitos se esconden en todas partes.
El monedero, sin embargo, está lleno de calderilla. Extraigo media docena de monedas pequeñas, con cuidado de que no tintineen unas con otras en mi mano, me las meto en el zapato y subo a reunirme con Johann.
– Estupendo, pequeña Krystka. Mira, he encontrado un escondite para nuestro alijo… He cogido algo de comida.
Nos arrastramos de rodillas y puños a través de los abrigos y los vestidos colgados que huelen a bolas de naftalina hasta el fondo del armario, donde Johann hace a un lado un par de viejas botas, tal vez las del ejército del abuelo de la otra guerra. Detrás de ellas, amontonados contra la pared del armario, distingo paquetes de galletas, azúcar y dátiles…
– ¡Pero Janek! La familia no tiene suficiente que comer tal como están las cosas…
– No son mi familia y yo pienso regresar con mi verdadera familia. Mira…
Me enseña una cajita de estaño y dejo caer en ella las monedas.
Por la noche permanezco despierta preguntándome por mi familia polaca. Las preguntas brincan por mi cerebro cual pulgas en un circo de pulgas, el abuelo me contó que una vez vio un circo de pulgas en Berlín cuando era joven. ¿Cuántos hermanos y hermanas tengo? ¿Me habrán olvidado? ¿Se portarán mejor conmigo que Greta? ¿Sigue vivo mi auténtico ojciec? ¿Tiene matka un corazón tan cariñoso como el de mamá? ¿La reconoceré? Ella me reconocerá por la marca de nacimiento. Echará un vistazo a la cara interna de mi brazo izquierdo y gritará, pronunciando las erres bien fuerte igual que Janek: «¡Krystyna! ¡Krystyna! ¡Por fin! ¡Mi querida Krystyna!», y me abrazará contra su pecho y yo lloraré de alegría.
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