Bora notaba la agradable calidez del sol en los hombros. Había reflexionado cuidadosamente cada detalle y a esas alturas ya lo había sopesado todo. En un lado las dudas, en el otro las certezas, y éstas superaban claramente a las primeras. La cuestión era por cuál de las siete calles que conducían a la plaza llegaría el informante… su capacidad de actuar dependía de ello. Si entraba desde la Scala Santa, disparar ante los ojos de los SS sería imposible. Peor si la reunión tenía lugar junto a via Boiardo. Esperaba que el informante se aproximase por via Merulana o via San Giovanni, mejor por esta última.
Mientras tanto, se fijaba en todo cuanto le rodeaba: olores, colores, sonidos, dimensiones. Era como si su ojo fuese la lente de una cámara o un mecanismo de precisión, que nunca miente, pero tampoco siente nada. El cielo, con golondrinas. Los ecos del frente que se aproximaba. Una de las muchas ventanas del palacio de Letrán estaba abierta. La iglesia se alzaba como un gigantesco pecio aterrizado desde un planeta de autocrática antigüedad.
El joven soldado de la cámara subía por los escalones de la logia y entraba en la sombra para tomar una foto de la plaza. La mujer que empujaba el cochecito de bebé casi había llegado al baptisterio, pero se detuvo para sacar al niño y calmarlo. Bora esperaba que diesen las once en punto. En su interior la calma había alcanzado el punto máximo. ¿Se podía estar demasiado calmado? Tanta seguridad, tanta seguridad.
Los SS encendieron sendos cigarrillos y se sentaron en el capó de su automóvil. Desde la zona verde que había ante la basílica se aproximaban dos hombres de la Luftwaffe con su uniforme de color gris humo. Descansando cada cinco pasos, la pareja anciana pasó ante el obelisco. A las once menos diez, como una nota discordante, una incipiente ansiedad se abrió camino en el interior de Bora: el informante podía no aparecer o escapar; de hecho, el domingo anterior ya lo había esperado en vano. Respiró hondo y procuró tranquilizarse. Los soldados sentados junto al obelisco se levantaron y se dirigieron hacia las escaleras de la logia. Los hombres de la Luftwaffe eran un sargento y un soldado, y también llevaban cámaras; el segundo tenía la cabeza vendada bajo la gorra.
El domingo era un buen día, desde luego. Ni Kappler ni Sutor estarían en via Tasso. Probablemente el oficial que estuviese de guardia no le conocería. Un autobús se detuvo en la entrada de via Amba Aradam, pero nadie se apeó. Bora empezó a cruzar la plaza describiendo una amplia curva en torno al obelisco. La anciana hizo una seña. El autobús no se paró; continuó hacia la zona verde y pasó junto al imponente costado del palacio. El soldado de las fuerzas aéreas tomó una foto del sargento, que posaba ante el obelisco.
Las once menos cinco. El corazón de Bora empezó a latir deprisa. El informante se aproximaba por via San Giovanni. Lo reconoció por la foto que Dollmann le había enseñado, y se olvidó de todo lo demás: SS, oficial de paisano, testigos… Lo observó fríamente desde su lugar junto al coche, con la mano sobre el pecho para abrir la pistolera. Decidió esperar a que su objetivo entrase en la plaza y dejase atrás via Merulana, pero sin llegar a via Boiardo.
El joven soldado seguía haciendo fotos. La mujer con el cochecito había doblado la esquina y pronto habría desaparecido por via Amba Aradam. Faltaban sólo unos minutos para las once. Los SS charlaban.
Los pasos del informante no eran ni apresurados ni lentos, como si conociese el camino de memoria y lo recorriese sin pensar, con la actitud despreocupada de quien va a atender un recado. De repente a Bora se le ocurrió que era como la discreta entrada de un virus mortal en el organismo, donde se introduce con el poder latente de matar. Pronto el objetivo se encontraría a tiro. Treinta y cinco pasos de distancia, treinta y cuatro, treinta y dos. Treinta. Veinticinco.
