– Como todos los instigadores, usted no aparecerá si hay peligro.
– Creo que los dos hacemos esto para fastidiar a Kappler.
– Yo no.
Dollmann limpió la ceniza de su cigarrillo que había caído en el salpicadero con un movimiento melindroso de sus dedos enguantados.
– ¿Y cómo sabe que no le delataré después?
– No lo sé. Seguramente ni siquiera me importa. Todos nos vamos a dormir con nuestra conciencia y debemos enfrentarnos a ella a la mañana siguiente. Después de estar en Stalingrado no voy a venirme abajo y preocuparme por Kappler.
Acabaron de pasar los carros blindados, tan llenos de polvo que pronto se confundieron con el paisaje de la ladera de la colina mientras avanzaban ruidosamente. Dollmann bajó la vista y agitó los dedos para quitarse la ceniza.
– ¿Qué pensaría Wolff? Me remuerde la conciencia cuando me acuerdo de él.
– Fue Wolff quien, para complacer al Papa, sacó de la cárcel a Vassalli, aunque es socialista y jefe de la resistencia. Me parece que vamos haciendo nuestras propias leyes sobre la marcha.
Dollmann encendió el motor del coche y se incorporó de nuevo a la carretera. Bora le miró con expresión divertida.
– Desde luego -añadió-, yo no pienso denunciarle, coronel, pase lo que pase.
No volvieron a Roma hasta la mañana del domingo 23, cuando Gaeta había caído ya ante las tropas norteamericanas y los británicos habían tomado -y perdido- el aeródromo de Aquino. En lugar de comer, Bora telefoneó al ras Merlo a la oficina de la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas Profesionales y Artísticos.
Merlo le reconoció de inmediato. Se oyó un ruido de fondo, que podía significar que había ido a cerrar la puerta, y a continuación acompañó su saludo de un ansioso:
– Bueno, mayor, ¿ha cogido ya al asesino de Magda?
– Estoy en ello. -Aunque Bora sabía que debía añadir algún tratamiento de deferencia, no lo hizo-. Debo hacerle una pregunta delicada en relación con el asunto que tenemos entre manos. No, por desgracia no tengo tiempo de reunirme con usted, debe bastar con el teléfono. -Mientras hablaba con el receptor apretado entre el cuello y el hombro, deshizo el paquete de papel marrón que contenía los objetos que Guidi había recuperado del cubo de basura. Dejó a un lado el abrelatas y pasó la mano por la manta del ejército, que estaba doblada-. Sin duda -añadió- se dará cuenta de la importancia de que responda con sinceridad.
– ¡Claro que sí! -Merlo parecía nervioso al otro lado de la línea-. ¿Cuál es la pregunta?
– Quiero que me diga si hizo usted el siguiente regalo a la signorina Reiner. -En el interior del paquete Bora había encontradola ropa interior femenina. Sin querer tocarla, la miró mientras la describía-: Unas braguitas de seda color hueso, con dos tiras de encaje gris. -Sin embargo, tuvo que tocarlas para ver si tenían etiqueta-. No llevan etiqueta. Así pues, parece que fueron hechas a medida.
Merlo no dijo nada. Bora observó la delicada prenda, de puntadas meticulosas; el objeto más extraño que podía imaginar en su austero escritorio. En realidad deseaba pasar los dedos por la seda, palpar el fino encaje, pero no era ni el momento ni el lugar. Estaba a punto de insistir cuando Merlo preguntó con tono airado:
– ¿Y dónde las ha encontrado? Exijo saberlo.
Quizá porque se había excitado, Bora se irritó.
– Usted no está en posición de exigir nada, secretario general. ¿Compró usted esta prenda o no?
Merlo resopló por el teléfono, impaciente.
– ¿Y qué pasa si lo hice? No es ningún delito hacer un regalo.
– Desde luego que no. ¿Lo hizo usted?
– Sí. Hice que le confeccionaran un conjunto, después de que ella eligiera la seda en via Tritone, en ISIA. Esas eran las braguitas que llevaba el día que murió. Nosotros… bueno, basta con decir que sé que las llevaba, mayor. Y es mejor que esta indignidad sirva para algo.
