Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– Queremos ver el cañón -clamó una vieja, y su petición fue coreada por otras dos-. ¡El cañón, el cañón!

Velisarios estaba orgullosísimo de su cañón. Era una culebrina turca tan pesada que sólo él podía levantarla. La pieza era de bronce macizo, con un cañón de acero de Damasco ceñido por zunchos de hierro con remaches, y tenía grabada la fecha 1739 y unos caracteres arremolinados que nadie acertaba a descifrar. Era un cañón de lo más misterioso que generaba abundante verdín por más que a menudo le sacaran brillo. Parte del secreto de la titánica fuerza de Velisarios consistía en haber llevado la culebrina a cuestas durante años.

Miró a Pelagia, quien seguía esperando una respuesta a su demanda de que se disculpara ante el clérigo.

– Iré más tarde, guapa -le dijo, y levantó los brazos para anunciar-: Buena gente de este pueblo, si queréis ver el cañón sólo tenéis que traerme los clavos oxidados, pestillos rotos, fragmentos de maceta y piedras que haya en vuestras calles. Id a buscar todo eso mientras yo cargo el cañón de pólvora. Ah, y que alguien me traiga un trapo, pero que sea grande y bonito.

Los más chicos removieron el polvo de las calles en busca de piedras, los viejos registraron sus cobertizos, las mujeres corrieron por esa camisa de sus maridos que hacía tiempo querían desechar, y al poco rato todo el mundo volvió a congregarse para la gran explosión. Velisarios vertió una generosa cantidad de pólvora en la recámara, la apisonó con mucha ceremonia pues era consciente de la necesidad de prolongar el dramatismo, introdujo uno de los trapos y luego permitió que los más pequeños vertieran por la boca del cañón la munición que se había logrado reunir. Acto seguido añadió otro harapo y preguntó a la gente:

– ¿A qué queréis que dispare?

– Al primer ministro Metaxas -exclamó Kokolios, que no se avergonzaba de sus convicciones comunistas y dedicaba buenos ratos en la kapheneia a criticar al dictador y al rey.

Algunos rieron, otros fruncieron el ceño, y hubo quien pensó «Ya está otra vez Kokolios».

– Dispara a Pelagia, antes de que le arranque las pelotas a alguien -propuso Nicos, un joven cuyos avances había eludido ella con éxito mediante ácidas observaciones sobre su inteligencia y su honestidad.

– A ti es a quien voy a disparar -dijo Velisarios-. Deberías medir tus palabras cuando hay gente respetable delante.

– Mi burra es vieja y tiene el esparaván. No me gusta separarme de una vieja amiga, pero la verdad es que ya no me sirve para nada. No hace más que comer y no soporta la carga que le pongo. Sería un buen blanco y yo me libraría de ella; además, valdrá la pena verla despanzurrada. -Era Stamatis.

– ¡Que tus hijos sean hembras y tus ovejas machos por haber pensado una cosa tan terrible! -exclamó Velisarios-. ¿Me has tomado por turco? No señor, dispararé hacia el fondo de la calle, ya que no hay un blanco mejor. Y ahora, fuera todos. Apartaos, y que los niños se tapen los oídos con las manos.

El coloso encendió con teatral aplomo la mecha del cañón, que estaba apuntalado contra el muro, lo cogió en vilo como si no pesara más que una carabina y aseguró un pie en el suelo, apoyando la culebrina contra la cadera. Se hizo el silencio. Los niños se protegieron los oídos, hicieron muecas, cerraron un ojo y saltaron de un pie al otro. Se produjo un momento de aguda expectación mientras la llama de la mecha llegaba al fogón y chisporroteaba hasta apagarse. Tal vez la pólvora no había prendido. Pero entonces se produjo un enorme estruendo, un chorro de llamas naranjas y lilas, una formidable nube de humo acre, una explosión de polvo al desgarrar los proyectiles la superficie de la calle, y un largo gemido de dolor.

Siguió un momento de confusión y duda. Los presentes se miraron para ver a quién le había dado el rebote. Un lamento renovado, y Velisarios dejó caer el cañón y echó a correr. Acababa de ver moverse una silueta entre el polvo.

