Aquella noche, en contra de lo que yo esperaba -y de lo que Elena hubiese deseado-, Sergio no me habló de sus problemas familiares, ni del quebranto doméstico que le había supuesto el repentino abandono de su esposa. No mencionó a los dos hijos de ella, ni a la pequeña Giovaninna, ni lamentó su suerte delante de mí, ni me hizo partícipe de sus preocupaciones de aquellos días. Para mi sorpresa, se pasó toda la cena haciéndome preguntas acerca de mi madre, sobre su carácter, sobre sus reacciones ante determinados acontecimientos. Quiso saber cómo se vestía, qué música le gustaba, incluso cuáles eran sus platos favoritos. Él, que no se llevaba demasiado bien con su madre, parecía sentir una particular curiosidad acerca de la relación que yo mantenía con la mía.
– La verdad, no entiendo cómo podíais congeniar tanto. Mi madre y yo sólo hablamos media docena de veces al año, y casi siempre me cuesta encontrar algo que contarle.
– Bueno… con mi madre fue sencillo. Era inteligente, y conciliadora… y esencialmente buena. Le gustaba la gente. En realidad, le gustaba casi todo. No resulta sencillo pelearse con alguien así. Y además era muy simpática y tenía una risa preciosa. Se reía con toda la cara. Con la boca. Con los ojos. Incluso con la nariz. No sé, a lo mejor entre mujeres las cosas son más fáciles…
– De eso nada. Mi madre y Elena no pueden estar juntas más de cinco minutos sin empezar a pelearse. Me das mucha envidia. Para mí, mi madre es una extraña.
– Pero está viva -dije, y Sergio sonrió con mi perogrullada. Luego pareció concentrarse en su risotto , bebió un poco de vino (un tinto toscano bastante bueno) y me miró con una seriedad alarmante.
– Cecilia… a ver cómo te lo explico… Tuve una madre histérica, incapaz de entenderme y a la que disgustaba cada cosa que hacía. Siempre me cuestionó, nunca consideró que tuviese algún motivo para estar orgullosa de mí. No importaba lo que yo hiciese, porque ella siempre quería algo más, o algo distinto. Hubo un tiempo en que pensaba que era culpa mía, que no era capaz de hacer las cosas a su gusto. Luego entendí que lo que ocurría entre mi madre y yo no tiene nada que ver conmigo. Carmina es una mujer egoísta incapaz de preocuparse por nadie que no sea ella misma. Tuvo hijos porque tocaba, porque todas las mujeres de su generación los tenían, y ella no iba a ser menos. Una vez que cubrió la papeleta de parir a la parejita, descubrió que Elena y yo le estorbábamos. No tenía paciencia con nosotros. Cualquier cosa que hiciésemos la sacaba de sus casillas. Siendo un crío, me llevé más cachetes yo solo que todos mis amigos juntos. Cuando me ponía pesado, cuando empezaba a ponerla nerviosa, me daba un coscorrón, y punto. ¿Por qué te crees que empezó a mandarnos a internados a los catorce años? Pues para tenernos delante la menor cantidad de tiempo posible. Fue muy duro darnos cuenta de que nuestra madre pasaba de nosotros como de comer sobras. Luego, ya sabes, te acostumbras y se acabó. Por eso ahora puedo tirarme semanas sin hablar con ella, y hace casi dos años que no la veo. No digo que no la quiera. Es mi madre, y punto. Pero no hay nada más. Ojalá hubiese podido tener, no digo ya durante treinta y cinco años, sino sólo por unos cuantos, una madre como la que tú tuviste.
Tuve la impresión de que Sergio había empezado a hablar para sí mismo.
– A veces pienso cómo me sentiré cuando muera mi madre. Y ¿sabes qué? Me entra miedo. Miedo a no ser capaz de notar nada distinto dentro de mí. A quedarme tan tranquilo.
No supe qué decir. Llevaba toda la vida escuchando a Elena quejarse de su madre, pero pensaba que simplemente se llevaban mal, que sus enfados de aluvión eran sólo producto de desencuentros puntuales, y no de un rencor justamente acumulado durante los años de la niñez. Aquella noche, en la trattoria para turistas a la que Sergio me había llevado, acababa de enterarme de que él y su hermana, mi adorada Elena, eran en realidad mucho más huérfanos que yo.