Magda Reiner no las llevaba debajo del camisón cuando murió.
– Seguro que sí -repuso Bora, y colgó el auricular.
A unas pocas calles de distancia, Francesca dijo a la signora Carmela que no se encontraba bien. Guidi volvía de comprar la edición dominical del periódico cuando, para su sorpresa, Pompilia salió corriendo del apartamento de los Maiuli.
– ¿Tiene su coche ahí fuera, inspector?
– Sí, ¿por qué?
– Tiene que llevar a la signorina Lippi al doctor, rápido. ¡Ha roto aguas!
– ¿Agua? ¿Qué agua? -Guidi buscó las llaves en el bolsillo.
– ¡Es igual! ¡Traiga el coche junto a la puerta!
– ¿Dónde está la signora Carmela?
– En el salón, rezando a san Judas, la muy boba. ¿Quiere traer el coche de una vez?
Francesca estaba doblada en el borde de la cama, en su habitación. Pompilia vaciló, y Guidi sólo se fijó en que el lecho estaba empapado de líquido, al igual que el suelo, pero no había sangre. Francesca rechazaba la ayuda con una mano y se balanceaba sin enderezarse, lanzando roncos gritos entre las palabras que pronunciaba con tono lastimero:
– Me muero… me muero… me muero…
– No te estás muriendo. -Pompilia le apartó el cabello del rostro, mientras Francesca se inclinaba-. Sólo estás pagando la diversión que tuviste. -Se volvió hacia Guidi, que se había quedado plantado allí, al parecer incapaz de moverse, y le indicó-: Coja un edredón y ayúdeme a sacarla.
Resultaba difícil mantener en pie a Francesca, a la que llevaron casi a rastras por todo el pasillo y el salón, donde la signora Carmela se tapaba los oídos con las manos. Fue más difícil aún hacerla pasar por la puerta del piso, de modo que Guidi salió primero, de lado, luego Francesca, que tenía las rodillas dobladas v cuyo cuerpo grueso rozó la hoja fija, y finalmente Pompilia. Los vecinos estaban en fila a lo largo de las escaleras y su presencia sólo consiguió provocar más gritos y escándalo por parte de Francesca.
«Lo hace a propósito -pensó Guidi, impasible-. Es muy propio de ella. O quizá es que le duele de verdad.»
– ¿Cuánto tiempo tengo para llevarla?
– Llévela ahora mismo… y no se pare por el camino.
Sentaron a Francesca en el asiento delantero, tapada con el edredón. La joven sudaba y tenía la cara roja. La vecina dijo:
– Mientras grite de esa manera es que está bien. Si empieza a contener el aliento para empujar, será mejor que acelere.
La plaza de San Juan de Letrán estaba dividida en luz y sombras por la gran mole de la basílica y sus anexos. Unas palomas esperanzadas moteaban el cielo en busca de comida. En un banco de madera verde había dos soldados alemanes sentados, jóvenes y perdidos en sus uniformes de campaña de un gris desvaído, que les venían grandes. Un viejo sacerdote, que parecía una seta negra bajo su sombrero de ala ancha, subía por las escaleras hacia la iglesia. Los grandes apóstoles estaban encaramados como suicidas paralizados en el borde de la imponente fachada, en dos filas que flanqueaban a un titánico Cristo en la cruz.
Bora había dejado su coche en la esquina de via Emmanuele Filiberto y caminaba por la sombra azul que proyectaba el palacio de Letrán, esperando. Procuraba no pensar en lo que debía hacer. Disfrutaba de la mañana, de la ciudad. Rebosaba de amor por la ciudad aquella mañana, un amor juvenil, irresponsable y romántico. Allí estaba la estrecha entrada a via Tasso, entre los bloques de edificios que cercaban la parte septentrional de la plaza. Había un camión del ejército aparcado al principio de via Merulana; desde donde estaba, Bora no veía a los pocos soldados que lo ocupaban. Salió de la sombra tras consultar su reloj. Le dolía mucho el brazo en cabestrillo, pero era un dolor diferente del anterior, nuevo, tosco, soportable. Y llevaba la funda de la pistola desabrochada.
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