Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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En otoño, el aire de Roma huele bien, a una mezcla de castañas asadas y piedra húmeda. Eso fue lo primero que pensé al salir de la estación Términi. Igual que en mi primer viaje a Roma -ya se sabe, presupuesto limitado, bocadillos, etc.-, había elegido el tren para llegar a la ciudad desde el aeropuerto de Fiumiccino, prescindiendo de los delirantes taxis romanos, con sus conductores irresponsables corroídos por la impaciencia y las malas maneras. Así que, al bajar del avión, mis afortunados acompañantes en la zona de privilegio de la primera clase se sorprendieron al verme enfilar la salida que me unía al colectivo menos agraciado que tenía que llegar a la ciudad haciendo uso del transporte público. Me hubiese gustado explicarles que entrar en Roma por la estación Términi es como llegar a Venecia en el vaporetto de San Marcos: un placer adicional a los que nos aguardan en la ciudad.

Como me había advertido Elena, mi hotel en Roma era cualquier cosa menos un motivo de queja: el Albergo della Pace estaba situado en un callejuela cercana a la plaza barroca de San Ignacio, y contaba con un diminuto patio romano que daba a las habitaciones interiores la tranquilidad de una abadía. La ventana de mi cuarto parecía haber sido abierta en mitad de la hiedra rojiza que trepaba por las paredes, y a las horas en punto escuchaba, como llegado de muy lejos y tamizado por la piedra, el sonido de las campanas de una iglesia.

No vi a Sergio hasta la noche. Dediqué mis primeras horas en Roma a caminar por la ciudad que tan bien conocía, buscando adrede algunos rincones para mí cargados de sentido: un pequeño café donde Miguel me había besado, la diminuta tienda de ultramarinos en la que había comprado pasta de colores y tomates secos, una gelatteria que despachaba helados de color azul con sabor a chicle… Aquella tarde, mientras caminaba, me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que estaba sola en Roma, y deseé poder prolongar la rara sensación de libertad que proporciona el encontrarnos en un país extranjero donde la mayor parte de las cosas nos son ajenas, empezando por el idioma, que es la particular música de fondo de cada ciudad. Estaba sola, sola y conmigo , disfrutando del limpio otoño romano, buscando entre mis recuerdos aquellos que ocupaban un lugar de honor en el territorio de la memoria.

Sergio me llamó al móvil cuando caminaba de regreso al hotel. Confieso que, por unos segundos, pensé en la posibilidad de no responder y prolongar así un poco más el placer de la soledad. Pero me pudo mi sentido del deber: Elena me había enviado a Roma en primera clase para hacer compañía a su hermano, no para que me solazara en mi independencia.

– ¿Cecilia?

Qué raro se me hizo escuchar aquella voz que fue familiar durante un corto espacio de tiempo, y qué raro también apreciar en ella nuevos matices aportados por el paso de unos cuantos años y muchas cosas vividas.

– Sí…

– Soy Sergio. ¿Hace mucho que has llegado? Escucha, ahora estoy en una reunión, pero si te parece puedo recogerte en el hotel a las nueve para ir a cenar.

– Muy bien.

– Hasta entonces.

Aquella conversación apremiante me hizo sentir un poco molesta. Tuve la sensación de que -como yo había previsto- mi llegada a Roma no constituía un aliciente para Sergio, sino más bien un completo incordio. Él tendría su vida, sus amigos, su rutina, sus rituales diarios, y ahora quien fuera mi amante estaría convencido de que había llegado a Roma para desbaratar sus planes. ¿Por qué pensé que, en efecto, podía precisar distracción o apoyo y, más aún, que era yo la persona adecuada para proporcionárselos? La culpa, desde luego, era de Elena, que estaba empeñada en que su hermano necesitaba de un ángel de la guarda o una señorita de compañía… pero, al fin y al cabo, yo me había dejado arrastrar por el empecinamiento de mi amiga, así que tampoco era del todo inocente.

