– Así pues, el tal Bader llegó a Roma desde Servigliano, quizá con la esperanza de unirse a las tropas aliadas que avanzaban hacia el norte por la península. Bien. Se encontró con Magda y ella se ofreció, accedió o se vio obligada a esconderlo en un lugar razonablemente seguro y cercano, justo en su mismo edificio. -Guidi no añadió lo más obvio: que Bader esperaba a que los americanos entraran en Roma-. Pero ¿no tendría miedo de que alguien de la embajada fuese al siete B y descubriera a su amante?
– Lo más probable es que supiera cuándo recogían las mercancías del almacén. Aun así era un juego peligroso y debía de tener mucho miedo de que la descubrieran. Confiaba en disimular su actividad clandestina saliendo no sólo con uno, sino con dos hombres de nuestro bando: Merlo y Sutor.
– Por eso empezó a citarse con ellos poco después de la fiesta del treinta de octubre. Bader debió de llegar a su puerta por esos días.
– En efecto, Guidi. Por tanto, durante todo noviembre y buena parte de diciembre Magda se vio en el brete de tener que seguir trabajando en la embajada, salir con dos hombres rivales y esconder al padre de su hija, ahora enemigo y fugitivo. Puede que pensara en la posibilidad de que Merlo y Sutor sintieran cada vez más celos del otro. En cualquier caso, el nueve de enero todos los empleados civiles alemanes habían recibido la orden de abandonar Roma. Sin duda ese protocolo llegó al conocimiento del personal de la embajada a finales de diciembre.
– De modo que le dijo a Bader que tenía que hacer las maletas.
– Posiblemente. O quizá la situación entre ellos se había vuelto insostenible. Sin duda él sabía que Magda se veía con otros hombres y, aunque lo hiciese para protegerlo, digamos que podía estar… resentido. Ella le guardaba comida, le compró ropas, hizo una copia de la llave de su escondite… puede que incluso falsificara papeles para él, pero Bader tenía que permanecer encerrado mientras los amantes de ella la visitaban por la noche. -Bora habló en alemán con alguien de la oficina y luego añadió en italiano-: A ver qué le parece mi reconstrucción de los hechos: la tarde en que murió Magda, Sutor la llevó a casa desde la fiesta y trató de convencerla de que le dejase quedarse. Discutieron y él se fue furioso, bajo la vigilante mirada del miliciano que lo seguía por orden de Merlo. Sutor no se quedó en el edificio, como el miliciano, a instancias de Merlo, le dijo a usted. Si lo hubiese hecho, y detesto tener que admitirlo, Magda Reiner tal vez seguiría con vida.
– ¿Y qué me dice de los testigos que oyeron a Magda discutir en alemán en su apartamento? Si Sutor se había ido…
– Bien, recuerde que Bader era de Saint Louis, donde hay una numerosa colonia de inmigrantes alemanes. Los padres de Magda sabían poca cosa del atleta con quien tuvo un romance en el treinta y seis, pero me dijeron que hablaba alemán. El es el Willi que mencionó Hannah Kund. Creo que después de que Sutor se marchase Magda fue al siete B, probablemente para decir o recordar a Bader que debía hacer las maletas pronto. Es posible que él tuviera un ataque de celos, quién sabe. Probablemente se pelearon allí mismo o hicieron el amor, o ambas cosas (piense en la ropa interior desaparecida), y ella perdió un botón del vestido. Creo que Magda o el Vaticano le habían conseguido documentación falsa y Bader la quemó para que ella no tuviera más remedio que permitir que se quedara. Eso explicaría las cenizas, que pasaron desde el siete B, probablemente en las ropas de Bader y en la suela de sus zapatos, hasta el apartamento de Magda cuando él la siguió. Allí ella se cambió para acostarse, pero acabaron peleándose de nuevo y les oyeron… hablar en alemán. Es posible que ella lo amenazara, y yo creo que él la golpeó y decidió arrojarla por la ventana, ya que una caída desde una altura de cuatro pisos sin duda ocultaría los golpes que tenía en la cara o la cabeza, y eliminaría el peligro que la mujer suponía ahora para él.
