Junto a la acera de la calle estaban aparcados el coche de Bora y el de la señora Murphy.
– Podríamos ir a otro sitio -propuso él con tono vacilante-. No sé adónde. No esperaba…
– Es sólo un momento.
– Entonces vayamos a mi despacho.
Una vez allí, ella recuperó la compostura, mientras Bora, inseguro, pensaba que tendría que haberse afeitado, abrillantado las botas…
– Espero que comprenda que esta visita debe quedar entre nosotros dos, mayor. No deseo que Su Santidad sepa que he venido a rogar a alguien de su posición. Como seglar, esto es exclusivamente iniciativa mía.
Bora no pudo evitar preguntarle:
– ¿Su marido no sabe que está aquí?
– Tengo aún menos deseos de incomodarle a él.
Ahora que la señora Murphy se había quitado los guantes de encaje, sus manos aparecían como lirios en las mangas de la chaqueta. Bora las miró, se fijó en el anillo de boda e hizo girar con el pulgar la inútil alianza de oro que lucía en la mano derecha.
– Lo comprendo.
– Quería verle a usted porque tuvimos ocasión de hablar en días pasados.
Bora la invitó a sentarse. La señora Murphy tomó asiento, y él ocupó su lugar detrás del escritorio. Le habría gustado que ella hubiese visto el despacho con las acuarelas de Roma en las paredes, menos desnudo que ahora. El vaso de agua medio vacío que había sobre el escritorio le recordó la angustia que había vivido unas horas atrás. El disparo de aquella mañana aún resonaba en sus oídos… ni siquiera el furioso bombardeo de Valmontone había logrado apagarlo. No obstante, estaba tranquilo. Se controlaba. Sólo la mirada escrutadora de la mujer lo debilitaba. Apartó el vaso un poco más.
La señora Murphy le miraba con expresión reflexiva. Sin sombrero, su cabeza se dibujaba perfecta contra la pared blanca, una mujer joven y hermosa, y sólo la firmeza de su voz revelaba que era consciente de que él la observaba.
– Recuerdo que usted mencionó que le gustan mucho los niños, mayor Bora, de modo que le ofrezco la oportunidad de demostrarlo. Como sabrá, hay un cargamento de leche en polvo enviado por la Cruz Roja americana que lleva tres semanas retenido en un almacén, por orden de su ejército. Ustedes no lo necesitan, o al menos no tanto como los niños romanos. He venido a pedirle que lo entregue al Vaticano para que pueda repartirlo.
Bora no sabía nada. Sacó un bloc de notas del cajón.
– De modo que a eso se dedica, a trabajar con los niños.
– Y con las madres. Trabajo como voluntaria en la sala de ginecología. -Hizo una pausa, como si hubiera olvidado por un momento lo que la había llevado allí-. Esta mañana he ayudado en un parto por primera vez.
Bora experimentó una turbación masculina al oír estas palabras.
– Debe de ser… por supuesto, no sé nada de eso… pero tiene que ser dificil. Para la madre, y también para la persona que la asiste.
– Creo que es muy hermoso.
Bora apartó la vista con súbita timidez. Se sentía vulnerable porque ella parecía capaz de ver en su interior y silenciosamente ya estaba haciéndolo. No deseaba escapar, tan sólo esperaba que ella viese de verdad lo que había en él. Ojalá pudiera decirle… El rostro de ella, limpio, delicado y sano, lo arrojaba a un torbellino de confusión. Con inútil resentimiento sintió que su matrimonio había sido un desperdicio.
– ¿Por qué me mira así? -preguntó al fin, ya bastante afligido por su mutilación sin necesidad de la serena observación a que lo sometía la mujer desde su asiento.
– Espero su respuesta. Quiero saber si me ayudará.
– Debe saber que para mí es un honor que me lo pida. La señora Murphy pasó por alto sus palabras.
– Me temo que soy práctica. Sus emociones son bastante transparentes, mayor.
– No para mí.
– Bueno, no soy una interesada, pero debo hacer lo que creo conveniente para aquellos que están a mi cuidado. -Estaba muy erguida en el asiento, con los hombros rectos bajo la ligera tela azulde la chaqueta, tan poco dispuesta a demostrar su debilidad como él-. Confío en que no me pida un precio que no pueda pagar.
