Cuando hubieron recorrido un trecho en dirección a la colina donde se hallaba la ciudad, entre nubes grises de explosiones que se alzaban hacia el sol, Kesselring dijo:
– Martin, quiero que se disculpe ante Kappler y Sutor. Bora, que iba atento a la conducción, notó que se le erizaba la piel.
– ¡ Herr Fieldmarschall , acabo de pedirle justo lo contrario!
– Por eso precisamente tendrá que expresar a ambos sus disculpas.
– Pero el honor del ejército… ¡Esto es inaudito! Póngase en mi lugar, herr Fieldmarschall .
– Si yo estuviera en su lugar, me disculparía.
Bora comprendió cuál era la situación.
– Con todo el respeto, el coronel Dollmann no tiene ningún derecho a informarle a usted.
– Se han pescado peces mucho mayores por menos. Como sabe, mañana por la noche se celebra una fiesta en el Flora, y lo apropiado es que se disculpe entonces.
– ¿En público?
– No le hará ningún daño.
Bora estaba tan furioso que casi se salió de la carretera.
– Herr Fieldmarschall, preferiría que me reprendiese usted mismo.
Kesselring soltó un gruñido.
– No quiero reprenderle. Quiero que se disculpe ante Kappler y su ayudante. Espero que Dollmann me informe de que lo ha hecho. Procure estar sobrio cuando presente sus disculpas y hacerlo con el decoro que exigen su puesto y su familia.
***
En la pequeña cocina, la madre de Francesca lloraba. Con las manos entrelazadas bajo la barbilla, derramaba gruesas lágrimas y Guidi se sentía impotente para consolarla. Estaba lleno de odio y, por supuesto, debía advertirla del peligro sin decirle cómo lo sabía. Todavía no tenía claro qué hacer con el dinero encontrado en la habitación de Francesca, aunque lo llevaba encima. Entonces lo sacó del bolsillo, todavía sujeto con la goma elástica, y lo dejó encima de la mesa.
– Seis mil liras -dijo y, aunque no resultaba demasiado creíble, añadió-: De los ahorros de Francesca.
Hacia el sur, los alemanes debían de estar volando otro puente u otro depósito de municiones. Los cristales de la ventana temblaban violentamente. Mientras lloraba, la mujer profirió una especie de susurro, pero no se movió ni miró el dinero.
– El domingo bautizan al niño, por si quiere verlo. Y en caso de que quisiera… bueno, ya sabe, vestirla y…
– No.
– La enterrarán por la mañana.
Ella le miró con desesperación.
– No quiero tocarla. No me pida eso. No puedo tocarla ni ir a verla. Tome el dinero, que le hagan un buen entierro.
Guidi miró el mantel lleno de manchas.
– No es necesario. Eso ya está arreglado. No tiene usted que preocuparse.
Cuando la madre de Francesca le cogió la mano, Guidi no lo esperaba; se sobresaltó por el contacto e hizo ademán de retirarla, pero ella se la retuvo. La de la mujer estaba fría y húmeda de lágrimas.
– Y usted… ¿está triste por lo ocurrido?
– Estoy aturdido. No sé lo que siento.
Aunque ya era tarde cuando regresó a Roma, Bora recibió una llamada del cardenal Borromeo, que parecía preocupado y quería que fuera a verle a su residencia aquella misma noche. A su llegada (se reunieron en privado en un estudio pequeño lleno de tapices), el prelado se mostró incluso más agitado que por teléfono. Por lo visto, Kappler había instado al Vaticano a entregar a los partisanos v desertores que se escondían en el palacio de Letrán.
– Ustedes también dan refugio a soldados enemigos, cardenal. No estoy en posición de interceder ante la Gestapo o las SS.
– ¡Es lo que me ha dicho Dollmann, y él es un SS! ¿Quién va a hablar por nosotros?
