Guidi cerró los ojos para no ver quién salía del coche que acababa de detenerse junto a la acera. Luego miró; no era Bora. Dobló la esquina. Tenía la boca seca.
Debía irse. Tan repentina e imprevisiblemente como había llegado, ahora debía marcharse. Bora no volvería aquella noche y, silo hacía, no quería estar allí esperándolo. Las estrellas se deslizaban entre los tejados cuando echó a correr hacia su coche, donde entró como si se escondiera de ellas.
Había muchas razones para quedarse y, sin embargo, una de ellas le impulsaba a irse de allí. Sí, era cierto que su ira había empezado aquel día de finales de marzo, pero cuando sus hombres habían disparado a Bora desde las ventanas de la comisaría, él no les detuvo.
¿Cómo podía quedarse? Por el sentimiento de culpa, por ese sentimiento de culpa, no estaba preparado para matar.
29 DE MAYO
Horas después, en la mañana de primavera más desolada que había visto jamás, Guidi salió del depósito de cadáveres con un zumbido en los oídos. Le temblaban tanto las manos que no acertaba a encontrar las llaves del coche en los bolsillos y tuvo que sentarse en el vestíbulo para serenarse.
No le confortaba haberse mentido desde el principio acerca de su muerte. Durante dos días la había negado. Ahora se sentía como si una parte de él estuviese enferma y podrida y, aunque no era amor (nunca lo había sido), pensó que debería llorar. Su rostro se contrajo, pero las lágrimas no brotaron.
– ¿La joven tenía parientes? -preguntó el empleado del depósito-. Alguien tiene que enterrarla. He leído el panfleto y los periódicos, y no quiero problemas con los alemanes. Si tenía parientes, dígales que deben enterrarla.
Guidi dijo que él se haría cargo de todo. Cómo le temblaban las manos. Mientras se las miraba comprendió que era su propia debilidad lo que detestaba de sí mismo. Su rabia se veía contaminada por ella y producía sólo un raquítico y malicioso deseo de encontrar y acabar con el hombre que la había matado, pero por venganza, por despecho, un sentimiento menos noble y feroz que el odio. Si al menos pudiera controlar el temblor de las manos…
Condujo hasta San Juan de la Malva, una iglesia con tres altares y seis sepulturas famosas, cerca del puente Sisto, porque elsacerdote de la parroquia se hallaba en la plaza cuando asesinaron a Francesca.
El cura, que necesitaba un afeitado y un buen baño, se encogió de hombros al oír sus preguntas.
– La verdad es que no vi nada, inspector. Sólo el cuerpo cuando ya había caído, como el resto de la gente que había en la plaza. Había dos hombres de pie junto a ella y pronto aparecieron más, algunos con uniforme, otros no. Todos alemanes. Puede que le dispararan desde una ventana. No vi cómo ocurrió.
– Quien disparó estaba cerca, en la misma plaza.
– Los SS ordenaron a todos los soldados que enseñaran sus armas y supongo que comprobaron que ninguno de ellos había disparado.
– ¿Trata usted de defender a los alemanes?
El sacerdote se encogió de hombros una vez más.
– Me limito a explicar lo que vi. No ponga en mi boca palabras que no he dicho. Me sentí muy mal cuando no me dejaron acercar lo suficiente para rezar una oración por ella, pero ahora que he leído que era comunista… en fin, habría sido una oración desperdiciada. Es todo lo que vi, no puedo añadir nada más. No; no me fijé en los uniformes. Para mí todos son SS. ¿Por qué no pregunta a los empleados del hospital de San Giovanni? Puede que ellos vieran algo.
Guidi lo hizo. En la plaza, si hubiera querido buscarlo, no quedaba ningún indicio del lugar donde Francesca había caído muerta, y bajo el inmenso cielo azul las patrullas alemanas seguían apostadas en las esquinas. En una silenciosa sala del hospital encontró a un celador, un hombre con un gorro blanco y un rostro brutal, con cicatrices en las cejas que indicaban que debía de boxear en su tiempo libre. A diferencia del sacerdote, aseguró que lo había visto todo.
