Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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– ¡¿Dónde aprendiste alemán?! -digo, y temo su respuesta sin saber por qué.

Al oír la pregunta vacila un buen rato. Luego suspira. Después dice:

– Ay, Sadie… yo antes era alemana… Hace mucho, mucho tiempo.

Y, allí sentada mirándome a los ojos pero con sus propios ojos muy lejos, de pronto recita de un tirón una serie de sílabas extrañas, y yo digo:

– ¿Qué era eso?

Y ella responde con una débil risita:

– El abecedario en alemán, ¡al revés!

No sé qué hacer con esa información, no quiero plantear más preguntas, lo único que quiero es que termine el día, ojalá no hubiera comenzado nunca, ojalá no hubiera abierto la puerta cuando llamaron, ojalá no se hubiera ido Peter a California, ojalá todo esto no fuera más que una pesadilla. Y cuando me voy a la cama sigo dándole vueltas durante horas, con el cerebro venga aullar y ulular como las sirenas de los bomberos, las ambulancias y los coches de policía en la calle: pero si mami es alemana eso supone que los Kriswaty no son sus padres, lo que significa que tampoco son mis abuelos, pero aun así ella sigue siendo mi madre y si mi madre es alemana eso supone que yo soy al menos medio alemana. «Ahora ya sabes de dónde viene el mal -dice mi Demonio-. Llevas viviendo en una mentira desde el día que naciste.» A menos, claro está, que ella tampoco sea mi madre…

Al día siguiente durante el recreo un chico me persigue gritando «¡Judía! ¡Judía!», pero como le prometí a Peter que no jugaría a eso corro tan rápido como puedo, me caigo y me despellejo la rodilla, así que tengo que ir a la enfermería, y cuando la enfermera me baja la media tengo sangre en la rodilla, y oigo que mi Demonio se ríe a carcajada limpia y dice: «¡Sangre alemana, Sadie! ¡Sangre nazi!»

IV Kristina, 1944-1945

Un desparrame de éxtasis.

Asómbrame, le digo al mundo.

Hazme girar, emocióname, pásmame, no pares nunca.

El joyero de la abuela: la llave está debajo, hay que tener cuidado de mantener la tapa cerrada al volver la caja del revés y darle cuerda y luego, cuando vuelves a posarla y abres la tapa, empieza a sonar una música como de campanillas y una exquisita bailarina dorada y blanca gira una y otra vez delante de un diminuto espejo, con un brazo arqueado sobre la cabeza y el otro curvado delante de sí. La bailarina no está viva pero se mueve.

– Las bailarinas de verdad pueden hacer hasta cincuenta giros de puntillas -dice la abuela-, mantienen el equilibrio mirando al frente cada vez que dan la vuelta para quedar de cara al público, inténtalo, Kristina.

Así que lo intento, aunque no de puntillas, venga girar y girar con los brazos tendidos hasta que noto un delicioso mareo y me caigo al suelo, encantada, y la abuela ríe y dice:

– Me parece que te hacen falta unas cuantas clases, cariño.

La bailarina vela por el joyero de la abuela, está todo dispuesto a la perfección en cajoncitos forrados de terciopelo rojo, pulseras y collares relucientes en el de abajo, destellantes anillos y pendientes en el de arriba. La abuela me enseña a diferenciar entre diamantes y piedras de imitación, los diamantes tienen más colores cuando los levantas a la luz. A veces me deja ponerme su diadema de diamantes y mirarme en el espejo; difumino la visión bajando las pestañas y por un momento parezco tan preciosa como una princesa.

El abuelo trae a casa dos molinetes, uno para Greta y otro para mí, las aspas todas de distintos colores; cuando corres con ellos giran, y cuanto más corres más rápido giran y si corres contra el viento giran tan rápido que los colores se difuminan; a veces también tengo la sensación de que mi cerebro se difumina.

