Habló a donna Maria sin encontrar alivio de la terrible experiencia, incapaz de contener las palabras hasta haberlo contado todo. Después no permitió que la anciana le tocara, y tampoco la tocó.
– Vaya a misa por mí mañana por la mañana, donna Maria.
Era más de la una de la noche cuando volvió al hotel. Empezó a desnudarse, pero no se acostó. Notaba el calor de la estación en el torso, bajo las axilas, una suave humedad, como cuando se abraza a alguien estrechamente, aunque Dios sabía que estaba solo. La soledad del moribundo, pensó, sólo puede compararse con la soledad del que está a punto de matar.
Sentado en la cama de la impersonal habitación de hotel, quitó el cañón de la pistola rusa y lo colocó en su propia arma. Desmontarla con una mano era difícil, pero había practicado tanto que sin el menor esfuerzo separó las piezas y luego las unió de nuevo. Calculó cuánto tiempo tardaba en sacar la P 38 de la pistolera, apuntarla, apretar el gatillo y devolverla a la funda. Y también en cambiar el cargador, operación que debía efectuar sujetando el arma contra el pecho con la muñeca izquierda. Hizo esto durante casi una hora. Aunque realizaba prácticas de tiro por lo menos una vez a la semana desde que llegó a Roma, empuñó la pistola a la altura de los ojos y comprobó la firmeza de su pulso. Si el teléfono hubiera sonado en ese momento, le habrían arrancado de su concentración como a una rama de un árbol. Su mente trabajaba del mismo modo que durante las horas que había pasado en el coche después de que su mujer le dejara, una función puramente mecánica de los centros nerviosos. Un pensamiento seguía a otro, como un reloj eléctrico une segundos y forma minutos con su manecilla roja. Se quitó el escapulario del cuello y lo dejó a un lado. Apoyado sobre el maletín escribió dos cartas, las cerró y las guardó en el bolsillo interior de la guerrera que iba a ponerse a la mañana siguiente.
Los regalos a la dignidad de un hombre son desesperados y tan caros que exceden todo cálculo.
28 DE MAYO
El domingo por la mañana, Treib echó un vistazo a los sobres que había encima de su escritorio, miró a Bora y de nuevo bajó la vista. Uno estaba dirigido al general Westphal y el otro a Franz y Nina Bora von Sickingen, los padres del mayor, supuso. A continuación éste dejó también un diario de tapas de tela gastada y muy bien atado.
– ¿Qué es esto? ¿Va a volver al frente ruso?
Bora, que acababa de arrojar la pistola rusa al Aniene desde el puente Salario, negó con la cabeza y respondió:
– No lo creo.
– ¿Cuánto tiempo quiere que guarde todo esto? -preguntó el doctor entonces.
– Hasta que nos vayamos de Roma. El diario vendré a buscarlo mañana.
– ¿Y si no viene?
– Entonces déselo a mis padres.
Ya estaba todo dicho. Treib guardó los objetos en su cajón y lo cerró con llave.
En su apartamento de via Matilde di Canossa, Guidi se preparaba para su día libre. Al mediodía saldría a comer algo, quizá daría un paseo, y volvería a casa para holgazanear. Quería ponerse al día leyendo y atendiendo su correspondencia mientras esperaba, como todo el mundo, a que llegasen los americanos. Las cosas estaban cambiando imperceptiblemente. Aunque no hablaba con Caruso ni le veía desde su escena en marzo, corrían rumores de que el jefe de policía estaba muy preocupado por la retirada alemana. A buen seguro se iría con ellos, aunque los alemanes le despreciaban y algunos (como Bora) demostraban abiertamente su antipatía hacia él.
Debido a los desperfectos que habían sufrido los acueductos, no había agua en el apartamento, pero Guidi no necesitaba afeitarse aquel día y tampoco pensaba cocinar; en un cubo tenía la suficiente para el inodoro y para lavarse los dientes. Tumbado en la cama, abrió un periódico y empezó a leer.
En aquel momento Bora salía en su coche de piazza Vescovio en dirección a la de San Juan de Letrán.