– Mis emociones no deben de ser muy transparentes si cree que lo haré.
– No creo que vaya a hacerlo. Creo que podría hacerlo.
Bora suspiró. Se sentía cansado, sin ganas de luchar. Tenía la mente clara, pero sus sentimientos eran muy confusos. Su sufrimiento era emocional. Sencillamente quería ganarse el aprecio de la mujer.
– Haré lo que pueda.
– ¿Qué significa eso?
– Obtendré la leche en polvo para usted.
– ¿Cuándo?
– Mañana.
– ¿Tiene usted autoridad para conseguirlo?
– Sí. -Bora se arrellanó en la silla y la miró intensamente, pero no como quien desea intimidar, sino más bien como alguien que deja que la visión de la otra persona le haga daño a propósito. Sabía que ella percibía el deseo que sentía, la necesidad física e intelectual por un ser afín y la terca incapacidad de expresarla.
La señora Murphy le sostuvo la mirada. Bora era lo que las mujeres llaman apuesto, incluso atractivo; el hecho de que además fuese honrado la turbaba, porque aun así seguía sin caerle bien. No obstante, creía comprenderlo, aunque era algo que no dejaba ver. En cambio, mostraba un asomo de inquietud e irritación, como una hoja escondida pero de filo lo bastante afilado para cortar.
– Gracias. ¿Y qué pide a cambio?
– Nada.
– ¿Nada?
– Tenga. -Bora le tendió un papel donde había escrito algo-. Es un salvoconducto para que pueda volver a casa.
Cuando la señora Murphy se levantó de la silla, los guantes se deslizaron al suelo desde su regazo como aves de encaje. Cayeron como una parte condescendiente e irreflexiva de ella… y la imagen provocó dolor a Bora, como si vislumbrase una parte íntima de la mujer, revelada pero intocable. Antes de que pudiera agacharse a cogerlos ella ya los había recuperado y la imagen se había esfumado. Desde el otro lado del escritorio la señora Murphy le tendió la mano, pero él se limitó a bajar la cabeza en un impasible y contenido saludo militar. Luego ella salió del despacho.
Bora se quedó un rato sentado al escritorio después de su marcha, no para relajarse, porque de hecho le estaba ocurriendo justo lo contrario. Sentía la peligrosa necesidad de rendirse. Peor aún, había alcanzado y traspasado un umbral de tolerancia muy bajo. Lamentaba haberla dejado marchar sin exigirle al menos que aceptara las razones que lo movían. ¿Acaso no se daba ella cuenta? Y si se daba cuenta, ¿por qué no había dicho: «No puedo, pero lo comprendo»?
Mantenerse firme ya no bastaba. Durante un año entero había vivido un tiempo prestado, con una calma impostada, levantando un muro casi infranqueable de autodominio e incluso de jovialidad, y sólo ahora comprendía que el hecho de no haberse parado a afrontar los problemas no hacía más que multiplicar su peso. Durante el año anterior se había movido a un ritmo cada vez mayor, pero por inercia, como si ganara velocidad debido a la pendiente emocional por la que descendía. Esta noche no aguantaba más. De alguna manera la visita de la señora Murphy le había arrancado toda determinación. El tejido de su interior empezaba a ceder, a deshilacharse. ¿Qué le ocurría? No era capaz de pensar. Todos los pensamientos que pasaban por su cabeza le herían. Aquella noche, era incapaz de alejar de sí ninguna preocupación. Los anaqueles bien ordenados de su mente se desmoronaban y se negaban a volver a su sitio. Sin ánimos para colocarlos de nuevo en sus huecos, Bora dejó que cayeran.
Recorrió en coche las tristes calles de Roma para huir de sí mismo, pasó junto al Vaticano, condujo en dirección a la plaza de San Juan, pero sin llegar a ella. Dio vueltas por la ciudad y fue a parar a via Monserrato, donde se vio asaltado por la inexorable sensación de estar perdido y sin posibilidad de salvación. La antigua verja de la casa de donna Maria era como un puerto para él.
Читать дальше