Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Fuera, la tranquilidad de los pinos y el blanco fulgor de los proyectores conspiraban para exacerbar su sensación de haberse convertido en prisionero en su propia residencia; había cumplido con los requisitos de la tragedia clásica al crear las circunstancias de la caída en su propia trampa. Toda Grecia se había reducido a aquella modesta villa seudobizantina y su mobiliario burgués, por la sencilla razón de que él tenía en sus manos el destino y el honor de su querido país. Se miró las manos y contempló el hecho de que fueran pequeñas, como todo él. Por un instante deseó haberse retirado con una pensión de coronel al tranquilo anonimato de algún lugar apartado donde vivir y morir libre de culpa.

La muerte le preocupaba mucho últimamente, pues se daba cuenta de que el cuerpo empezaba a fallarle. No era nada concreto, no había una lista de síntomas reveladores, era sólo que se sentía lo bastante extenuado como para morir. Sabía que a los que están a las puertas de la muerte les sobreviene una especie de congoja pasiva e impersonal, una resignada serenidad, y era este desapego y esta serenidad lo que estaba naciendo en su interior al tiempo que las circunstancias le obligaban a hacer acopio de fuerza, determinación y nobleza como nunca antes había necesitado. A veces sentía ganas de pasar a otras manos las riendas del poder, pero sabía que el destino le había escogido como protagonista de la tragedia y que su única alternativa era empuñar la espada y desenvainarla. «Hay tantas cosas que debería haber hecho», pensaba, y de repente empezó a comprender que la vida podría haber sido otra cosa de haber sabido él treinta años atrás los resultados de los análisis médicos en aquel remoto punto del futuro que se había acercado lenta pero maliciosamente hasta convertirse en el ineludible, arduo e insoportable presente. «Si yo hubiese vivido en la conciencia de esta muerte, todo habría sido distinto.»

Rememoró las imposibles vicisitudes de su carrera y se preguntó si la historia sería caritativa con él. Había sido un largo trayecto desde la Academia Militar Prusiana en Berlín; se diría que fue en otra vida cuando aprendió a admirar el sentido teutónico del orden, la disciplina y la seriedad, exactamente las cualidades que había procurado inculcar en su tierra natal. Incluso había implantado en las escuelas la primera gramática de la lengua demótica obligatoria, basándose en la hipótesis de que aprender gramática estimula el carácter lógico y de ese modo lograría doblegar el cerril e irresponsable individualismo de los griegos.

Recordó el fiasco de la Gran Guerra, cuando Venizelos quiso unirse a los aliados y el rey permanecer neutral; cómo había sostenido él que si Grecia entraba en guerra en el bando aliado Bulgaria aprovecharía la ocasión para invadirles; con qué nobleza había dimitido de su puesto en el estado mayor, con qué nobleza había aceptado el exilio. Del intento de golpe en 1923 mejor olvidarse. Y ahora parecía como si Bulgaria pudiera efectivamente invadirlos, aprovechando las oportunidades concedidas esta vez por Italia en sus intentos de llenar el vacío dejado por los turcos.

Recordó su victoria sobre los trabajadores del tabaco en huelga; doce muertos en Salónica. A raíz de aquellos desórdenes había convencido al rey de que suspendiera la constitución al objeto de bloquear a los comunistas; había convencido al rey de que le nombrara primer ministro aun cuando él era el líder del partido derechista con menos votantes en todo el país. ¿Por qué lo había hecho? «Metaxas -se dijo a sí mismo-, la historia dirá que fue oportunismo, que por la vía democrática no hubieras ganado. Nadie dirá la verdad en tu favor, pero la verdad es que había una crisis y que nuestra democracia era demasiado afeminada como para hacerle frente. Es fácil decir lo que debería haber sido, más duro es reconocer la fuerza inexorable de la necesidad. Tú fuiste la personificación de la necesidad, eso es todo. Si no hubieras sido tú, habría sido otro cualquiera. Al menos no permitiste la injerencia alemana, aunque bien sabe Dios que casi dominaban nuestra economía. Al menos mantuviste los vínculos con Gran Bretaña, al menos intentaste combinar el esplendor de las civilizaciones antigua y medieval para crear una nueva fuerza. Nadie podrá decir que actuaste sin tomar en consideración a Grecia. Grecia ha sido tu única y verdadera esposa. La historia tal vez te recordará como el hombre que prohibió la lectura de la oración fúnebre de Pericles y que se ganó la antipatía del campesinado por poner límites al número de cabras que asolan nuestros bosques. Oh Dios, quién sabe si no has sido más que un hombrecillo ridículo.