Desde su habitación junto a la escalinata de Trinitá dei Monti, Eugene Dollmann miraba la ornada columna que sostenía la estatua de la Inmaculada Concepción, que cumplía noventa años. Más abajo, como un jarrón rematado por una corona y una cruz, el extraño campanario barroco de Sant'Andrea delle Fratte se elevaba por encima de los tejados. Estaba nervioso por tener que confiar en otra persona para alcanzar su objetivo y sinceramente preocupado por Bora. La pasión por la intriga tenía tanto que ver con todo aquello como su sentido de la justicia. Durante las dos semanas anteriores, más de una vez se había sentido tentado de anular el plan, pero sabía que, silo hacía, Bora no aceptaría las acciones que tenía en mente. Para éstas se había limitado a añadir una confirmación exterior. De modo que Dollmann se quedó en su habitación paseando arriba y abajo durante un rato. Luego volvió junto a la ventana, tras la cual navegaban unas gruesas nubes primaverales, barcos cargados tras la Madonna vencedora de la serpiente.
Bora dejó atrás Santa María la Mayor, en el otro extremo de via Merulana desde Letrán.
Donna Maria daba de comer a los gatos, con un oído puesto en los cañonazos que despertaban a las piezas de porcelana en los estantes. Martin debía de haber pasado muy temprano aquella mañana para dejar un ramo de flores ante su puerta; no había ninguna nota. La criada entró y preguntó:
– ¿El mayor vendrá a cenar?
Donna Maria, distraída, acarició al gato más viejo, un macho negro decrépito con una mancha blanca como un alzacuellos, conocido como Monsignore .
– Eso espero -respondió-. Espero que venga.
Bora entró en la plaza desde via Merulana y aparcó el coche.
Era un hermoso domingo de mayo, lleno de sombras azules que, más o menos profundas, se extendían bajo los arcos de la logia papal y los edificios, y junto al obelisco que se alzaba detrás de la basílica. Las sotanas de los jóvenes sacerdotes revoloteaban dentro y fuera del palacio de Letrán. Al otro lado se encontraba el antiguo hospital de San Giovanni, a cuya entrada Bora aparcó el coche, frente a la calle del mismo nombre.
Las imponentes fachadas renacentistas orlaban el amplio espacio irregular de ladrillos, piedra y molduras ornamentadas. En aquella plaza, durante mil años, los papas se habían asomado desde sus apartamentos, se habían celebrado aniversarios, se había ejecutado a rebeldes y asesinos. Bora dejó puesta la llave de contacto y salió del coche.
Observó a la gente que poblaba la plaza. Dos soldados estaban sentados en la barandilla que rodeaba el obelisco de granito rojo traído desde Tebas hacía siglos. Al otro lado, una mujer empujaba un cochecito de bebé en dirección al baptisterio, hacia via Amba Aradam. Más allá, un joven soldado sacaba fotos de la logia con sus diez arcos, mientras un grupo de sacerdotes con carteras de piel caminaban presurosos por un costado del palacio de Letrán y luego entraban en él. Todo le recordaba los primeros días de los alemanes en Roma, cuando había tiempo para el turismo y para hacer fotos.
Mientras Bora estaba junto a su coche, una anciana pareja (un hombre de rostro macilento, apoyado en su mujer) salió del hospital, que quedaba a su espalda. Ambos caminaban muy lentamentehacia la parada del tranvía o el autobús que se hallaba, al otro lado de la plaza, junto a la zona verde que había frente a la basílica. Al lado de su automóvil había una ambulancia, sin nadie en su interior.
A la entrada de via Tasso, dos manzanas más allá de donde se encontraba Bora, dos hombres de las SS que montaban guardia en la esquina seguían con la mirada a un grupito de muchachas alegremente vestidas que pasaban junto a la puerta de la Scala Santa.
Bora consultó el reloj que llevaba en la muñeca derecha. Eran las once menos cuarto. A las once, una vez al mes, el informante acudía puntualmente a la cita con un oficial de la Gestapo de paisano y entregaba la lista a cambio de dinero. No se veía por ningún lado al oficial de paisano, que quizá aguardaba en via Tasso o en su paralela, via Boiardo.
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