Cuando regresamos a casa papá prepara la cena con suma seriedad. Cocina un plato que me encanta, la sopa de pollo con yogur. Me pide que le ayude a pelar las zanahorias y cebollas, trocea el hígado y la molleja del pollo en pedazos diminutos y me enseña que para espesar la sopa con yema de huevo hay que añadir la yema muy poquito a poco mientras se revuelve con un batidor, en vez de echar la yema sin más ni más a la sopa caliente, porque eso dejaría grumos y estropearía su suave textura. Me pide que ponga la mesa también, cosa que hago con mucho cuidado porque me da la impresión de que es algo importante y solemne. Nos sentamos y brindamos por la recuperación de mamá y luego tomamos la sopa en silencio. Con esta sopa se trata primero de tomar el caldo y luego comerse la carne y la verdura.
– A mamá se le han roto unas vértebras en el accidente -me explica papá justo cuando le estoy hincando el diente al cuello del pollo.
Suele ser mi parte preferida de la sopa, pero de repente me parecen vértebras, así que vuelvo a dejarlo en el plato.
– No ha sido culpa suya. Venía colina arriba cerca del Monasterio Carmelita y algún gilipollas derrapó al tomar la curva, se metió en el carril izquierdo y la obligó a atravesar la barandilla. Tenemos suerte de que siga con vida, Ran, una suerte milagrosa. Es uno de esos momentos en que a uno le gustaría creer en Dios para poder darle las gracias a alguien.
– Pero ¿se pondrá mejor?
– Mm -dice, y echa pimienta a las zanahorias para ganar tiempo-. Mejor sí, pero no bien del todo.
Vuelvo a recordar el trasero floreado de la madre muerta y la cabeza de su pequeño encima del estómago del hermano mayor. Me cuesta seguir con la comida.
– De ahora en adelante tendrá que ir en silla de ruedas.
– ¿Te refieres a que será discapacitada?
Papá deja la cuchara para tener libre la mano derecha y palmearme suavemente la izquierda.
– Eso es, Ran. No podrá volver a andar. Por desgracia, esas dos vértebras son las que controlan sus piernas. Es un golpe muy duro, yo todavía me estoy tambaleando. Pero tenemos que ser fuertes, ¿de acuerdo? A tu madre siempre le ha ido más hablar que andar. Seguirá siendo capaz de hablar por los codos… y seguir adelante con su investigación… y viajar… Hoy en día hay excelentes…
No acaba la frase porque lágrimas saladas le resbalan por la cara y van a parar a su plato de sopa, pero al menos no se viene abajo y llora tal como hizo por Sabra y Shatila…
¿Por qué no dejo de pensar en lo de Sabra y Shatila?
Entonces lo entiendo. Me sobreviene con tanta fuerza que casi me caigo de la silla.
***
Nouzha. El mal de ojo de Nouzha. Nouzha me lanzó un golpe de ojo aquel día en la escalera -daraba bil-'ayn- y deseó que me sucediera alguna terrible desgracia. Ella es la culpable del accidente de mamá, estoy seguro. Su propia familia fue despedazada en Shatila y ha decidido vengarse de los judíos y yo era su amigo judío más próximo y estaba tan afectado que no podía recordar la fórmula para desviar el mal de ojo. «Ma sha Alá kan», ahora la recuerdo entera pero ya es tarde: lo que ocurra es la voluntad de Dios.
– ¿Ya has hecho tu cama, Sadie?
– Sí. -He hecho mi cama y por tanto merezco desayunar.
La abuela se inclina sobre mí y me roza la coronilla con los labios. Sigue con el camisón pero ya se ha maquillado la cara y no quiere emborronarse el carmín dándome un beso de verdad, que, de todos modos, no estoy segura de que sepa lo que es. Lleva el pelo cepillado y peinado a la moda, de un castaño oscuro hoy en día, aunque la verdad sobre su cabello es que lo tiene blanco por completo y se lo tiñe de castaño para que nadie sepa que es vieja. Un asunto interesante en el que pensar es el de cuál es la auténtica abuela: cuando se pone las gafas o cuando se las quita, cuando se tiñe el pelo o cuando deja que se le vean las canas, cuando está desnuda por completo en la bañera o cuando va vestida hasta el cuello. Me refiero a que el significado de «auténtico» es un asunto interesante, me parece.
Saca un huevo perfectamente escalfado de la escalfadora, me lo pone en un plato junto a una perfecta rebanada de pan tostado y me sirve un perfecto vaso de leche.
– Sadie, cuántas veces tengo que decirte que no bajes descalza. Ahí fuera estamos bajo cero.
– ¡Pero dentro estamos a más de veinte grados!
