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Ahora que sé leer sola, me aprendo todos los poemas del Struwwelpeter de memoria. La niña que juega con cerillas y prende fuego a su casa y muere abrasada. Augustus, que se niega a tomar la sopa sin razón alguna y muere de hambre. Y sobre todo Conrad, a quien le cortan los pulgares. Recito los poemas una y otra vez, les invento melodías y las canto para mí, me pone en trance.
En el recreo juego al Alto con las demás niñas de mi clase, lanzo la pelota al aire tan alto como puedo y mientras tanto ellas se dispersan en todas las direcciones, pero en cuanto cojo la pelota grito «¡Alto!» y tienen que quedarse quietas donde están, no pueden dar ni un solo paso más. Miro alrededor para ver cuál es la más cercana y le lanzo la pelota, si le da está eliminada, lo que significa que le toca a ella tirar la pelota, pero si no le da no me importa porque lo que más me gusta es el momento en que digo «¡Alto!» y levanto la mirada para ver a todo el mundo inmóvil, petrificados a mitad de gesto como las estatuas en los jardines Zwinger: «¡Quédate quieta quieta en tu sitio ahí quieta ya voy a enseñarte yo a estar quieta!»
Al despertar, las palabras me llegan como una voz viva: «Seis años.» Doy un grito ahogado de alegría y bajo a toda prisa, y todo el mundo me dice «¡Feliz cumpleaños, Kristina!», me abrazan y me besan. Mamá ha traído hueso de cerdo con cantidad de grasa para celebrarlo y cuando Greta y yo volvemos del colegio a mediodía veo el hueso de cerdo encima de un periódico en la mesa de la cocina, así que mientras mamá está vuelta de espaldas preparando las lentejas, voy a hurtadillas, lo cojo e hinco los dientes en la grasa; es terriblemente delicioso pero mamá se vuelve de pronto y dice:
– Eh, ¿qué haces? ¡Eso es para toda la familia, y ni siquiera lo he cocinado aún!
Yo me limito a reír y salgo corriendo por el otro extremo de la mesa con el enorme hueso en la boca como un perro y ella sale corriendo detrás de mí con el delantal y me meto debajo de la mesa y ella se inclina y me coge por el pie y yo estoy desternillándome con el hueso de cerdo en la boca cuando suena el timbre de la puerta y mamá va a ver quién es y entonces mordisqueo el hueso de cerdo, ojalá pudiera comérmelo entero pero sé que eso pondría furiosa de veras a mamá y oigo una voz de hombre y mamá no le responde y hay un estrépito.
Con cautela, dejo el hueso encima de la mesa otra vez. Los abuelos se precipitan al pasillo desde la sala y al mismo tiempo Greta y Helga, la criada, bajan la escalera a toda prisa: el estrépito ha sido mamá al caer desmayada. Un mensajero de uniforme está arrodillado a su lado y el abuelo se inclina para coger el telegrama de la mano de mamá y se incorpora lentamente al tiempo que lo lee, y dice en un ronco susurro:
– Lothar ha muerto.
Luego él y el mensajero llevan a mamá al sofá de la sala y Helga trae un cuenco de agua y humedece un paño y se lo pone a mamá en la frente. Mamá empieza a gemir y la abuela llora y Greta guarda silencio y Helga la criada se retuerce las manos y ahora creo que todo el mundo va a olvidarse del día de mi cumpleaños porque es el día de la muerte de Lothar y durante el resto de mi vida mi cumpleaños será una fecha triste para toda la familia, pero luego pienso: no, no es el día de su muerte, debió de morir hace unos días, las noticias tardan en llegar.
Mi hermano está muerto. No lo conocía bien, era muy mayor, diecisiete años, y antes incluso de irse a la guerra estaba todo el día en las reuniones de las Juventudes. Mi hermano está muerto, ¿y estoy triste? No lo sé.
Todo queda cancelado.
Tristeza en la casa. Los ojos enrojecidos y los vestidos negros de mamá. La inmovilidad de la abuela. El abuelo que se encierra en su cuarto a escuchar la radio. En la escuela la maestra le dice a Greta que salga a la pizarra y cuente a la clase lo orgullosa que está de que su hermano diera la vida por el Líder; lo hace pero tiene la voz trémula y le brillan lágrimas en el rabillo de los ojos y no parece que lo diga de corazón.
