Danza no era un entrometido (había sospechado la relación entre el inspector y la chica asesinada, y mantenido la boca cerrada), pero aquella mañana, mientras estaba en posición de firmes ante el escritorio de Guidi, le preguntó qué haría cuando llegasen los americanos.
El inspector se sorprendió al principio, aunque estaba claro que todo el mundo pensaba en lo mismo y sólo se trataba de ver quién sacaba el tema el primero. Procurando no comprometerse, porque nunca se sabe, respondió:
– Danza, los gobiernos cambian, pero la policía sigue siendo la policía. He pensado en todas las posibilidades. -No podía decirle que en las últimas veinticuatro horas había acariciado la idea de unirse a la resistencia y enseguida la había desechado. No tenía el menor deseo de luchar. En los últimos seis meses su vida había dado un vuelco, y ya tenía más que suficiente.
– Yo también he pensado en las posibilidades -afirmó Danza, comprendiendo que no habría intercambio de confidencias.
Guidi asintió. Danza era un buen hombre, y muy valiente además. En cuanto a él, como con la mayoría de las cosas, su deseo devenganza había sido breve. Lo veía todo desde un punto de vista tan equilibrado que llegaba a aburrirse a sí mismo, pero al menos así se hacía daño.
A media mañana recibió una llamada de Caruso. Su tono era tan conciliador que el inspector receló de inmediato.
– Bueno, Guidi, ¿cómo le va? -No era el saludo de circunstancias al que se suele responder, de modo que Guidi se quedó callado durante los cinco minutos siguientes, mientras Caruso le felicitaba por haber cerrado un caso irrelevante de encarecimiento fraudulento de los precios en Tor di Nona-. Su buen trabajo hace que olvide nuestra discusión. -El jefe de policía soltó una risita-. Lo pasado, pasado está, ¿eh?
Guidi seguía escuchando.
– Por cierto, como está trabajando con los alemanes en el caso Reiner, especialmente con ese mayor, ¿cómo se llama…?
– Bora.
– Bora, sí. Ya me parecía a mí que tenía algo que ver con el invierno… el viento norte, je, je, je… -Su risa era tan hueca que apenas debía de abrir la boca, pensó Guidi-. Le ve con frecuencia, ¿verdad?
Conque era eso. Guidi se mostró reservado.
– Apenas le he visto desde finales de marzo. -Soltó la indirecta.
– Pero se llevan bien.
Guidi recordó a Bora subiendo a la carrera por las escaleras de via Paganini con sus hombres armados.
– No somos amigos, si es eso lo que quiere decir.
– Creo que se equivoca, Guidi. El fue… vaya, me hizo pasar un mal trago por su causa.
– Yo no se lo pedí.
– Sé que está todavía en Roma, de modo que le pido que se ponga en contacto con él.
No ordenaba, sino que «pedía». Guidi hizo una mueca despectiva ante el auricular.
– Seguro que al jefe de la policía le resultaría más fácil que a mí hablar con él. -Se tomó su pequeña venganza.
– El caso es que Bora y yo tuvimos nuestras diferencias… asuntos profesionales. Conciérteme una cita con él.
– Sí, doctor Caruso.
– Cuanto antes mejor.
– Muy bien. Ya que estamos, permítame que le recuerde que la investigación sobre el caso Reiner continuará, aunque cambie la situación.
La falta de una reacción inmediata por parte de Caruso podía deberse a varios motivos.
– Es posible -dijo por fin-, pero ¿con quién trabajará usted? El ras Merlo no se ha dejado ver desde hace más de dos semanas y, por lo que sabemos, cabe la posibilidad de que ya no esté entre nosotros.
Guidi apretó los dientes.
– No es el único sospechoso, doctor Caruso. Además, ¿qué le hace creer que le ha ocurrido algo?
– Vivo o muerto, Merlo ha desaparecido. No tiene ningún otro sospechoso a mano. No hemos encontrado a su teniente fantasma por ninguna parte. Una vez desaparecidos víctima, acusado y testigos, aunque la situación cambiase, no tendríamos demasiados elementos para montar un caso, ¿verdad? Se lo digo para que no malgaste sus energías.
