– ¿Cuándo tiene que volver? -le preguntó el piloto alegremente, mientras Bora bajaba de la avioneta-. Necesito un buen rato para arreglar esto.
– Esta noche no, gracias -respondió Bora con alivio. Aunque la lluvia todavía no había llegado a la ciudad, en el este un oscuro muro de nubes creaba una ciudadela de almenas cambiantes. El aire estaba cargado de humedad e impregnado del aroma de los jazmines en flor que crecían en los márgenes del aeródromo. Cuando Bora llegó al cuartel general para volver a organizar los movimientos de la retirada, cuatro meses después de la última vez que lo había hecho, soplaba un fuerte viento.
Dos horas más tarde, sobre la acera caían unas enormes gotas en forma de estrella. Descendían con un sonido restallante, corno si se dirigiesen hacia la tierra una por una, y una vez más el viento transportaba el perfume de jardines visibles e invisibles. Bora creía haberse entrenado hasta tener un control casi perfecto de sí mismo, pero el aroma de la tierra mojada por la lluvia le resultaba extrañamente excitante. Se preguntó si había desperdiciado sus noches en Roma, ahora que tenía que irse y no quería hacerlo. Debía dejar de pensar en la señora Murphy y encontrar a otra mujer. Otra mujer. Ignoraba cuántos días le quedaban, pero tenía que conocer a otra mujer y no partir de Roma sin haber hecho el amor al menos una vez tal corno lo deseaba, largo rato, despacio, con intensidad, sin buscar excusas, sin beber, sin preocuparse por las enfermedades.
– ¿Adónde, mayor? -preguntó el conductor del ejército, en posición de firmes.
– A Frascati.
La tormenta que azotaba Roma era formidable, cargada de una electricidad que provocaba extraños fuegos de San Telmo en los cables de teléfono y sobre las iglesias más altas. Un cielo amarillo bordeaba las oscuras nubes de color acero allí donde la tormenta ya había pasado. El blanco brillaba fosforescente y los rojos se destacaban como sangre; los demás colores estaban apagados, turbios. A Bora le pareció que dejaba atrás una ciudad que ardía lentamente bajo una bíblica cortina de humo. Cuando empezó a llover, no pudo distinguir nada hacia delante ni hacia atrás, pero por la ventanilla lateral vio que las cunetas se llenaban rápidamente de una corriente turbulenta y fangosa.
Seguía recordando la conversación que había mantenido el día anterior con Borromeo, quien había accedido a reunirse con él en el hospital por cuestiones de privacidad o incluso (¿por qué se le ocurría pensar tal cosa?) para que viera a la señora Murphy. Corno segunda condición, Bora había formulado al cardenal preguntas muy concretas, del tipo «¿Hizo usted…?» o «¿No hizo…?», y Borromeo no admitió nada de forma directa. «Pero indirectamente -pensó el mayor- me dio a entender que estaba arrepentido… tan arrepentido corno puede estar Borromeo de algo, y que me facilitará la información más adelante. Asegura que nosotros teníamos que saber lo que estaba pasando, que forma parte de la misión humanitaria de la Iglesia, aunque su concepto de persona necesitada de ayuda es tan amplio que incluye tanto a monárquicos como a partisanos, soldados enemigos y agentes dobles. Admite que a veces hubo errores… No logro acostumbrarme al modo que tiene el clero de hablar de los errores, como si éstos surgieran por sí mismos, como si no fuesen culpa de nadie. Peor aún, reconoce que las cosas se le fueron de las manos alguna vez, hasta el punto de no saber qué ocurría después de prestar el socorro. Eso podría significar varias cosas, entre ellas lo que yo creo que ocurrió. Dios mío, espero que la Iglesia sea tan generosa con nosotros cuando necesitemos ayuda…»
24 DE MAYO
El miércoles, a las seis menos diez de la mañana, Bora entró en su oficina v encendió la luz. El teléfono sonó casi de inmediato. Descolgó el auricular y escuchó el informe de un intenso bombardeo en el oeste.
– ¿Cuándo empezó?
La voz de su interlocutor parecía llegar de otro mundo.