– Todo, lo vi todo. Pregúnteme.
– ¿Dónde estaba usted cuando sonó el disparo?
– Estaba sacando a un paciente del quirófano.
– Entonces no estaba junto a la ventana.
– No, pero corrí hacia ella enseguida. Había un alemán de pie junto al cuerpo.
– ¿De uniforme?
– Claro. Si no, ¿cómo iba a saber que era alemán?
– ¿Y qué hacía? ¿Le vio la cara?
– No; estaba de espaldas a mí. Simplemente estaba plantado allí. Un hombre alto, un oficial. Luego se le acercó un civil y empezaron a hablar. El civil registró la ropa de la mujer muerta, buscando sus documentos quizá. Luego llegaron otros alemanes y se pusieron a discutir.
Guidi estaba decepcionado.
– ¿No vio a nadie con un arma en la mano?
– No. Los alemanes apuntaron hacia las ventanas con los fusiles, de modo que retrocedí e intenté mirar a través de las rendijas de las persianas. Pero no había nada más que ver. Todos se habían ido al cabo de media hora.
– En definitiva, no vio cómo la asesinaban.
– No, pero…
– No vio cómo la asesinaban -repitió Guidi, disgustado, y se marchó.
En su despacho Bora acababa de oír las alarmantes noticias que llegaban de Velletri y Valmontone, los últimos obstáculos para el avance de los aliados hacia Roma. El tiempo que quedaba era implacablemente escaso. Durante días había intentado establecer comunicación con el campo de prisioneros en tránsito de Servigliano, pero había sido en vano. Ahora, con el expediente del caso Reiner abierto ante él, probó suerte de nuevo y volvió a fracasar.
No le sorprendió que el capitán Sutor apareciese sin anunciarse en su puerta. De hecho, temía que se presentara. Sin embargo, colgó el auricular con calma y comentó:
– No le esperaba, capitán. Tengo que salir. ¿Qué le parece si nos vemos mañana?
– No es posible. He venido para hablar del incidente del domingo.
– Comprendo. -Bora se desabrochó la pistolera, sin reparar en el sobresalto de Sutor-. ¿Quiere examinar mi arma?
– ¿Después de todo el tiempo que ha tenido para limpiarla? No.
– La acusación que hace es muy grave, capitán. Espero que pueda demostrarla.
Sutor miró alrededor, tranquilo de nuevo.
– En realidad la muerte de la mujer es algo secundario. Lo que quiero saber es quién más estaba en la plaza. Sacerdotes, amas de casa y soldados pueden decirme que no vieron nada, pero usted no es de los que no prestan atención.
– A veces me distraigo.
– El coronel Dollmann estaba allí con usted.
Bora cerró el expediente del caso Reiner y lo guardó en el maletín.
– ¿Se lo ha preguntado a él?
– Hay cosas que no puedo hacer. Tenemos entendido que usted fue el primero en llegar junto al cadáver.
– Es cierto. -Después de cerrar el maletín Bora se puso en pie-. Es curioso que tenga usted tanto interés por el caso. Esa mujer era de la resistencia. Una comunista. El que la mató nos hizo un favor a todos.
Sutor tenía el rostro impasible, como un perro de presa.
– ¿Quién la mató, Bora?
– No lo sé.
– El disparo procedía de una P treinta y ocho del ejército. Bora rodeó el escritorio lentamente.
– Lástima. Hay miles de ésas por ahí.
– ¿Quién disparó?
– No lo sé. Y no me gusta que me acosen de esta manera.
– Vamos, mayor, no me mienta. ¿Quién disparó a la mujer? Consciente de que no podría librarse del SS tan fácilmente,
Bora se enfrentó a él.
– Le repito que no lo sé.
– Alguien disparó. Usted estaba allí. O bien lo vio o bien fue usted quien la mató. Si no lo hizo, está protegiendo a otra persona.
Por un instante la angustia que en su pesadilla le provocaba la persecución del animal sanguinario estuvo a punto de traicionarle.
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