Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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Un sádico es alguien que disfruta haciendo daño a los demás, así que no tengo la menor idea de por qué mamá escogió ponerme un nombre que suena tan parecido. Sadie también contiene la palabra sad , triste en inglés, y aunque no lo hiciera a propósito, acabó con (o más bien sin, la mayor parte del tiempo) una niña triste.

Cada día tiene su sabor a tristeza particular, lo reconozco en cuanto despierto por la mañana, el lunes porque es el primer día de la semana y aún quedan cinco días enteros de colegio por delante, el martes por la clase de ballet, el miércoles por la gimnasia en la escuela, el jueves por las niñas exploradoras, el viernes por la clase de piano, el sábado porque tengo que cambiar la ropa de cama y el domingo por la misa.

En las niñas exploradoras hay que aprender a hacer un montón de nudos estúpidos que no tienen ningún fin porque de mayores ninguna tenemos planeado ser marineros. Hay que observar un buen puñado de objetos diferentes durante treinta segundos y luego darse media vuelta e intentar recordarlos sin mirar; yo me trabo al cuarto más o menos. Hay que llevar un uniforme marrón que es más feo aún que el de la escuela y hay que «estar preparada», aunque nunca te dicen para qué y el chiste de la exploradora que olvidó estar preparada y se quedó embarazada no tiene gracia. Se supone que tienes que ser la mejor en esto, aquello o lo de más allá y ganar lacitos y distintivos que coserte al pecho, pero yo no soy la mejor en nada y tengo el pecho vacío.

En ballet se supone que debes ser delgada y grácil pero a mí me asoma el estómago y las zapatillas en punta me aprietan los pies hasta que apenas puedo soportarlo y mucho menos bailar.

Todas estas actividades son por mi propio bien, su objetivo es convertirme en un ama de casa y ciudadana brillante, con mucho talento, bien coordinada y sobresaliente, pero no sirve de nada, siempre me sentiré gorda y estúpida, patosa y excluida, tímida y desequilibrada, inepta, para decirlo claramente. Nadie puede cambiar mi naturaleza más recóndita, que apenas es humana. Mis profesores y mis abuelos creen que no es más que un problema pasajero, así que siguen labrándome el cerebro y el cuerpo con la intención de esculpirme en algo que resulte presentable, y yo sigo adelante por inercia para hacerlos felices, sonrío, asiento y camino de puntillas, doy vueltas en tutú y pongo todo mi empeño en las diferentes clases de nudos, consigo engañarlos la mayor parte del tiempo pero a quien no puedo engañar es a mi Demonio, mi Demonio sabe que soy mala en lo más hondo y cuando la presión aumenta, lo único que puedo hacer es golpearme la cabeza contra la pared una y otra vez en la oscuridad.

«Sadie, es hora de practicar», dice la abuela todas las tardes a las cinco y cuarto. Exactamente en el mismo momento, el abuelo sale de su despacho tras su último loco y coge la correa del perro para sacarlo a hacer caca.

La abuela y el abuelo tienen un perro de pelaje corto a propósito para que no deje pelo por todas partes, en otras palabras, lo importante del perro que compraron era la largura del pelaje, no se preocuparon en ver qué carácter tenía. Se llama Regocijo , que según el diccionario significa «alborozo, júbilo o alegría, sobre todo cuando se caracteriza por la risa», que es justo lo contrario de la personalidad del perro: es diminuto, sinuoso y enérgico, y cuando intento acariciarlo se zafa de mí con un gañido como si fuera a estrangularlo o algo por el estilo.

– ¿Dónde está mi perro de caza? -dice el abuelo esta tarde, igual que todas las tardes, y cuando Regocijo se le acerca al trote entre ladriditos y meneos de rabo, con todo el trasero presa del entusiasmo, le dice-: Vamos, vamos, cálmate o voy a tener que ponerte el bozal.

Y todo resulta completamente estúpido y mientras tanto llega el momento de ensayar al piano.

