Mientras miro fijamente a mamá siento la presión de otra mirada sobre mi rostro, así que vuelvo la cabeza hacia la izquierda y Greta clava sus ojos en los míos. Sólo dura un segundo pero el mensaje resuena con la claridad de una campana: «¿Lo ves? Está ocurriendo por segunda vez. Tú fuiste la primera.» Luego se inclina sobre la sopa y sorbe una cucharada. Por lo general no se debe sorber la comida, pero con la sopa nos está permitido porque de otra manera podrías quemarte la lengua y el paladar.
– ¿Cuántos años tiene? -pregunto.
– Diez -dice mamá-. Justo un año más que Greta.
Escucho el tintineo de las cucharas contra los platos.
– ¿Cuándo llega?
– Ya os lo he dicho, esta tarde.
La tarde comienza a las doce del mediodía y ya son las doce y media, así que podría ser en este preciso instante o dentro de una hora o dos o tres o cuatro, es insoportable no saberlo. La tarde es interminable. Greta va a lanzarse en trineo con sus amigas y yo echo la siesta con el abuelo. Pero luego no son más que las dos y el reloj hace tictac, obligando al tiempo a transcurrir, dándole puntapiés en el trasero: «¡Vamos! ¡Adelante!» Podría morirme de curiosidad.
Cuando por fin suena el sol alto del timbre de la puerta, hago armonías con res y síes bemoles, cantando en voz queda el nombre de Johann.
Lo han traído dos hombres que ahora me impiden verlo en el vestíbulo mientras propinan pisotones a la esterilla para sacudirse la nieve de las botas; no alcanzo a distinguir nada. Ahora pasan a la sala, flanqueándolo todavía, y mamá se inclina sobre la mesa para firmar unos documentos, voces graves y desconocidas dicen cosas que no alcanzo a entender y se oyen taconazos: «Heil, Hitler», «Heil, Hitler», «Heil, Hitler». Se cierra la puerta tras los hombres y el acontecimiento ya ha tenido lugar.
– ¡Kristina, ven a conocer a tu hermano!
Con esas palabras, mamá se adelanta para ayudar al chico a quitarse el abrigo pero él se encoge de hombros para apartarse de ella y su gesto es violento. Se quita el abrigo él mismo. Mientras lo cuelga en el perchero me acerco y le digo «Hola, Johann» con mi voz más hermosa -ojalá pudiera cantarlo: «Hola, Johann»-, pero no responde. Tiene los ojos abiertos pero los tiene cerrados: un muro más opaco que la frente o la espalda. Es alto para tener diez años y su rostro parece mayor para tener diez años y sus ojos azules están abiertos de par en par pero firmemente cerrados y tiene la mandíbula apretada, veo cómo se le mueven los huesos bajo la tersa piel de las mejillas y pienso: es muy guapo mi nuevo hermano.
Greta vuelve de lanzarse en trineo, las mejillas enrojecidas y los ojos radiantes, la abuela ha preparado chocolate caliente en la cocina y allí converge toda la familia, alzamos las tazas y brindamos para festejar la llegada de Johann pero él permanece rígido como un palo, sin hablar ni sonreír. Mamá y la abuela se miran, el chocolate se desliza en silencio por nuestras gargantas hasta el estómago, Helga lleva la maleta de Johann a su habitación, que era la de Lothar, y Johann la sigue porque se lo han indicado pero lo hace a regañadientes, resentido.
A la vez que se sienta al piano, el abuelo me hace un gesto con la cabeza para que me acerque y cante con él y yo colmo la voz de calidez, con la esperanza de que Johann la oiga desde arriba y sus compases lo calmen, le mermen la tensión acumulada en el cuerpo, está conmocionado porque sus padres han muerto y somos desconocidos para él, pero cuando baja a cenar no ha cambiado nada, sigue con las mandíbulas apretadas, sus ojos continúan siendo muros y su silencio es intratable.