– No me contestes, señorita. Quiero que tengas el propósito de Año Nuevo de ponerte las zapatillas sin que haya que recordártelo, ¿de acuerdo? Ahora date prisa, voy a cubrir el huevo para que no se te enfríe. ¡Rápido, rápido!
Quiere hacerlo bien. Ella y el abuelo fracasaron con mi madre, creen que probablemente fueron poco estrictos y están decididos a no cometer los mismos errores esta vez, así que me toca disciplina. Detesto estas enormes zapatillas afelpadas, el presente navideño de mami, aunque como siempre «presente» significa «ausente»: tenía un concierto el día de Navidad. (Si ella no quería vivir con sus padres, ¿por qué tiene que dejarme a mí con ellos?) Me miro en el espejo del armario y dejo que asomen mis auténticos sentimientos, bizqueo y enseño los dientes en una monstruosa mueca de ira y locura (la abuela dice que no debería bizquear porque algún día se me quedarán los ojos así), luego, al bajar la escalera, me pongo la máscara de niña buena porque si soy simpática y obediente y lo hago todo bien mami me llevará a vivir con ella y dirá: «No era más que un juego, cariño, sólo estaba poniendo a prueba tu carácter. Ahora has pasado la prueba con excelente nota y por fin podemos vivir juntas.»
El huevo está templado y a la espera, con una película blanca sobre la yema tal como debe ser, la clara solidificada y la yema oro líquido que se derrama sobre el plato de porcelana cuando lo pincho con el tenedor para untar la tostada con mantequilla teniendo mucho, mucho cuidado de no salpicar la mesa de yema, la abuela me mira, mi Demonio también está mirando como siempre y el tenedor de plata me pesa en la mano, si me cortas la mano y la pesas en la balanza del baño, ¿sería más o menos pesada que el tenedor de plata? Muchas veces las hormigas llevan cargas más pesadas que ellas mismas. La abuela se pesa todas las mañanas (después de ir al baño y antes de desayunar: dice que es el momento del día que menos pesas porque hace horas que comiste por última vez), me lo enseña todo acerca de la buena salud y una dieta equilibrada y cómo cocinar de manera que cuando me haga mayor sea una excelente ama de casa como ella y a diferencia de mami, que vive en Yorkville en un pisito asqueroso rebosante de amigos y cucarachas y sólo limpia la casa cuando el desorden amenaza con abrumarla.
– Ahora sube y prepárate para ir al colé. ¡Rápido, rápido!
Mm, no se me habría ocurrido si no me lo habiese dicho. Digo «habiese» y «teniese» a propósito porque sé que está mal, pero sólo lo pienso y no lo digo en voz alta, en lo más hondo digo toda clase de cosas prohibidas, incluidas palabrotas como mierda y joder y maldita sea y caramba; los novios de mami suelen hablar así en mi presencia (cosa que me gusta), maldicen y critican al gobierno, fuman cigarrillos y llaman a mamá Krissy en vez de Kristina, y no parece importarles que tenga una bastardilla de seis años que se llama Sadie.
– ¿No tengo tiempo para otro pedazo de pan? -pregunto con mi voz más dulce y apaciguadora, impregnada de una entrañable esperanza.
– Bueno, supongo que sí -dice la abuela, y cruza la cocina hasta la brillante tostadora plateada que limpia y lustra todas las mañanas en cuanto acabamos de desayunar-, pero es más educado decir rebanada que pedazo de pan.
El abuelo sale de su despacho en la planta baja, provisto de una entrada independiente que da a la calle Markham con una placa que reza «Doctor Kriswaty, consulta psiquiátrica», de manera que sus pacientes puedan entrar y salir sin tener que pasar por la casa porque no quieren que los vean porque les da vergüenza porque están locos. Nunca había imaginado que pudiera haber tantos locos en la ciudad de Toronto pero los hay, todo un raudal de locos que entran y salen de la consulta del abuelo de la mañana a la noche (antes me asomaba a la ventana y estaba al acecho porque tenía curiosidad por ver qué aspecto tenían pero transcurrido un tiempo lo dejé porque tienen el mismo aspecto que todo el mundo), y no sólo de la suya, sino de las consultas de cientos, tal vez miles de psiquiatras más; me pregunto cómo se sabe el número exacto de psiquiatras que tienen que preparar para el número exacto de locos, pero supongo que lo saben, aunque igual hay algún que otro psiquiatra que no pueda encontrar pacientes y esté sentado el día entero de brazos cruzados esperando a que suene el teléfono, o algún loco que llama desesperado a todos los psiquiatras de la guía y recibe una y otra vez la misma respuesta -«No, lo siento, estoy al completo»-, pero no parece así, es como si el equilibrio entre los dos grupos de población fuera perfecto. Me pregunto: si hay una guerra o algo así y un montón de gente empieza a volverse loca, ¿se ponen automáticamente a preparar más psiquíatras en la universidad?
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