Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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Continúo así durante horas.

Empiezo a tener pesadillas por la noche. En uno de mis sueños estoy sentada en el orinal y una mujer con zapatos y falda blancos pasa por mi lado y me golpea tan fuerte que me caigo, el orinal se derrama, me caigo encima del pis, un niño me señala y ríe a carcajadas al verme sentada en medio del charco amarillo, otros niños deambulan por ahí sin ropa, venga a gemir y berrear, con mocos colgando, y arrastran sus sábanas por encima del pis en el suelo.

En otro sueño me subo a una silla y miro fuera y veo a un niño lloriqueante y trémulo con la piel morada, al que han dejado desnudo en la nieve para que se muera.

¿A quién preguntarle? A mamá no. Ni a la abuela o el abuelo. Al cabo, lo sé: Helga la criada. Helga la corpulenta, con el delantal blanco almidonado y el cabello color caoba, que lleva media vida con la familia (como le gusta decir). Mamá no ha podido pagarle el sueldo estos dos últimos años pero igualmente se ha quedado con nosotros, haciendo las tareas de los hombres ahora que los hombres no están: corta leña, saca la nieve a paladas y lleva cargas pesadas, mientras mamá y la abuela hacen lo que ella solía hacer: cocinar y limpiar. Es una solterona. Una vez ella y mamá estaban tomando el té en la cocina y le oí decir que pronto cumpliría los treinta y nadie se casaría nunca con ella porque todos los jóvenes habían muerto. La mitad de treinta es quince, así que tenía quince años cuando vino a vivir con la familia, de manera que debe de recordar el nacimiento de Greta y también el mío.

Una pregunta sencilla e inocente: «¿Recuerdas el día en que nací?»

Me lleva tres días armarme de valor. El abuelo dice que cuando tienes miedo el corazón te late más rápido porque quiere ayudarte, piensa que igual tu cuerpo necesita un estallido bien grande de energía si tiene que presentar batalla o huir, así que te prepara para la emergencia bombeando cantidad de sangre por las venas, pero el resultado de todo ello es que ¡el latir del corazón te hacer sentir miedo! Cada vez que me encuentro con Helga a solas y empiezo a armarme de valor y me digo: «¡Ahora! ¡Pregúntaselo!», el corazón se me dispara por voluntad propia y las manos y los pies se me enfrían y me quedo paralizada de miedo, así que tarareo una cancioncilla y me comporto como si cruzara la habitación por casualidad.

Entonces llega el día en que ya no puedo seguir posponiéndolo, tengo que hacerlo. Helga está haciendo punto en la mecedora junto a la estufa de leña, Greta está arriba, mamá y la abuela están en la cocina y el abuelo escucha la radio en su cuarto. En el pasillo, me persigno como si estuviera a punto de entrar en la iglesia, y luego, al tiempo que me cruzo de brazos e hinco el pulgar contra la marca de nacimiento, me siento en el escabel a los pies de Helga.

«¡Hazlo! -me ordeno-. ¡Y ten buen cuidado de observar su reacción!»

– ¿Helga? -le digo, como quien no quiere la cosa.

– ¿Mm?

– ¿Recuerdas el día que nací? -Mis ojos se llegan hasta ella de un salto.

No empieza a sonrojarse ni tartamudea, mantiene la mirada en la labor de punto, pero por un segundo las agujas dejan de moverse y ahí está mi respuesta.

La inmovilidad es la verdad.

Luego retoma la labor, una por arriba, otra por abajo, una por arriba, otra por abajo. Helga está tejiendo un par de calcetines de lana y yo soy una forastera en esta casa.

– Claro que sí -dice, y salta a la vista que está angustiada, así que aprovecho la ventaja.

– ¿Seguro que no soy adoptada?

– ¿Adoptada? -repite para ganar tiempo-. ¿Como una inclusera, quieres decir? ¡Ja, ja, ja! ¡Me parece que tu abuelo te ha contado más historias de lo que te conviene, pequeña! -Empieza a mecerse en la mecedora y añade-: Y ahora ve a ayudar a tu madre con la cena, vamos.