El carrusel en el patio del colegio está cubierto de nieve en invierno pero en verano puedo sentarme en él y Greta me da impulso, corriendo en torno hasta que no puede seguir el ritmo, para luego quedarse quieta y empujar las barras conforme pasan para darme más ímpetu. Yo me agarro al poste central como si me fuera la vida en ello y para evitar marearme miro a Greta cada vez que paso, igual que las bailarinas miran al público. Greta también me empuja en los columpios, cada vez más alto hasta que doy patadas a las nubes y el viento me silba en los oídos, echo la cabeza tan atrás como puedo y veo el mundo pasar veloz del revés hasta casi rozar el suelo con la nariz. Luego aprendo a cobrar ímpetu por mí misma, sentada, de pie, pero es mejor cuando me empuja Greta porque no tengo que hacer esfuerzo, puedo limitarme a permanecer sentada y dejar que ocurra.

El patio del colegio es el mismo que el de casa porque la escuela es lo mismo que la casa porque papá es maestro cuando no es soldado, cosa que ha sido durante tanto tiempo que apenas lo recuerdo, pero aún podemos vivir en la escuela, lo que es una suerte, según dice mamá, porque podemos despertarnos más tarde que los demás alumnos y no tenemos que caminar hasta la escuela bajo la lluvia torrencial, el viento azotador o el sol abrasador, sólo cruzar rápidamente el jardín en el último momento y entrar en clase para decir: «Heil, Hitler.»

Aún no he empezado a ir al colegio.

Las vías del tranvía dejan dibujos en mi mente conforme pasan a toda velocidad; no se mueven, me digo, eres tú la que se mueve, pero me entran en los ojos y se mueven y destellan como una interminable escalera plateada.

Hay una torre del reloj junto al ayuntamiento y a veces, si salimos a comprar verdura y van a ser las doce en punto, mamá me lleva allí especialmente, porque cuando el reloj da la hora a mediodía se abre un juego de puertas en la torre y una docena de figuras de madera se deslizan al exterior, hacen reverencias y asienten, levantan y bajan los brazos y las piernas, sus movimientos son movimientos humanos sólo que más bruscos y la expresión de su cara permanece inmutable. No están vivas.

Greta y yo suplicamos a mamá que nos deje montarnos en el tiovivo del parque, rogamos, la engatusamos e insistimos hasta que cede, aunque no nos lo podemos permitir, según dice. Me monto en un caballito negro, Greta va en uno blanco delante de mí, aprieto con los muslos el enorme cuerpo duro del caballo y mis manos aferran el pomo, el caballo no está vivo y yo sí pero él me hace moverme, arriba y abajo lentamente, una vuelta tras otra mientras la plataforma gira, fuera está oscuro, el tiovivo está iluminado, la música estridente me colma, nos movemos sin el menor esfuerzo y noto que empiezo a fundirme con las notas agudas y las luces parpadeantes y quisiera no parar nunca.

•••

La música es movimiento invisible.

El abuelo me está enseñando a cantar haciendo armonía para que los villancicos sean más hermosos este año, dice que tengo la mejor voz de la familia y creo que me aprecia más que a Greta por eso. Me ha enseñado tanto y tiene la cabeza llena de conocimientos porque fue a la universidad cuando era joven, igual que papá. Cuando era pequeña me enseñó la diferencia entre izquierda y derecha. Se agachó frente a mí y dijo: «Mira, Kristina, ésta es tu mano izquierda y ésta tu derecha, y ésta es mi mano izquierda y ésta mi derecha», y yo le dije: «¿Así que es distinto para los chicos y las chicas?», y él se echó a reír a carcajadas. Luego empezó a explicármelo de nuevo, acuclillado junto a mí en vez de frente a mí.

Cuando me miro en el espejo y me toco el ojo izquierdo la Kristina del espejo se toca el ojo derecho pero sigue siendo yo.

El abuelo y yo dormimos la siesta juntos todas las tardes pero yo no duermo, me quedo tumbada en la habitación en penumbra contemplando los haces de sol que entran por los agujeritos de las ventanas e intentando establecer pautas. Cuando el abuelo empieza a roncar le empujo suavemente el hombro y digo «Kurt», y se calla, es extraño llamar a mi abuelo por su nombre de pila pero la abuela dice que es lo único que funciona y tiene razón, si digo «abuelo» sigue roncando con la boca abierta y los pelos en la nariz.

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