Había llegado el momento, pensó Guidi, de mostrar sus cartas.
– Excepto el capitán Sutor, que según los informes estaba en el edificio cuando Magda murió.
Bora guardó silencio de nuevo, y esta vez ni siquiera se oyó el ruido de papeles al otro lado de la línea.
– No voy a preguntarle cómo lo sabe -repuso por fin, con cierta crispación en la voz-, ya que debe de tener sus fuentes, pero dígame: ¿cree que fue él quien la mató?
– Primero contésteme, mayor: ¿le acusaría usted si le dijera que sí?
– Desde luego.
Guidi no dudaba que así sería.
– Respondiendo a su pregunta, le diré que no lo sé todavía.
Le informó brevemente de los movimientos de Sutor, según le había explicado el miliciano que Merlo había enviado tras él.
– Se oyó a Magda discutir con un alemán poco antes de su muerte, mayor, y alguien tiró a la basura una manta alemana y unas revistas alemanas. La persona a la que Magda escondía pudo ser testigo inocente de otra relación, y también del asesinato.
– Quizá. Se me ocurre otra teoría que me parece creíble, pero no tengo tiempo para exponérsela ahora. Si eso es todo por el momento, inspector, debo volver al trabajo.
Guidi se aclaró la garganta.
– Ya que hablamos, déjeme preguntarle por la liberación del profesor Maiuli. ¿Hará lo que pueda para…?
– No haré nada en absoluto.
– Considere los beneficios de un acto de benevolencia en estos momentos.
– ¿En estos momentos? Este momento es como cualquier otro. No me dé la lata, Guidi.
– Perdóneme por insistir, pero dudo que las cosas estén como de costumbre -replicó el inspector.
Bora colgó.
Reacio a aceptar la negativa, Guidi volvió a marcar el número. Al principio comunicaba y luego alguien atendió la llamada y le explicó en un mal italiano que el mayor había salido de su despacho. El inspector pensó que era una excusa, pero lo cierto era que Bora había partido hacia Cisterna, amenazada directamente por las tropas americanas.
Desde su balcón en via Monserrato, donna Maria observaba las evoluciones de los aviones en el cielo, veloces cazas que daban vueltas y se zambullían en el combate. Cuando el sol incidía en las cabinas o en las alas, de ellas surgía un destello como un relámpago; luego volvían a elevarse y se veían otra vez pequeños y oscuros. Bora los miraba también desde su coche, en la carretera 7, apenas pasado el puente Lungo. A diferencia de donna Maria, él sabía, gracias a los prismáticos, que los aviones que se precipitaban describiendo un amplio arco eran alemanes. Descendían sobre las verdes lomas del este o sobre la cicatriz color crema de la cantera de caliza, hacia Tivoli.
Al día siguiente los americanos atacaron Cisterna. Las tropas enemigas se reunieron en la tierra desecada, junto a Latina, lo que significaba que ya no cabía esperar gran cosa. Westphal se derrumbó durante una reunión y fue hospitalizado por agotamiento, de modo que Bora ocupó su lugar en Frascati, donde pasó todo el día con el mariscal de campo Kesselring.
Francesca regresó a casa el jueves por la mañana, sola, como si nada hubiese ocurrido. Su cuerpo volvía a ser delgado bajo las ropas, aunque el pecho y el vientre no habían recuperado aún su forma. Entró y fue derecha a la habitación de Guidi, ahora vacía.
– ¿Puedo quedármela? -preguntó a la signora Carmela-. Me gusta más esta cama.
– Y el niño… ¿dónde está?
– Con mi madre.
La signora Carmela pareció hundirse bajo el peso de su joroba.
– ¿No va a traerlo aquí?
– Por ahora no. Si no le importa, quitaré la imagen de ese santo… Me da escalofríos.
– ¿San Genaro? ¿Escalofríos? ¡Pero si es el más poderoso de todo el santoral! Y se ofende enseguida. No debe quitarlo, que da mala suerte.
Francesca, que ya había cogido el cuadro, lo descolgó de la pared.
