Pasaban unos minutos de las nueve de la noche cuando Bora volvió a su despacho en el Flora y, después de asegurarse de que su diario seguía en la caja fuerte, se sentó al escritorio. Se quedó un momento con los ojos cerrados intentando vaciar su mente del torbellino de sonidos e imágenes que se agitaban en su interior, hasta que el silencio de la habitación le pareció un océano que podía ahogarle misericordiosamente. Luego, una vez más, telefoneó sin demasiada esperanza al campo de detenidos en tránsito de Servigliano, cuyo número Dollmann había tenido la amabilidad de facilitarle unos días atrás, cuando estaba en el hospital. Esta vez consiguió establecer comunicación.
El jefe del departamento de archivos le escuchó sin interrumpirle. Probablemente esperaba que el ayudante de Westphal le reprendiese por la huida de detenidos después del bombardeo nocturno que había tenido lugar tres semanas antes y, al ver que no era así, se sintió más que deseoso de responder a sus preguntas.
– Sí, mayor -dijo después de una larga pausa, que sin duda empleó en remover papeles y que hizo temer a Bora que la línea se hubiese cortado-. Lo trajeron aquí por primera vez el diecisietede septiembre desde la cabeza de playa de Salerno. Al cabo de unos días consiguió escapar de los italianos, que, como sabe, estuvieron a cargo del campo hasta principios de octubre. Nosotros capturamos a la mayoría de los huidos, pero él siguió libre hasta finales de febrero de este año. Recuerdo las circunstancias porque nos obligó a realizar una persecución implacable, y fue por los mismos días en que recibimos a los prisioneros de Malta y Trípoli. ¿Dónde había estado mientras tanto? En los interrogatorios no lograron sacarle ninguna respuesta concreta, pero estaba bien alimentado y vestía de paisano. Seguramente no estuvo escondido en el bosque, como aseguraba, ni gorroneando a algún pobre granjero. Además, tenía una herida en el muslo que había recibido atención médica profesional. En mi opinión, debió de ocultarse en alguna ciudad, quizá en Ascoli Piceno, quizá más hacia el sur, a la espera de unirse a los suyos. Sólo por accidente un miliciano que custodiaba la estación de autobuses de Ascoli sospechó de él y, cuando se dio cuenta de que el fugitivo no sabía hablar la lengua e intentó escapar, le disparó. La bala le arrancó el lóbulo de la oreja derecha. Aun así, los italianos tuvieron que correr tras él, porque salió huyendo. Sólo la hemorragia lo obligó a detenerse.
Bora no se esperaba eso. Estaba asombrado al ver que sus suposiciones habían sido acertadas, así como por la oportuna información que el hombre le había facilitado y por la rapidez con que recuperaba la energía, como si el día no hubiese sido tan duro como en realidad había sido. Se irguió en la silla, casi incapaz de contener el entusiasmo, mientras tomaba notas a toda velocidad.
– Ha dicho: «quizá más hacia el sur». ¿Qué le hace pensar tal cosa?
– La documentación falsa que llevaba consigo estaba muy bien hecha. Yo diría que la consiguió en Pescara o incluso en Roma.
Sin dejar de escribir, Bora sintió deseos de gritar.
– ¿Guardan las ropas que vestía cuando le capturaron en febrero?
El jefe de archivos se mostró desconcertado.
– Sí, mayor Bora. Es lo habitual.
– ¿Tiene acceso a ellas? Bien. Antes de acabar le haré un par de preguntas acerca de la ropa y los zapatos del hombre, y quiero que me describa la herida de la pierna. No, no. Haga lo que le digo. Mientras tanto, quiero que le mantenga aislado y le vigile muy estrechamente hasta que pueda mandar a buscarlo.
– ¿Mandar a buscarlo? No lo entiendo.
– El sargento primero William Bader, del ejército americano, es sospechoso del asesinato de Magda Reiner, de nacionalidad alemana, secretaria de nuestra embajada en Roma.
En cuanto hubo colgado, Bora marcó el número de Guidi. Eran casi las diez, pero no podía esperar. El teléfono sonó largo rato, hasta que se oyó la voz soñolienta de un anciano desdentado; debía de ser el profesor, pensó Bora, y preguntó por el policía.