El instrumento aguarda negro y silencioso en un rincón de la sala, no da la impresión de que quiera decirme nada, sólo parece un mueble mudo entre los demás muebles. Enciendo las lámparas, sólo dos porque no hay que malgastar electricidad, la del piano para leer la partitura y la de pie para no trabajar con un foco de luz porque es malo para la vista. El piano tiene pañitos de adorno encima para que la madera no se raye con las figuritas de vidrio tallado y las fotografías enmarcadas de mami cuando era pequeña y la abuela y el abuelo cuando se casaron y del abuelo cuando obtuvo el título universitario de psiquiatra, vestido con una larga toga negra con un gorro cuadrado y plano como si le hubiera caído un libro en la cabeza. Ahora el diploma está enmarcado y cuelga en la pared entre reproducciones de cuadros de ramos de flores. A veces en primavera la abuela corta unas cuantas flores de verdad del jardín y las pone en un jarrón encima de la mesita de centro, pero no se me permite acercarme porque podría volcar el jarrón y derramar el agua por la alfombra y entonces ¿qué ocurriría? (A la abuela siempre le preocupa que el jarrón se vuelque, pero le traen sin cuidado los vuelcos que sufra su nieta, disgustos que son frecuentes.) Les quita el polvo a todos esos objetos todos los días y cuando abro la tapa del piano también tengo que retirar el largo tapete bordado cuyo fin es proteger el teclado del polvo, así que no debo olvidar volver a colocarlo una vez he terminado de practicar, aunque no tengo ni idea de cómo podría colarse allí una sola mota de polvo cuando la tapa está cerrada.

Pliego el tapete con cuidado y lo dejo al lado de la foto de mami cuando tenía más o menos mi edad: la sonrisa de su rostro es genuina y no una máscara como la mía, lleva un vestido azul intenso y los ojos azules le espejean. La niña de la foto me escucha ensayar e intento estar a su altura, pero cuanto más toco más se decepciona y un rato después me noto tan alicaída que ya ni siquiera puedo mirarla. Empiezo por las escalas, que es como recitar el abecedario porque no significan nada, las toco una y otra y otra vez, intentando hacer oscilar el pulgar sin mover la muñeca y mantener los dedos curvados y el tono exactamente uniforme, y diez minutos después llega la hora de los arpegios, que son muy difíciles porque tengo las manos muy pequeñas y cuando por fin abro la partitura con mis piezas me desanimo porque las páginas están emborronadas con la tinta morada de la señorita Kelly. Ha anotado el fraseo y trazado círculos en torno a la digitación y subrayado «pp» de pianissimo porque la semana pasada toqué con demasiada fuerza, así que lo único que puedo ver son mis errores y mi mediocridad, las cosas donde meto la pata una semana tras otra.

Cuando la abuela me compró las partituras y empecé a pasar las páginas nuevas y limpias y vi la ilustración de la pieza titulada Edelweiss -una niña inclinada sobre esas flores en los Alpes-, tuve una sensación de pureza, realzada por la blancura de la nieve sobre las montañas y las florecitas en forma de estrella brotando de su nido de hojas verdes pese a la nieve, y la niña en la ilustración era justo como debería ser yo, encantadora con su falda acampanada y su blusa blanca, el cabello liso, los calcetines blancos hasta las rodillas y las botas elegantes. La letra de la canción también era preciosa:

Edelweiss, Edelweiss,

todas las mañanas sales a saludarme,

blanca y pequeña, brillante y limpia,

¡qué alegre pareces de recibirme!

Y luego, poco a poco, la pieza se fue echando a perder por causa de mi aprendizaje, de los errores cometidos, que llevaban a la señorita Kelly a garabatear comentarios en morado por toda la página, incluida la ilustración, de manera que cuando ahora intento interpretar la pieza se me despedaza entre las manos. Cada compás es un obstáculo que superar. Tengo tanto miedo de cometer un error que miro el compás como si los ojos se me fueran a saltar de la cabeza y cuando llega el momento de pasar al siguiente compás los ojos se me van de un salto a la derecha pero ya es tarde, he cometido un error y la abuela me grita desde la cocina:

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