– Tenga. -Se lo entregó a la signora Carmela-. Póngalo en su habitación, para que le dé buena suerte.
– Ya tengo a santa Lucía y san Carlos, y no se llevan bien con san Genaro.
– Pues tendrá que hacerle un hueco en el armario, porque yo no lo quiero.
– A san Genaro no le gustará.
– Ya se acostumbrará. ¿Qué hay para comer? -Siguió a la resignada signora Carmela a la cocina-. ¿Me ha llamado alguien mientras estaba fuera?
– Sólo su madre, hace una hora. Quería saber si ha tenido un niño o una niña y qué tal se encuentra.
Francesca sonrió mientras se echaba el cabello hacia la espalda.
– Debe de haber llamado justo antes de que yo llegara a su casa con el niño.
En cuanto a Guidi, le gustaba su alojamiento en via Matilde di Canossa. Tenía un apartamento con tres habitaciones, al que se llegaba después de subir por dos tramos de escaleras desde la calle, en un barrio de casas para trabajadores (case popolari) construidas por el régimen en una zona donde hasta hacía poco sólo había campos y pequeñas viviendas aisladas. Al otro lado de via Tiburtina se curvaba el muro del cementerio del Verano, asediado por todas partes por bloques de pisos y casas modernas, algunas de ellas con las señales de casi un año de ataques aéreos.
Ahora tenía una radio para él solo. Por las noches escuchaba Radio Bari y las transmisiones de la BBC después de oír la emisora nacional, Radio Roma, para tener una visión de los acontecimientos más veraz. Cassino, Fondi y Terracina estaban en manos de los aliados. No quedaba nada del aeropuerto fascista de Guidonia. Las explosiones habían continuado todo el día, más cerca y fácilmente localizables en la región lacustre de los montes Albani, donde se decía que la lucha era encarnizada.
No tenía ningún motivo para pensar en ello, pero se preguntaba qué sentiría Bora en aquellos días hechos para agudizar la resistencia de un hombre si está ganando y para desgastarla si está perdiendo… Seguro que se debatía entre la arrogancia y la generosidad, con esa incapacidad suya de expresar ningún sentimiento. Habían estado a punto de ser amigos sólo porque Bora lo había querido de un modo tiránico. Aunque nunca se le había pasado por la cabeza que el hecho de que inesperadamente el alemán hubiera dejado de insistir en el caso Hohmann-Fonseca podía deberse al deseo de protegerlo, Guidi se entristeció al pensar en la amistad que le había ofrecido Bora. Ser incapaz de sentir antipatía por él era peor incluso que despreciarle.
El teléfono estaba en el rellano de la escalera, en el piso de abajo. El jueves por la noche, Guidi llamó a la signora Carmela y acabó hablando con Francesca. La joven le contó que acababan de liberar al profesor y luego le pidió que a la mañana siguiente la llevara en coche a piazza Ungheria.
– Debo volver al trabajo, ¿sabes?
Por pura costumbre el inspector aceptó, aunque no le venía bien.
Más tarde, a las dos de la noche, le despertó una fuerte explosión que hizo temblar toda la casa como si la sacudiera un terremoto. No era una bomba aérea, a menos que hubiesen arrojado sólo una. Probablemente los alemanes estaban volando depósitos de municiones e instalaciones militares antes de iniciar la retirada. Oyó más ruidos y, cuando cesaron todos excepto el fragor de los cañones al que ya se había acostumbrado, volvió a dormirse.
Era Bora quien había dado la orden de destruir el depósito. Se quedó con los ingenieros para ver el resultado y pensó que la furia del fuego, que crecía con las sucesivas deflagraciones, era bella en la oscuridad. Desde luego, más impresionante que la voladura de los dos aeropuertos de la ciudad horas antes. Nadie despegaría de ellos nunca más. Carreteras cortadas, puentes derruidos, vías férreas destrozadas. La náusea que había sentido en Stalingrado volvía a dejarse notar, pero lentamente. Estaban empezando a matar aquella ciudad y la simple la idea le resultaba insoportable, por más que en el maletín llevara las órdenes para hacerlo.
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