Me voy, pero no a la cocina sino al cuarto de baño, ya tengo mi respuesta, ya tengo mi respuesta, devuelvo todo el contenido del estómago y cuando no queda nada que devolver tiro de la cadena y me siento en el retrete y dejo que el resto salga por el otro extremo y mientras permanezco allí sentada, sudando y dejando que los desechos líquidos manen de mi cuerpo, veo criaturas tumbadas boca arriba, venga a llorar mientras los pañales les rebosan de mierda, bebés un poco más grandes que gatean por el suelo con las manos y las caras manchadas de mierda, niños que apenas saben andar sacando por la puerta orinales llenos que se les derraman por el camino, mujeres de falda blanca que van de aquí para allá dando fuertes pisotones y gritan, reparten sopapos a diestro y siniestro, veo zapatos blancos que caminan a zancadas, veo elegantes pies descalzos con las uñas pintadas, saltos de cama de color rosa y largas trenzas rubias y cabelleras que caen en cascada, veo senos tan grandes y hermosos como los de las ninfas en las hornacinas del Zwinger -sólo que se mueven, oscilan, lactan- y docenas de bebés chiquitines como las cabezas de ángel encima de las columnas que pegan los labios a los pezones de esos senos y maman con ferocidad, veo uniformes blancos ensanchados casi hasta reventar por los vientres que crecen debajo, oigo voces de mujer que gritan, bebés que lloriquean y gimen, de vez en cuando el bramido de un hombre. Luego me bajo del retrete, tiro de la cadena y vuelvo a arrodillarme en el suelo presa de las arcadas sobre el oscuro hedor. La frente se me perla de sudor.

Cuando por fin salgo, mamá viene por el pasillo con una pila de platos camino del comedor. Aunque hay poca luz ve lo pálida que estoy y al instante se arrodilla para dejar los platos en el suelo.

– Kristina mía -dice-, ¿qué te ocurre? ¿Estás enferma?

Me desmorono sobre ella, así que me coge y me lleva escaleras arriba hasta mi cuarto, dejando los platos en el suelo. Me desviste con cuidado y me pone el pijama, sin dejar de murmurar con voz tranquilizadora que tengo fiebre, que debo descansar, que ella volverá enseguida con una manzanilla.

Transcurren unos días. Estoy flotando en el aire. Por lo general, cuando alguien dice que está flotando en el aire se refiere a que se siente liviano de alegría, pero yo me refiero exactamente a lo contrario. Me siento liviana de infelicidad, como si fuera un último jirón de niebla a punto de quedar extinguido por el sol. Cuando nadie mira me acaricio la marca de nacimiento, pero no acaba de aplacar el dolor en la boca del estómago. ¿Quién me dio esta marca de nacimiento?

Por la noche me da miedo tener pesadillas con bebés, así que tarareo entre dientes para no dormirme. Greta rezonga y me dice que me calle. Annabella me sonríe desde su estante en lo alto y me dice que no me preocupe, que todo irá bien, pero estoy sumamente inquieta, no puedo evitarlo.

El abuelo me enseña una canción preciosa sobre el edelweiss. Cuando he aprendido toda la letra, me planta un beso en la frente y dice:

– Eres la única de la familia con un oído perfecto.

¿Quién me dio esta voz?

El sábado a la hora de comer, tras bendecir la mesa, cuando nos llevamos la primera cucharada de caldo a los labios, mamá carraspea y dice:

– Queridas mías, tengo que deciros algo importante, escuchadme con atención.

Levantamos la mirada, titubeamos, dejamos la cuchara.

Un silencio. El estómago me ruge porque tiene hambre y Greta me da un codazo.

– Sí, adelante -dice el abuelo, y le pone una mano en el hombro a mamá-. Tienes que decírselo.

– Bien… Greta, Kristina… esta tarde unos hombres… esta tarde nuestra familia… tendrá un nuevo miembro. Un jovencito llamado Johann. Papá está al tanto de todo. Conocerá a Johann la próxima vez que venga de permiso. Los padres de Johann han muerto en la guerra y está solo en el mundo, es huérfano. Así que… me he ofrecido a darle cobijo en nuestra casa y criarlo como a mi propio hijo. Como es natural, nadie podrá sustituir nunca a Lothar en nuestro corazón, pero aun así debéis tratarlo exactamente igual que si fuera vuestro hermano.

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