Pensaba que mis nuevos amigos eran seres extraordinarios y que dadas mis circunstancias debía considerarme afortunada por el solo hecho de haber sido admitida en su universo particular. Nunca antes había tenido ocasión de tratar a personajes como aquéllos, asaetados de continuo por problemas reales: falta de dinero, falta de perspectivas materiales, falta de comprensión, falta de afecto. Mientras, yo vivía en un colegio mayor y recibía un par de llamadas semanales de mis padres, que me habían dado una tarjeta de crédito por si tenía alguna emergencia en lo tocante a mis gastos. Mucho tiempo después me daría cuenta de que, más allá de su constante ejercicio de malditismo, no había nada en aquellos chicos que me pudiera interesar y, lo que es peor, no había nada en mí que les interesara a ellos. Pero, al principio, ni se me ocurrió pensar en esa posibilidad.
Un día discutimos. Nuria, la chica fugada de su casa, dijo que debería avergonzarme de aceptar dinero de mis padres y que nunca llegaría a nada si seguía negándome a romper mis ataduras con la familia. Jorge, a pesar de estar fumado, le dio la razón. En cuanto a Salva, no dijo nada, pero al salir los dos solos de la cafetería de la facultad me comentó que en realidad Nuria era «una pobre envidiosa muerta de hambre», y Jorge, un descerebrado que no tardaría mucho en tocar fondo por culpa de las drogas. No debía hacerles caso: eran dos personas mediocres y bastante limitadas, que no tenían demasiado que ofrecer.
– No se parecen a nosotros, ¿entiendes? Son dos desgraciados. Nuria nunca conoció a su padre, y Jorge se mete de todo porque sus dos hermanos mayores son yonquis y lleva media vida viéndoles comprar papelinas.
Aquellos comentarios susurrados a espaldas de quienes eran nuestros amigos debieron haber sido suficiente para ponerme en guardia contra Salva y comprender que era uno de esos seres venenosos y cobardes de los que uno debe huir como de la peste. Pero no lo hice. Al contrario, decepcionada por la actitud de los otros dos, busqué su protección y su cariño para descubrir, demasiado tarde, que Salva era una especie de sanguijuela que, una vez se había adherido a la piel, no se despegaba hasta haber succionado hasta la última gota de sangre.
Para él yo era una víctima perfecta: joven, insegura, tonta como una mata de habas y fascinada por su personalidad transgresora, que le empujaba a hablar a gritos en el autobús para dejar bien clara su faceta de reinona o a vestirse de chaqueta y corbata para asistir a una clase en la universidad y epatar así al resto de los alumnos, que llevaban -llevábamos- vaqueros raídos y camisas con manchas de pintura al óleo hechas deliberadamente para acentuar nuestro aspecto de artistas bohemios. Salva y yo nos convertimos en inseparables, y él acabó tejiendo en torno a mí una invisible tela de araña hecha de un material capaz de separarme de todo el mundo, incluso de Jorge y de Nuria, a quien dedicaba a veces duros calificativos que yo encontraba llenos de ingenio. Además, la agudización de su conflicto familiar -su padre le había expulsado de casa y retirado definitivamente la generosa asignación mensual que hasta entonces le estaba enviando- le convirtió ante mis ojos en un ser necesitado de calor y de afecto. Para poder pagar el alquiler de su estudio, una buhardilla en Malasaña que había decorado con muy buen gusto, había empezado a trabajar de camarero en un bar de la zona, y por las noches pinchaba discos en un pub. Cuando acabó el trimestre, Salva iba más bien poco por la facultad, pero había adquirido un cierto estatus dentro del mundo de la noche madrileña. Le dejaban entrar sin pagar en casi todos los locales de moda, y tenía copas gratis en una docena de garitos, aunque lo cierto es que sus trabajos apenas le permitían hacer vida social. Yo solía acompañarle al pub en el que trabajaba de disc-jockey y me quedaba toda la noche allí, junto a la cabina, dándole conversación y yendo a la barra a buscarle copas. Bebía bastante, pero el alcohol no parecía afectarle. Luego, a las cinco de la mañana, le acompañaba en su peregrinar por otros locales donde los porteros nos franqueaban la puerta, y permanecía a su lado hasta que Salva encontraba a alguien con quien acabar la velada. Cuando eso ocurría, yo me marchaba sola al colegio mayor, aturdida por el ruido de la música y las luces estroboscópicas de las discotecas, acompañada de una rara sensación de derrota que nunca quise diseccionar.