– Hace cinco minutos.
Bora tomó nota de la hora (5.45) y formuló las preguntas de rigor.
– Llámeme cuando acabe -concluyó.
Acababa de hablar con Westphal por otra línea cuando volvieron a telefonearle desde las afueras de Anzio. El bombardeo había terminado. Bora consultó el reloj. Cuarenta y cinco minutos. No era algo inusitado, pero se sintió intranquilo.
– ¿Ha sido muy intenso?
– Mucho, mayor, un infierno de fuego y humo. No se ve nada más allá.
Bora contempló el mapa. Su atención seguía volviendo a Cisterna, donde se cruzaban varias carreteras, entre ellas una muy estrecha que conducía a Valmontone a través del puerto de las montañas Lepini. A sólo a trece kilómetros de Frascati, Cisterna custodiaba los lagos de los montes Albani. Bora se quedó de pie junto al escritorio mientras esperaba a hablar con Westphal de nuevo, sumido en unas preocupaciones demasiado vagas para expresarlas en términos militares. `Cómo podía decir que al cabo de dos semanas se dirigirían hacia el norte de Roma a causa de lo que estaba ocurriendo en ese momento? Su informe fue sucinto v ceñido a los hechos, pero debió de transmitir su estado de ánimo, porque Westphal hizo una pausa y luego observó:
– Esperemos que la situación no sea tan grave.
El miércoles Guidi se mudó del apartamento de via Paganini. La signora Carmela no hizo nada para retenerle e incluso le ayudó a preparar el equipaje.
– Le diré adiós a Francesca de su parte.
– Sí, por favor. Creo que tendrá bastantes comestibles hasta que ella vuelva mañana. Mientras tanto haré lo que pueda para que liberen al profesor. Le he visto esta mañana y me ha dicho que está bien… ha hecho algunos amigos entre los trabajadores. Cree que ha encontrado una moneda antigua mientras cavaban en la orilla del río. No se preocupe por él.
Con las maletas a los pies, Guidi decidió llamar al despacho de Bora antes de marcharse. Se oía música ( Signorine Grandi Firme …) procedente del apartamento de Pompilia, así como el sonido de zapatos que se movían al bailar. Para ser un manojo de nervios, parecía muy capaz de entretener a dos o tres hombres a la vez, sobre todo adolescentes ingenuos a los que conseguía conocer quién sabía cómo y dónde. Las carcajadas inmaduras y estridentes de los jovencitos también llegaban hasta allí.
Tuvo que aguardar varios minutos hasta que el mayor se puso al aparato.
– Soy Bora -se identificó el alemán con brusquedad, y a la pregunta directa de Guidi respondió-: Sí, lo he hecho. Merlo ha admitido que regaló las braguitas a la chica; dice que ella las llevaba puestas aquel día y que se vieron para un polvo rápido por la tarde. Puesto que Magda no las llevaba cuando murió, parece razonable pensar que el asesino las tiró a la basura con el resto de los objetos que encontramos allí.
Por el mal humor de Bora, Guidi sospechó cuán desesperada era la situación militar. Sin embargo, tenía que aprovechar las escasas ocasiones en que podía hablar con él.
– Bien -dijo pensando en voz alta-, supongamos que la manta y demás objetos pertenecían al inquilino misterioso y que ella se los había proporcionado. Supongamos que él la mató, por el motivo que sea. ¿Por qué iba a entretenerse en tirar todo eso a la basura, cuando lo más apremiante era huir?
Bora se quedó callado unos segundos, durante los cuales se oyó ruido de papeles. Luego dijo:
– Sí, tal vez fuera más apremiante, pero no necesariamente lo más oportuno. Después de todo, tenía un escondite seguro. En la confusión que siguió al asesinato, probablemente tuvo tiempo suficiente para cerrar la puerta de Magda, coger las llaves, sacar todas las pruebas que pudo del siete B, tirarlas a los cubos de basura de la calle y huir. Los informes policiales dicen que eran las ocho cuando llegaron al lugar y el Servicio de Seguridad tardó una hora más en llegar.
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