Se supone que no debo decir «locos» sino «pacientes». «Rebanada» y no «pedazo». «No tendría» en vez de «no teniese».
Tal como hace todas las mañanas, el abuelo dice: «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?», y se sienta a la mesa de la cocina con aire de exagerada fatiga, y la abuela le acerca sin mediar palabra una taza de café de la cafetera de filtro, es su ritual de las ocho y media, lleva siéndolo desde antes de que yo naciera y nunca varía, salvo que en algunas ocasiones, en vez de «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?» el abuelo dice: «Ay, ¿por qué querría nadie elegir esta profesión? Es para tirarse de los pelos», lo que es una broma porque el abuelo es calvo, no tiene más que una franja de pelo corto que le rodea la parte inferior del cráneo de una oreja a la otra. Su primer chalado llega a las seis y media, así que para las ocho y media ya ha visto a dos, y luego, tras un descanso para tomarse un café, trabaja de las nueve a las doce y luego otra vez de las dos a las cinco, lo que arroja un total de ocho locos al día todos los días de la semana incluido el sábado, lo que son cuarenta y ocho locos a la semana, salvo que algunos vienen dos o incluso tres veces a la semana, así que resulta difícil calcularlo con exactitud. No sé cómo funciona el tratamiento. ¿Les da pequeñas dosis de felicidad cada vez que vienen, justo la suficiente para seguir tirando hasta su siguiente cita? ¿Y van acumulando poco a poco la suficiente felicidad para poder apañárselas sin sus sesiones? Pero el caso es que el abuelo no es precisamente una de esas personas que desbordan alegría, es muy callado y casi cada vez que abre la boca lo que sale es un mal chiste, y por mucho que hubiera vivido con él toda mi vida apenas lo conocería. Ahora, por ejemplo, en vez de hablar conmigo mientras toma el café y yo como la tostada, lee el periódico que le ha traído la abuela del porche.
– Sadie, vas a llegar tarde.
Arrastro los pies al subir la escalera, detesto vestirme pero no se puede ir a la escuela en camisón. Vestirme siempre me hace notar mi maldad, sobre todo en invierno porque hay muchas capas de ropa que ponerse, y la maldad queda enterrada en lo más profundo, pero hay un signo externo que es una fea marca de nacimiento parda del tamaño de una moneda de cinco centavos en la nalga izquierda; prácticamente nadie sabe que la tengo pero nunca logro olvidarla, es como una mancha, y puesto que la tengo a la izquierda no me está permitido tumbarme sobre el lado izquierdo en la cama ni sostener un vaso con la mano izquierda o pisar una grieta en la acera con el pie izquierdo, y si lo hago accidentalmente tengo que susurrar «Perdón» cinco veces seguidas a toda prisa o a saber qué puede pasar. Mami tiene una marca de nacimiento en la cara interna del brazo izquierdo y no le avergüenza porque no es un sitio bochornoso donde tenerla, pero para mí tenerla en la nalga es prueba de mi suciedad, cualquiera diría que la he pasado por alto al limpiarme tras ir al retrete y me he dejado un pegote de caca por accidente, es la marca del Demonio que rigió mi nacimiento, como si se hubiera untado el pulgar de caca y me hubiera dejado una marca en el culo: «Esta es mía -dijo con su malvada voz- y nunca la dejaré marchar, siempre será sucia y diferente.» Quizá por eso se fue mi padre: me echó una mirada y dijo «Puaj, qué asco, ésa no es hija mía», y se dio media vuelta y desapareció de la vida de mami para siempre, así que no tengo ningún recuerdo de él, lo único que sé es que se llamaba Mort, que es diminutivo de Mortimer, que llevaba barba morena y una guitarra, y que a la abuela y al abuelo no les caía bien. Mami sólo tenía diecisiete años cuando se enrolló con Mort y su pandilla beatnik , que eran mucho mayores que ella, de veintitantos, todos obsesionados con tocar música, beber vino y fumar hierba; abandonó la secundaria cuando conoció a Mort y creo que se metieron morfina juntos en una fiesta y mi madre se quedó embarazada sin querer. La abuela me contó un día que el abuelo y ella se enfadaron muchísimo cuando se enteraron: Mort habría sido incapaz de mantener a una familia, dijeron, era irresponsable e incapaz de mantenerse a sí mismo, fue una tragedia. «¿Quieres decir que yo no debería estar aquí? -le pregunté-. ¿Quieres decir que no me deseaban?», pero todas mis preguntas al respecto se han dado de bruces con muros de silencio.