Cuando regresamos de nuestras vacaciones navideñas -que Salva, para mi consternación, había pasado en su buhardilla, lejos de cualquier entrañable ambiente familiar- dijo que necesitaba hablar conmigo. Había contraído algunas deudas, me explicó. Su padre seguía sin pasarle dinero, y su sueldo como camarero y pinchadiscos apenas le daba para cubrir sus gastos que, sólo ahora -al darse cuenta de que su padre no estaba jugando de farol al retirarle la paga-, había empezado a reducir. Yo, que acababa de recibir de mi familia algunos regalos en forma de dinero, puse a su disposición la pequeña fortuna reunida -unas cincuenta mil pesetas- y que, de acuerdo con mi concepción burguesa de la vida, había previsto ahorrar para poder hacer algún viaje en la época estival. Salva agradeció mi gesto exageradamente, me abrazó y me dijo varias veces que era la mejor amiga que había tenido nunca, y también que me devolvería el dinero «con intereses» en cuanto se aclarase su situación material.
Pasaron los meses. Jorge y Nuria se fueron a vivir juntos, y nos propusieron a Salva y a mí que nos trasladásemos con ellos a un enorme piso lleno de corrientes de aire que habían encontrado por medio de un anuncio. Pero Salva dijo que quería seguir viviendo solo, y en cuanto a mí, mis padres no hubiesen autorizado mi traslado a un piso compartido. Sus instrucciones cuando llegué a Madrid habían sido muy claras: los dos primeros años, en una residencia universitaria. Luego, ya veremos. Nuestra negativa encolerizó a Jorge y a Nuria, que al no contar con nuestro concurso tuvieron que renunciar a aquel piso destartalado e inhóspito para irse a vivir a un apartamento, igualmente desolado pero más pequeño, y por ende más barato. Salva ignoró su reacción, que calificó de «extemporánea» -yo ni siquiera sabía qué significaba aquella palabra-, y luego me dijo que, el curso siguiente, él y yo podríamos alquilar juntos un piso agradable cerca de la universidad: «Ni muerto viviría con esos dos, y menos en una casa que se pareciese a ellos.» Yo le reí la gracia. Estaba subyugada por Salva, por su personalidad arrolladora, por su forma de vivir al margen de las conveniencias sociales, incluso por su promiscuidad. Estábamos a finales de los ochenta, y sabíamos e ignorábamos tantas cosas sobre el sida, que lo normal era adoptar una actitud cuando menos prudente con respecto a las relaciones sexuales. Él no lo hacía. Cambiaba de pareja, se enamoraba todos los días de los tíos más variopintos y alardeaba de su faceta conquistadora, cuyo trabajo en el mundo de la noche había contribuido a consolidar. A mí sólo me preocupaba que usase preservativos, y a veces los compraba por mi cuenta y se los dejaba, bien visibles, sobre la mesa de noche de su habitación.
Un día, Salva llegó exultante a una clase de dibujo. Me dijo que había tenido un golpe de suerte: su abuela, una viuda rica que le adoraba -y que debió de quedarse de una pieza al saber que su nieto mayor era homosexual- había decidido unilateralmente romper el bloqueo económico al que estaban sometiéndole sus padres. La buena señora iba a mandarle cien mil pesetas al mes, una cantidad que hace casi veinte años era más que respetable y con la que cualquiera hubiese podido vivir con cierta holgura. Cualquiera excepto Salva, que acostumbrado como había estado a nadar en la abundancia, y amargado tras sobrevivir malamente durante aquellos meses de escasez, tardaba un abrir y cerrar de ojos en gastar cada céntimo que su abuela le enviaba. No puedo reproducir la lista de cosas prescindibles que Salva compró aquel trimestre, pero recuerdo con especial alarma una camisa de seda transparente -que jamás se puso porque, según él, «le hacía parecer más gordo»-, un guardapolvos firmado por un diseñador emergente -que no llegó a estrenar porque se lo regaló a uno de sus amiguitos- y una tetera de plata que adquirió porque, dijo, le recordaba a una que había visto expuesta en una muestra sobre la secesión vienesa abierta en el Reina Sofía. Hubo más cosas, por supuesto, pero no recuerdo cuáles. Sólo que todas eran caras e inútiles. Mientras tanto, yo me apañaba como podía con la magra asignación que me enviaban mis padres, y me preguntaba -sin hacerle partícipe de mis componendas- cuándo se avendría Salva a devolverme las cincuenta mil pesetas que le había prestado cuatro meses atrás.
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