– El inspector ya no vive aquí -respondió la voz soñolienta-. Se mudó y no dejó ninguna dirección ni número de teléfono.
Bora cayó entonces en la cuenta de que llevaba una semana sin hablar con Guidi. Había estado ausente por diversas razones y debía de parecer que había tirado la toalla en el caso Reiner. Ahora que tenía algo que decir, que había resuelto el caso y necesitaba comentar los detalles, se veía obligado a esperar hasta la mañana siguiente para hablar con Guidi. ¿La mañana siguiente? No, tenía que reunirse con Kesselring. Quizá por la noche, si un obús no le arrancaba la cabeza o los americanos no atravesaban la linea del frente.
Bien, no podía hacer nada. Una vez más caminó por la calle oscura y subió a su coche, mientras en el cielo la danza del fuego de artillería destellaba como una pálida aurora boreal.
Media hora después, donna Maria le miraba mientras él guardaba en silencio sus escasas pertenencias y las llevaba a la puerta.
– Volveré a verla, pero debo sacar esto de aquí esta noche. -Entró en el salón y tocó con ternura una foto en la que aparecían su hermano y él cogidos del brazo en algún lugar de Rusia-. Será mejor que se deshaga de esto también.
La anciana no quería llorar y se despidió de él agitando la mano con rabia.
***
31 DE MAYO
Bora pasó el miércoles en Frascati y regresó de mala gana a última hora de la tarde para reunirse con Dollmann, quien había de ejercer de testigo durante la recepción del Flora. Como ya habían enviado todo su equipaje, ambos vestían el uniforme de diario. Al principio ninguno sacó el terna de las disculpas y Dollmann se dedicó a contar cotilleos sobre los oficiales que asistían a la fiesta.
– En cuanto a usted, estuvo a punto de mandar a pique todo cuanto había hecho al enfadarse con Sutor. Al menos debería haber tenido el sentido común de discutir con Kappler, no con el hijo de un simple soldado, un idiota advenedizo a quien además no le cae bien.
Bora aceptó la reprimenda aun a su pesar.
– Kappler sabrá que mis disculpas no son sinceras.
En realidad lo que Kappler dijo, mientras Sutor recorría alegre el salón contando chistes y brindando por la humillación del ejército, fue:
– Es usted más taimado de lo que parece, Bora. Si esto ha sido idea suya, es usted muy listo. Si no, tiene un consejero muy sabio.
Bora lograba a duras penas controlar su ira. Consiguió esbozar una sonrisa para ocultar el deseo asesino de desquitarse.
– La disculpa era obligada -repuso, y el sentido de sus palabras era literal.
1 DE JUNIO
Una neblina rosada cubría el horizonte, donde había unas nubes orondas cuyo borde inferior se iluminaba poco a poco. Hasta el sonido de las bombas de la artillería parecía nuevo al empezar el día.
El mariscal de campo Kesselring dio una palmadita en las charreteras nuevas de los hombros de Bora.
– Bueno, Martin, esperemos que la guerra dure sólo lo suficiente para que consiga el grado de coronel. Yo era bastante mayor que usted cuando me ascendieron a teniente coronel, pero aquéllos eran otros tiempos, hijo. -Hizo una mueca enseñando sus grandes dientes como un bulldog-. Yo también tenía ese aspecto tan impecable por la mañana cuando tenía treinta años y era ayudante en la artillería de a pie bávara. -Se dieron un apretón de manos-. He vuelto a pedir permiso para abandonar Roma sin luchar -añadió-. Mañana me darán la respuesta.
Y eso fue todo en cuanto a la ceremonia. Instalados temporalmente en una ermita situada en un campo de Frascati, los paracaidistas tomaban sus posiciones para el día. En una mesa de cocina hallada quién sabía dónde Kesselring consultaba mapas y hojas mecanografiadas junto a unos comandantes con el uniforme manchado de barro. Bora conocía bien aquella ficción de control sobre el papel, el último paso antes de la rendición.
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