Más tarde Mandras agradecería a Velisarios el haberle disparado con una culebrina turca cuando doblaba la esquina al entrar en el pueblo. Pero de momento le había sentado mal ser llevado en brazos por un gigante en lugar de que le dejasen andar dignamente hasta la casa del doctor, y no le había gustado nada que le extrajeran del hombro sin anestesia un clavo torcido de la herradura de una burra. Tampoco le había gustado que el gigante lo sujetase mientras el médico operaba, pues él habría sido capaz de soportar el dolor por sí mismo. Y no le había resultado oportuno ni rentable tener que dejar de pescar durante quince días mientras le sanaba la herida.

Lo que agradeció a Megalo Velisarios fue que en casa del médico vio por primera vez a Pelagia, la hija del doctor. En algún momento que no podía precisar había sido consciente de que alguien le vendaba, de que los largos cabellos de una joven le cosquilleaban la cara y de que su pelo olía a romero. Había abierto los ojos y se había encontrado con un par de ojos ardientes de preocupación. «En aquel momento -gustaba de decir- comprendí cuál era mi destino.» Esto sólo lo decía cuando estaba un poco jumado, pero aun así lo decía en serio.

En lo alto del monte Aínos, en el techo del mundo, Alekos oyó el estampido de un arma de fuego y se preguntó si había empezado una nueva guerra.

4. L'OMOSESSUALE (1)

Yo, Carlo Piero Guercio, escribo estas palabras con la intención de que alguien las encuentre después de mi muerte, cuando ni el desdén ni el desprestigio puedan seguirme los pasos ni empañar mi honra. Circunstancias de la vida hacen imposible que este testamento pueda ver la luz antes de que yo haya respirado por última vez, y hasta entonces estoy condenado a llevar la máscara que mi infortunio ha decretado.

Me he visto reducido a un eterno e infinito silencio, pero ni siquiera se lo he dicho al capellán en confesión. Sé de antemano lo que responderá: que es una perversión, algo abominable a los ojos de Dios, que debería casarme y llevar una vida de hombre normal, que aún tengo una oportunidad.

No he hablado con ningún médico. Sé de antemano que me llamarán invertido, que de alguna manera estoy enamorado de mí mismo, que estoy enfermo y tengo cura, que la responsable es mi madre, que soy un afeminado aun cuando sea fuerte como un toro y capaz de levantar mi propio peso con los brazos en alto, que debería casarme y llevar una vida de hombre normal, que aún tengo una oportunidad.

¿Qué podría yo replicar a esos curas y esos médicos? Al cura le diría que Dios me hizo así, que no tuve opción, que Él debió de tener algún propósito, que Él conoce la razón última de todas las cosas y que por tanto debe estar bien que yo sea como soy, aunque yo no sepa en qué consiste ese estar bien. Puedo decirle al cura que si Dios es la medida de todas las cosas, entonces la culpa es de Dios y a mí no se me debe condenar.

Y el cura me dirá: «Esto no es asunto de Dios sino del diablo», y yo le contestaría: «¿Acaso no creó Dios al diablo? ¿No es Él omnisciente? ¿Cómo se me puede culpar de algo que Él sabía iba a ocurrir desde el principio de los tiempos?» Y el cura me hablará de la destrucción de Sodoma y Gomorra y dirá que los misterios de Dios no son comprensibles para los hombres; que nuestra obligación es ser fecundos y multiplicarnos.

Yo le diría al médico: «He sido así desde siempre, es la naturaleza la que me ha moldeado, ¿cómo quiere que cambie? ¿Cómo voy a decidir que deseo a las mujeres como si de pronto decidiera que me encanta comer anchoas, que siempre me han repugnado? He ido a la Casa Rosetta y me dio asco, y luego tuve ganas de vomitar. Me sentía vulgar y traidor. Tuve que hacerlo para parecer normal.» Y el médico replicaría: «No veo dónde está lo natural; la naturaleza obra en beneficio propio al hacernos reproducir. Lo de usted va contra la naturaleza. La naturaleza quiere que seamos fecundos y nos multipliquemos.»

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