Desenfundó la Walther y la empuñó con firmeza. Los hombres de la Luftwaffe empezaron a conversar con el soldado de la cámara fotográfica. Un sacerdote salió del palacio con la nariz pegada al periódico.
Bora estiró el brazo hasta que el ojo, la mira del arma y la cabeza del informante quedaron alineados. En aquel momento ningún pensamiento ocupaba su mente. Disparó una sola vez.
La presa cayó, desmadejada súbitamente como un animal a quien se asesta un golpe mortal. Bora guardó la Walther en la pistolera, que a continuación cerró. Tardó cuatro segundos. La gente se volvió para ver qué había ocurrido y si el disparo procedía de la plaza. Los SS todavía no se habían dado cuenta. Bora caminó hacia el cuerpo sobre el asfalto ablandado por el sol. Tardó diez segundos en recorrer los veinte pasos. El soldado más joven había soltado la cámara, que colgaba de la correa que llevaba al cuello.
Otros empezaban a acercarse en su dirección, pero no demasiado. El sargento de la Luftwaffe sacó la pistola. Bora miró hacia abajo. La mujer había recibido el disparo en la sien y estaba muerta. Tenía los ojos abiertos de par en par. La sangre se escurría rápidamente por su oído, por su cuello, por el vestido azul con ribetes blancos, hasta llegar al suelo. Bora se inclinó para coger un trozo de papel que llevaba en la mano, y ya se oía el alboroto procedente de la entrada de via Tasso, donde habían alertado a los SS. Bora se metió el papel en la manga izquierda, pero no se movió. Después de enviar a su compañero a buscar ayuda, el otro SS corría en su dirección.
Habían transcurrido menos de veinte segundos desde el disparo. Desde via Boiardo, el oficial de paisano corrió hacia el lugar donde se encontraba Bora y empezó a cachear el cuerpo: manos, bolsillos, el bolso de paja, el sujetador, las ligas.
Fríamente, Bora le preguntó:
– La conosce? -Lo dijo en italiano, para seguir el juego de la falsa identidad del otro.
El hombre de la Gestapo levantó el rostro, congestionado.
– ¿Ha visto a alguien disparar?
Bora se limitó a repetir la pregunta en alemán.
– ¿La conoce?
El hombre reparó en las rayas color escarlata de los pantalones del mayor y, fuese cual fuese la respuesta que tenía pensada, se la guardó.
Aparecieron los SS, que empujaban a la gente hacia el centro de la plaza, dirigidos por el joven teniente que había discutido con Bora en el funeral. Luego, con sus gritos ásperos de costumbre, se dispersaron para vigilar todas las entradas de la plaza.
Bora se quedó quieto, con un inmenso autocontrol. Algunos SS habían empezado a ordenar a todos los soldados presentes que sacasen sus armas; tocaban el cañón para comprobar la temperatura y se lo acercaban a la nariz para descubrir si olía a pólvora. Bora les observaba. El joven teniente se volvió hacia él.
– ¿Y su arma? ¡Sáquela, Bora!
– No pienso hacerlo.
– ¡He dicho que la saque!
El rostro de Bora se endureció.
– No se acerque -dijo silabeando, y su voz era tan amenazadora que por un momento el joven teniente se acobardó. Luego intentó aproximarse un poco.
La voz de Dollmann sonó detrás de ellos.
– No será necesario, teniente. El mayor estaba conmigo.
Bora se volvió; el coronel estaba un paso más allá, pálido, elegante y tranquilo. No sabía de dónde había salido, pero enseguida estaban codo con codo.
– Coronel -protestó el teniente-, tengo que…
– ¿Está poniendo en duda mi palabra? Vaya a registrar las casas de alrededor. Puede que todavía estemos en la mira del asesino.
Las palabras galvanizaron al teniente, que de inmediato ordenó a sus hombres que se dispersaran hacia los edificios que rodeaban la plaza. Dollmann miró a Bora, que respiraba lenta, profundamente.
– Deshágase de la lista. Puede dármela a mí.
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