– Si la Santa Sede tuviese la conciencia tranquila, no les preocuparía la intromisión de Kappler. No veo que haya nada diferente en este caso. Los hombres que ustedes ocultan son los mismos que matan a los míos en el campo de batalla; no podemos negociar sobre la complicidad con el enemigo. Intenté hacer lo que pude por otros -añadió sin pronunciar la palabra «judíos»- pero, si tuviese autoridad, yo mismo entraría en sus laberínticas habitaciones en busca de miembros de la resistencia.
– ¡Van a entrar sin autorización!
– De momento nadie ha entrado sin autorización, a menos que cuente la estúpida incursión de Caruso en San Pablo. El hecho de que Kappler le haya avisado me sorprende. Yo no lo habría hecho.
– Dice usted eso aun cuando Su Santidad ha expresado sus sentimientos paternales hacia usted…
– Estoy en deuda con Su Santidad. Debería intentar matar a algún informante más a menudo.
Borromeo caminaba arriba y abajo por la pequeña habitación; tres largos pasos, y vuelta atrás.
– Ese envío de leche de la Cruz Roja… vi su firma en los papeles. ¿Cómo se le ocurrió?
– Preferiría no decirlo.
El cardenal se detuvo y dio media vuelta con tal rapidez que su vestidura púrpura relampagueó.
– He oído que el equipaje de los oficiales ya está fuera de las habitaciones de los hoteles.
Bora no le miró. Por ese motivo había vuelto del frente, para recoger sus cosas del hotel y de casa de donna Maria y despedirse de Treib, que probablemente pronto se marcharía con los heridos menos graves. Por supuesto, todavía tenía pendiente la llamada a Servigliano y resolver, en la medida de lo posible, el caso Reiner con Guidi.
Borromeo le miraba de hito en hito.
– Dígame al menos, mayor, si cree que Kappler tendrá tiempo de asaltar Letrán.
– Bueno, está al otro lado de la plaza desde via Tasso. No tardaría ni tres minutos en llegar allí.
– Estoy hablando del tiempo psicológico.
Bora mantuvo la calma.
– Si digo que sí, intentará sacar a los que tienen escondidos allí, y si digo que no, deducirá que estamos abandonando Roma. Perdóneme, cardenal, pero no le diré nada.
– Hohmann le enseñó muy bien. -Borromeo abrió la puerta para que el mayor saliera.
Desde via Giulia, una larga distancia oscura separaba a Bora de piazza Vescovio. Aun así fue hasta allí dejando atrás la larga y solitaria via Ada, desde donde se veía el serpenteante curso del Aniene. El hospital tenía un aspecto sombrío por la noche. Sus salas parecían más largas, como intestinos llenos de desechos. El hedor a desinfectante emanaba del suelo y las paredes con mayor intensidad. Bora tembló al pasar entre las hileras de camas metálicas. Bajo las mantas cuyo color la oscuridad no permitía distinguir, un hombre respiraba con dificultad, como si tuviera la garganta partida, y otro gemía. En la sombra, una doble fila de hombres temblaban, tragaban saliva o miraban al techo en espera de la muerte.
Treib estaba solo en su despacho, desplomado en un catre. Hizo un movimiento brusco con la cabeza al ver que Bora entraba y con un gesto cansino le indicó que se acercara. No dijo nada. Su cabeza se balanceó como si fuera demasiado pesada para su cuello cuando trató de incorporarse. Parecía exhausto.
– No me quedaré mucho rato, Treib. Sólo he venido porque pensaba que estaría preparándose para partir.
– ¿Quién se va? Los heridos que están en condiciones de viajar han salido esta mañana.
– ¿Y qué hace usted aquí?
– Me quedo con los demás. Hay veinticinco mil alemanes heridos en Roma. Si me voy, no podré dormir por las noches durante el resto de la guerra. -Los músculos de sus mejillas intentaron mover las comisuras de los labios para formar una sonrisa-. Me quedo por el mismo motivo por el que usted se va.
Bora le estrechó la mano.
– Cuídese.
– Ah, sí, lo haré. Lo único que debo hacer es rendirme. -Treib señaló unos restos grises en una pequeña palangana de acero-. Eso es lo que queda de sus dos cartas. Me alegro de que no hubiese necesidad de enviarlas.
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