Tras bendecir la mesa (él agacha la cabeza pero no murmura «Amén»), mamá le hace unas preguntas con delicadeza y al no obtener respuesta se sonroja. Se vuelve para hablar con Greta pero se le traban las palabras. Johann ha traído el silencio a nuestra casa, su silencio se difunde, nos penetra uno tras otro y nos deja mudos. Estamos incómodos, la conversación ha quedado en punto muerto. ¿De qué hablamos habitualmente? No conseguimos recordarlo.
Después de cenar nos reunimos en torno a la estufa de leña pero no me subo al regazo de mamá y tengo buen cuidado de no chuparme el dedo porque no quiero que Johann piense que soy una cría. El abuelo nos cuenta la historia de los músicos de Bremen y todos lanzamos risitas cuando el gato, el perro, el gallo y el burro dan un susto de muerte al bandido, pero Johann permanece ahí sentado contemplando el vacío, las sombras juguetean sobre sus pómulos, y nuestras risas titubean y se extinguen.
Por la mañana en la escuela es lo mismo: la maestra presenta al nuevo alumno a la clase, le dedica un discurso de bienvenida y él se queda ahí plantado como un soldado de plomo, implacable, inmune e indiferente. Hace todo lo que se le dice, con una leve demora para dar la sensación de que lo hace por voluntad propia y no por obediencia, pero se niega a responder preguntas, leer en voz alta o articular siquiera una palabra.
Nadie lo regaña ni lo castiga.
«Es emocionante. Somos los huérfanos. Yo soy canción y él es silencio.» ¿Me oyes cantar, tú que no paras de apretar las mandíbulas? De ahora en adelante todas mis canciones serán para ti.
***
Nos hemos quedado sin leña para la estufa y Helga la criada está en cama, enferma.
– Johann -dice mamá-, necesito que me hagas un favor, hoy eres el más fuerte de la familia, tienes que ir a traer una carga de leña. Llévate el trineo, Kristina te enseñará el camino. Abrigaos bien, los dos, que está nevando. -Le da un billete y añade con una sonrisa-: No olvides traerme el cambio.
Cuando cruzamos juntos la entrada, la señora Webern, la que no decía «Heil, Hitler» con entusiasmo suficiente, abre la puerta de su apartamento con la llave; sin volverse para saludarnos, masculla con sarcasmo:
– ¡Vaya, hay que ver cómo aumenta la familia!
Pero por suerte Johann no la oye.
Caminamos codo con codo y por una vez en este invierno el frío no resulta insoportable. Caen copos grandes y suaves, se nos adhieren a los gorros y las bufandas, se nos funden en las mejillas, se nos prenden de las pestañas; ésta es mi oportunidad, me parece. La maderería queda a varias manzanas, del otro lado de la plaza en el centro de la ciudad, la expedición nos llevará cerca de una hora. Así que hablo.
– Todos los copos de nieve son diferentes de todos los demás copos de nieve -digo-. Parecen estrellas pero en realidad las estrellas no son diminutas y frías sino inmensas y calientes, son lejanos soles ardientes, ¿no es increíble?
No hay respuesta.
– Johann -le digo-, ya sé que crees que no merece la pena hablar conmigo porque no soy más que una cría, pero Greta me ha ido enseñando todo lo que está aprendiendo tu clase y tengo una memoria excelente, y además mi oído es perfecto.
No hay respuesta.
– Johann, entiendo que todavía no te sientas muy cómodo con nuestra familia, pero sólo quería que sepas que puedes confiar en mí, y en cierto sentido soy tu hermana de verdad porque yo también fui adoptada.
Ah. Me mira -me mira de verdad- por primera vez. Se me acelera el pulso, acelero el paso, se me acelera la lengua.
– Yo tampoco pertenezco a esta familia -añado, por si acaso.
Johann ha vuelto la mirada al frente pero veo que empieza a relajar un poco las mandíbulas, y entonces -oh, victoria- abre la boca y su voz brota en forma de palabras:
– ¿De verdad? -dice.
Ésas son las palabras que pronuncia pero suenan de forma extraña: habla con acento.
Asiento, y el alivio de tener alguien a quien confesárselo brota cual lágrimas, aunque no estoy triste en absoluto, sino feliz.
– Al menos nos ha adoptado una buena familia -añado.
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