Era casi media noche cuando salimos a la calle. A pesar de que hacía frío, Sergio y yo caminamos hacia el hotel. La puerta del Albergo de la Pace estaba iluminada por un foco que derramaba una cálida luz amarilla, tamizada por la hiedra que crecía en la pared. Tuve que llamar para que me abrieran.
– Bueno, Sergio, pues muchas gracias por la cena… me alegro de haberte visto.
– ¿Qué vas a hacer mañana?
– Hay un par exposiciones que quiero ver. Quizá me acerque a Villa Borghese.
– Pues te llamo para comer.
Había llegado el momento de relevar al pobre Sergio de sus funciones de buen samaritano.
– Escucha… no te preocupes por mí. Ya sé que Elena te ha coaccionado para que me atiendas bien y todo ese rollo. Pero puedo apañármelas sola perfectamente.
– ¿Estás loca? Olvídate de mi hermana. No me preocupo por ti. En realidad hace tiempo que he decidido no preocuparme por nadie, pero ésa es otra historia. Mi mujer se ha marchado, lo cual quiere decir que ahora soy una especie de padre soltero de tres críos, dos de los cuales ni siquiera son mis hijos. De la noche a la mañana, mi vida se ha convertido en un desastre. Es por mí por quien me preocupo. Me paso el día dándole vueltas a la cabeza. Quiero poder hablar con alguien que esté al margen de toda esta puta historia. Con alguien que no me diga que, en el fondo, la culpa de que Giovanna se haya marchado la tengo yo. Te llamo a mediodía, ¿de acuerdo?
Al día siguiente me levanté muy pronto, como me ocurre siempre que estoy en una cama distinta a la mía. Estaba amaneciendo. Eran las siete y media cuando salí del hotel para disfrutar del cálido espectáculo del despertar de la ciudad. Es un momento hermoso, un fenómeno que se repite todos los días aunque dura demasiado poco. Las calles vuelven a la vida, las tiendas se abren en un alegre estruendo de verjas y cerrojos, se preparan terrazas para los desayunos, se barren las aceras. El silencio de las primeras horas del día multiplica los ruidos. El tráfico es aún medianamente controlable: el atasco empezará en media hora, pero de momento los coches ruedan sin prisa y sin ansia, en la seguridad del que sabe que va a llegar a tiempo. Los puestos ambulantes de comida están cerrados, los quioscos de prensa acaban de abrirse. La luz del sol romano es todavía pálida, y no ha adquirido el tono dorado de las horas centrales del día. No hay turistas en las calles, y eso es casi un milagro en una ciudad como Roma. Por eso es tan importante conquistar esas primeras horas de la jornada: porque pertenecen enteramente a aquellos que viven en la ciudad y de la ciudad.
Cuando paso unos días en un sitio que me gusta se apodera de mí una suerte de nostalgia anticipada: empiezo a pensar que quisiera formar parte de este universo compacto, y me molesta la sensación de saberme allí de prestado, de ser una integrante de la masa antipática de turistas que pervierten las ciudades y les hacen perder su espíritu original para acabar convirtiéndolas en una especie de parque temático. Pienso que me gustaría vivir en ese lugar, que quisiera quedarme allí, tener un piso céntrico, comprar una vez a la semana en el mercado, frecuentar un restaurante en concreto donde al entrar los camareros me llamasen por mi nombre. Querría tener un café favorito, un bar de referencia, un puesto de flores donde supiesen que me gustan las gerveras, que el dueño de un quiosco me dejase llevarme la prensa el día que hubiera olvidado la cartera en casa, desearía conocer los callejones que vienen sin nombre en los mapas de la ciudad, de una ciudad que comparo con Madrid y que encuentro más amable, más hermosa, más hospitalaria. Más apta, en una palabra, para hacerme feliz que el lugar en el que vivo, donde apenas quedan vestigios de un pasado mejor, donde se han arrasado palacios y jardines en nombre de la fealdad y el progreso.
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