No debería haber venido, pensé, y se me encogió el corazón. Pero en ese momento me di cuenta de que en el cielo de Roma el atardecer había dejado un singular color violeta rasgado por nubes blanquísimas en forma de jirones que ocultaban sólo a medias los últimos rayos de sol de un precioso atardecer invernal. Estaba parada frente a una pizzería callejera de la que se escapaba un olor familiar a mozzarella derretida y salsa de tomate, y podía escuchar el rumor de una modesta fuente de piedra: la boca de un fauno derramaba un chorro de agua sobre una concha cubierta de limo. ¿Qué más quieres?, me dije. Definitivamente, había hecho bien en emprender aquel viaje. Mi error -o el error de Elena- había sido involucrar a Sergio en una mínima parte de la aventura.

Decidí que aquella noche vería a Sergio por primera y única vez durante mi estancia en Roma. Sería bueno para mí, pues en los días siguientes podría disfrutar por completo de la libertad conquistada, y aún mejor para él, que quedaría libre de la obligación de ejercer de hermanita de la caridad.

Volví al hotel, puse bastante esmero en arreglarme -por si acaso Sergio se estaba temiendo que iba a recoger a una solterona desmañada con gafas de culo de vaso y granos en las aletas de la nariz- y luego me tomé un Bellini en el pequeño bar que había junto a la recepción. No sé por qué pedí un Bellini, pero me pareció más apropiado al escenario que un mojito o un whisky sour. Sonreí al pensar que, al menos desde lejos, debía emitir una pasable imagen de sofisticación, con mi abrigo nuevo, los zapatos italianos y sorbiendo, displicente, el cóctel que me acababan de servir. Debería encender un cigarrillo, me dije, si no fuera porque llevo cinco años sin fumar y bastante me costó dejar el vicio como para caer en él sólo para completar una estampa de cine negro: la rubia que bebe y fuma en soledad esperando la llegada de un tipo que sabe que no le conviene.

– Hola, Cecilia. Caramba, te hubiera reconocido en cualquier parte; estás igual…

Al girarme derramé la copa de Bellini. Ninguna heroína cinematográfica hubiese sido tan torpe, pensé mientras saludaba a Sergio y me daba cuenta que el tiempo le había tratado bastante bien. La vida diplomática había servido para multiplicar su aire de hombre de mundo, y la otra vida -la que está hecha de victorias y decepciones, de heridas que hacemos o que nos hacen- se había limitado a encanecerle un poco el cabello y colocar estratégicamente algunas arrugas alrededor de los ojos grises.

– Tú tampoco has cambiado mucho, que digamos. ¿Cómo estás?

– Bien… oye, antes de nada, siento lo de tu madre… y mil gracias por ocuparte del abuelo.

– No hay por qué darlas. Es un tipo encantador.

– ¿Nos vamos? He hecho una reserva en un restaurante que está por aquí cerca. ¿Te gusta la casquería?

Por mi cabeza pasaron, en un segundo, una docena de imágenes repugnantes de platos de riñones, tripas fritas, guisos de rabo de vaca y toda esa colección de horrores que constituyen uno de los motivos de orgullo de la cocina del Lazio.

– No mucho, la verdad.

– Pues no te preocupes, porque donde vamos no sirven nada de eso…

El restaurante estaba abarrotado. Un montón de camareros salían y entraban de las cocinas cargados con bandejas atestadas de platos de pasta y enormes pizzas de masa delgada como el papel de fumar. Había un grupo de músicos que interpretaba tarantellas de mesa en mesa. No cabía duda de que Sergio había escogido un local para turistas. La comida era deliciosa pero poco arriesgada: fettucini , lasagna , ravioli y salsas de hongos con mucho parmesano. El hombre con el que había tenido una aventura seleccionaba como marco para nuestro primer encuentro después de ocho años una trattoria perfecta para obsequiar a una cuñada o una anciana tía de visita en Roma. Confieso que cuando me di cuenta me picó un poco en el amor propio. ¿Y qué esperabas, Cecilia? No lo sé. Todas las mujeres, incluso las que no lo reconocemos, tenemos dentro un yo peliculero que nos hace fantasear con escenarios más apropiados. Con los escenarios que creemos merecer, y yo no me consideraba acreedora de un restaurante típico y tópico con guitarristas disfrazados de campesinos sardos y platos de macarrones con salsa boloñesa. En fin, esto es lo que hay. Esto es lo que queda, pensé, y me concentré en mi plato de rigatoni all'arrabiata preparada para cualquier cosa que pudiese ocurrir a continuación.

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