Durante una temporada mami tuvo otro novio llamado Jack que era un maestro sin barba, y siempre le estaré agradecida porque me enseñó a leer cuando tenía cinco años, antes incluso de empezar el colegio, pero luego él y mami se pelearon porque quería que mami dejara de cantar en público y al final ella se plantó (según me contó después) y dijo: «Jack, hay cosas sin las que puedo vivir. Cantar no es una de ellas. Tú sí.» Y ahí acabó el asunto.
Hay que ponerse el liguero debajo de las bragas porque si te lo pones encima no te las puedes bajar para hacer pis, es de lo más lógico, así que lo primero que hago es ponerme el liguero, que tiene ganchitos y ojales que los abrochas por delante y luego les das la vuelta hasta que quedan detrás y entonces tienes las ligas colgando así que te pones las medias de lana antes que las bragas, o si no las ligas se te engancharían en las bragas. Por desgracia, me pongo la segunda media del revés y tengo que empezar de nuevo; cuando me pongo en equilibro sobre el pie izquierdo para meter el derecho en la caña de la media pierdo el equilibrio y tengo que sentarme en la cama pero entonces el pie se me queda trabado a medio camino porque la media está retorcida y a estas alturas ya estoy sudorosa y aturdida porque el reloj sigue haciendo tictac sobre la repisa y mi Demonio no me deja ni a sol ni a sombra y está venga a taconear con impaciencia y decir «Llegas tarde, apresúrate, llegas tarde», nunca puedo hacer lo correcto porque si lo hiciera, si fuera una chica buena de verdad en vez de fingir que lo soy, estaría viviendo con mi madre y mi padre como todo el mundo.
Al final las bragas me cubren la marca de nacimiento, pero no puedo olvidar que sigue ahí.
Después de las bragas viene la blusa blanca, hay que asegurarse de que los botones correctos están alineados con los ojales adecuados pero por mucho que me concentre suelo equivocarme y para cuando llego al último botón veo que hay un trozo de material que cuelga hacia un lado y tengo que desabrochar la prenda entera: la abuela me ha dicho que empiece por el botón de abajo pero se me olvida una y otra vez. Luego llega la falda escocesa con botones en la parte de atrás pero como no puedo abotonármelos sin mirar tengo que ponérmela del revés y luego darle la vuelta pero resulta difícil darle la vuelta porque me queda ceñida a la cintura y hace que se me ladee la blusa y me pone de los nervios. La abuela no hace más que decir que me va a comprar una falda nueva más grande pero nunca tiene ocasión porque está ocupada con sus clubes de jardinería y bridge y sus almuerzos de señoras y puesto que esas faldas las hacen especialmente para mi escuela sólo las venden en una tienda de la ciudad y está lejos de donde vivimos.
Después de la falda escocesa viene el blazer que es fácil (sólo tiene dos botones) pero hay que acordarse de sujetar las mangas de la blusa cuando se mete el brazo en las de la chaqueta, y se me olvida, así que la blusa se arremanga dentro de la chaqueta y tengo que quitármela y empezar de nuevo y aún no me he lavado los dientes ni me he peinado y son las nueve menos cuarto, tenemos que salir de casa dentro de cinco minutos y tengo que sacarle brillo a los zapatos pero no me voy a molestar (en mi sueño de anoche tenía todos los zapatos asquerosos, no me quedaba ni un solo par limpio, estaba avergonzada, no tenía calzado que ponerme); justo cuando cruzo el cuarto para coger los zapatos se me clava una astilla del suelo de madera noble en el talón, no debería haberme deslizado por el suelo, debería haber levantado los pies para luego posarlos con cuidado.
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