»Pero tú has hecho todo cuanto estaba en tu mano para prepararte para esta guerra que aún tratas de evitar. Has construido ferrocarriles y fortificaciones, has convocado a los reservistas, has preparado al pueblo mediante discursos, has acosado a la diplomacia hasta ponerte en evidencia. La historia dirá que fuiste el hombre que hizo todo lo posible por salvar a su país. Todo acaba con la muerte.»

Pero no había duda de que le había obsesionado más de la cuenta la idea de que había sido elegido para cumplir una misión mesiánica. Había llegado a pensar que él era el único hombre capaz de coger a la nación griega del pescuezo y arrastrarla, a puntapiés y recriminaciones, hacia su legítima meta histórica. Se había sentido como el médico que inflige un dolor necesario al paciente sabiendo que, pasados los insultos y las protestas de éste, llegará el momento en que se verá coronado con las flores de la gratitud. Siempre había hecho lo que consideraba correcto, pero puede que al final fuera la vanidad lo que le impulsaba, algo tan simple e ignominioso como la megalomanía.

Su espíritu era ya pasto de las llamas y él sabía que su humor estaba siendo puesto a prueba en los hornos del destino. ¿Sería él el salvador de Grecia?, ¿o el que pudo salvar a Grecia pero falló?, ¿el hombre que no pudiendo haber salvado a Grecia batalló con todos los medios para salvar el honor de su patria? Exacto; se trataba sobre todo de una cuestión de honor personal y nacional, pues lo importante era que Grecia saliera de esa prueba sin la menor imputación de ruindad. Cuando mueren los soldados, cuando un país está devastado, es el honor lo que sobrevive y perdura. Es el honor lo que insufla vida en el cadáver cuando vienen tiempos mejores.

¿Acaso no era una forma de ironía que el destino se mofara así de él? ¿No había escogido él mismo su papel como «primer campesino», «primer obrero» y «padre de la nación»? ¿No se había rodeado de los pomposos arreos de un fascista moderno? ¿Un «régimen del Cuatro de Agosto de 1936»? ¿Una Tercera Civilización helénica con resonancias del Tercer Reich hitleriano? ¿Una Organización Nacional de juventudes que montaba desfiles y hacía ondear banderas como las juventudes Hitlerianas? ¿No despreciaba a liberales, comunistas y parlamentaristas igual que hacían Franco, Salazar, Hitler y Mussolini? ¿No había sembrado la discordia entre la izquierda según los libros de texto? ¿Qué otra cosa habría sido más fácil, dado el ridículo sectarismo de la izquierda y su afán de traicionarse unos a otros con cualquier excusa de entre una plétora de impurezas ideológicas? ¿No denunciaba él la plutocracia? ¿Acaso no sabía la policía secreta el aroma exacto y la exacta composición química de todo pedo subversivo soltado en Grecia?

Entonces ¿por qué lo habían abandonado sus hermanos internacionales? ¿Por qué le enviaba Ribbentrop anodinas garantías que no se creía nadie? ¿Por qué Mussolini inventaba incidentes fronterizos y deslices diplomáticos? ¿Qué había salido mal? ¿Cómo había ocurrido que tras elevarse a semejantes alturas acogiéndose al tenor de los tiempos se hubiera visto enfrentado a la peor crisis en la historia moderna de la patria, una crisis fraguada por las mismas personas que él había tomado como ejemplo y mentor? ¿No era paradójico que ahora tuviera que confiar en los británicos, los parlamentaristas, liberales, democráticos y plutócratas británicos?

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