– ¿Puedo jugar con tu joyero, abuela?
– Déjame, Kristina, déjame.
¿Nos las apañaremos para celebrar la Navidad este año? Quiero observarlo todo muy de cerca y ver si puedo dilucidar lo que ocurre, no sé con seguridad si se trata de un milagro o un truco. En Nochebuena nos reunimos todos en la sala cuando empieza a oscurecer y mamá no enciende el fuego en la enorme estufa revestida de azulejos, sólo enciende las velas blancas como la nieve en el árbol de Navidad. El abuelo se sienta al piano y ha llegado la hora de demostrar a los otros cómo he aprendido a hacer armonías. Nos disponemos en semicírculo en torno al árbol y cantamos un villancico tras otro, mi voz es más intensa y melodiosa que la de cualquier otro, la noto henchirse en mi pecho y derramarse por mi boca exactamente como debe ser: «Navidad, Navidad, dulce Navidad», Greta desafina y a veces preferiría que se contentara con mover los labios, pues estropea la belleza con notas fuera de lugar todo el rato y además confunde las estrofas, metiéndose de lleno en la tercera cuando aún no hemos cantado la segunda, le trae sin cuidado acertar, a mí no, sé hasta la última palabra del último villancico, incluido ese que le gusta a Hitler sobre las madres - En lo más hondo de vuestros corazones late el corazón de un nuevo mundo - y cuando canto esas palabras lanzo a mamá una mirada de cariño para que no esté triste por lo de que Lothar haya muerto y papá no esté con nosotros. Ella me da unas palmaditas en la cabeza y salta a la vista que está orgullosa de mí, y yo quiero que esté muy orgullosa.
La noche se filtra sigilosa en la sala mientras cantamos, las velas en el árbol de Navidad parecen arder con más intensidad, el oropel y las bolas de colores reflejan la luz y espejean de una manera celestial, el delantal blanco de Helga reluce, igual que el cabello blanco del abuelo. El abuelo sabe las piezas de memoria, así que sus dedos continúan tocando entre las sombras sin cometer un solo error a pesar de que le faltan dos.
Cuando llegamos a Noche de paz , que es siempre el último villancico, cantamos cada estrofa un poco más suave, cada vez más y más suave de manera que las últimas palabras, «estrella de paz», son como un susurro en el aire, y entonces la abuela dice «Sssshhhhh» y todos guardamos silencio. Oigo el tictac del reloj grande en la sala y noto que el corazón me late con fuerza. Cuando el corazón deje de latirme estaré muerta. El péndulo no está vivo pero se mueve, oscilando tranquilamente de aquí para allá, a veces se detiene pero eso no significa que esté muerto, sólo que al abuelo se le ha olvidado darle cuerda. Aunque el reloj se rompa algún día y no podamos arreglarlo, no diremos que está muerto, no lo meteremos en un ataúd ni lo enterraremos, sencillamente diremos que ya no sirve y lo tiraremos y compraremos otro.
Si el corazón se nos rompe, no es más que una manera de hablar.
Al cabo, el abuelo le reza una oración a Dios en voz queda, agradeciéndole el regalo de Navidad más grande de todos: el regalo de su hijo Jesucristo ( Cristo y Kristina son la misma palabra, que significa ungido, te ungen y estás bendecido para el resto de tu vida).
– … y ahora -está diciendo el abuelo- has llamado a nuestro Lothar a tu lado tal como llamaste a tu propio hijo Jesús… -Pero entonces se le quiebra la voz y no puede seguir, mamá sofoca un sollozo, y al final la voz del abuelo dice-: Amén. -Que significa «así sea», y todo el mundo repite «Amén» en un suave eco y el silencio retorna y entonces empieza a tañer el reloj.
Cuento siete campanadas, preguntándome si eran las siete en punto al principio de la primera o al final de la última o exactamente en medio, a mitad de camino entre la tercera y la cuarta.
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