– Pero en el revuelo que siguió a la caída, con Merlo en los alrededores, los vecinos y luego la policía, ¿cómo pudo escapar Bader?
– ¿Por qué no? Según todos los informes, la luz de la habitación de Magda estaba apagada… Fíjese en que, aunque la ventana estaba abierta de par en par, la PAI tardó un rato en averiguar desde qué apartamento o piso había caído la mujer. Recuerde que el asesino cerró la habitación y la puerta principal. Como habíamos supuesto, Bader le quitó el llavero (quizá nunca lo encontremos), volvió al siete B para meter las ropas de cama y otros pocos objetos en una funda de almohada de Magda y se escabulló en la oscuridad. Me gustaría decir que conseguimos que la huida de Roma resultase casi imposible, pero tanto usted como yo sabemos que de noche puede pasar cualquier cosa…
– ¿Por qué lo dice?
– Por nada en particular, pero es cierto, ¿no? -Bora tomó aliento-. Por más que me fastidie pensarlo, la verdad es que Bader consiguió salir de Roma, aunque le costó un poco. Le cogieron sin papeles en via Portuense a finales de enero, y sólo porque le habían disparado en la pierna. Después acabó en el hospital de campaña de Aprilia y una vez más logró fugarse cerca de Albano el quince de febrero. Consiguió otros papeles, probablemente por medio del grupo clandestino romano que lo había liberado. Lo que más me irrita es que estaba en el hospital de campaña cuando yo lo visité y que quizá le ayudé a salir de debajo de los malditos escombros. De todos modos, aunque la obligada evacuación del hospital después del bombardeo le dio un par de semanas de libertad, ahora está de nuevo en nuestras manos, y le prometo que seguirá ahí y se enfrentará a un juicio. -Esta vez Guidi notó la satisfacción en la voz de Bora-. Estoy muy emocionado, más de lo que puedo expresar.
Como aquélla era la única razón de su llamada, Bora colgó el auricular sin dar a Guidi la oportunidad de mencionar que Caruso solicitaba una entrevista con él. Por otro lado, no había forma de saber qué diría el jefe de policía ante la posibilidad de exculpar al ras Merlo de la acusación de asesinato.
Aquella noche, el cardenal Borromeo oía la radio mientras cenaba. Sin ceremonia alguna, a pesar de su posición, pidió a Bora que se sentara en el otro extremo de la larga mesa de refectorio.
– ¿Le apetece un poco de lengua, coronel Bora?
– No, gracias. Iba a ver a la condesa Ascanio, pero quería hablar un momento con vuestra eminencia. Cardenal, ¿irá a la ópera mañana?
– Nunca me pierdo la inauguración de la temporada, tengo unas butacas con el cuerpo diplomático. ¿Por qué?
– Excelente. Gracias. Necesito verle allí.
Borromeo hizo una mueca.
– No planeará usted…
Bora comprendió y se puso muy rojo.
– Es mejor que no me ofenda diciendo tal cosa, cardenal.
La mano bien cuidada del prelado trasladó otra tajada de lengua hasta su plato.
– Me tranquiliza usted. Los cambios de chaqueta me incomodan. Pero ya está hablando conmigo, de modo que querrá verme allí a causa de otra persona.
– Sí.
– ¿Por el bien de otra persona?
– Podría decirlo así.
– Allí estaré. No se vaya todavía. Quédese sentado y concédase diez minutos para pensar si de verdad quiere reunirse conmigo en el teatro de la ópera.
Bora no discutió. Se arrellanó en la silla, con los hombros apoyados contra el respaldo acolchado. Conocía bien la música que sonaba en la radio: la inacabada Sonata en do mayor de Schubert. En tiempos la tocaba muy bien; no como un intérprete consumado, pero sabía transmitir su belleza. La belleza. ¿Cómo recuperar en su interior semejante belleza? Había malgastado el tiempo que llevaba en Roma y por eso merecía ser expulsado de la ciudad. El amor ofrecido… Dollmann tenía razón: era el amor no entregado el que le acosaba aquella noche. Por encima de las soperas y vinagreras de la estrecha mesa observó a Borromeo, que transgredía sin remordimientos los preceptos de la Iglesia comiendo carne un viernes.
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