Dollmann no ocultaba que se estaba despidiendo. De sus muchos conocidos en Roma, visitó a la mayoría el 1 de junio. Cuando alguien le mencionó que Frosinone había caído ante el octavo ejército, observó:
– No se me ocurre gente más agradable ante la que caer. ¿Han estado en Frosinone? Es un sitio pequeñísimo y de lo más feo.
Al salir del Excelsior, donde había comido con el general Maelzer, encontró a Kappler esperándolo junto a su coche.
– T enemos que hablar, coronel Dollmann.
– ¿Por qué no?
– Se trata de Bora. Tenemos que hacer algo respecto a él.
– ¿Eso cree? -Dollmann hizo girar los pulgares. Se había apoyado contra el brillante costado del automóvil para impedir que Kappler viera a su chófer-. Probablemente tiene razón. Los oficiales como él confunden a las tropas buscando lealtades alternativas a las que establece el partido.
– No era eso lo que quería decir. -Kappler apretó sus delgadas mandíbulas-. Mató a la mujer en la plaza, estoy convencido, por más que no puedo creer que se atreviese y de hecho nadie le vio abrir fuego; ni siquiera usted, aunque estaba detrás de él.
Dollmann no perdió el control de un solo músculo de su rostro.
– Por supuesto, sabemos con cuánta decisión persiguió a los partisanos en el pasado. Y no ignoraba que la mujer participaba en actividades de la resistencia.
– Quizá. -Kappler levantó la vista hacia el hermoso cielo de junio-. No es de los que se dejan intimidar.
– ¿Lo dice por experiencia?
– No es de los que se dejan intimidar, dejémoslo así. -Hubo una breve interrupción en el curso de los pensamientos de Kappler, reflejada en una pausa-. Naturalmente, no lo tocaré si usted me dice que no lo haga.
Dollmann se quitó una mota de polvo de la manga.
– Yo no le digo nada.
A última hora de la tarde Caruso, malhumorado en su sillón, frunció el entrecejo.
– Maldito sea ese alemán. Es la tercera vez que intenta usted hablar con él… ¿Es que nunca está?
– Quién sabe. Puede que simplemente se niegue a ponerse al teléfono. -Guidi miró alrededor, con las manos a la espalda. Olía la prisa en el aire. Se notaba en la insistencia de Caruso yen sus miradas furtivas al reloj, que se había quitado de la muñeca y dejado donde pudiera verlo con el rabillo del ojo-. Son casi las ocho, doctor Caruso. -Fingió no haber reparado en que el jefe de policía miraba una vez más el reloj-. Si no desea que deje un mensaje en el despacho del coronel Bora v no tenemos la certeza de que vaya a estar disponible más tarde…
– No puede irse, si está pensando en eso. Quédese donde está e inténtelo de nuevo dentro de media hora. Ahora llame a su habitación del hotel; no hemos probado suerte ahí desde hace cuarenta y cinco minutos.
– ¿Puedo al menos llamar a mi despacho para comprobar si hay alguna novedad?
– Después de llamar al hotel.
Bora no estaba en el hotel, pero Danza, que cogió el teléfono en la comisaría, informó a Guidi de que el alemán había dejado un mensaje para él durante la tarde.
– Ha dicho que es urgente, inspector. Ha dicho que esté usted en la oficina mañana por la tarde, entre las dos y las tres, porque le llamará entonces.
– Muy bien, allí estaré.
Sin embargo, Guidi no dijo a Caruso que Bora quería hablar con él al día siguiente.
2 DE JUNIO
El viernes por la mañana temprano, Dollmann viajó a Frascati a pesar del fuego de artillería y las carreteras impracticables, en lo que parecían unas maniobras generales de pesadilla. El espacio entre Roma y los montes Albani era una prolongación del campo de batalla a través del cual avanzó en zigzag hasta el cuartel general de Kesselring.
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