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Los ataques aéreos machacaron las afueras de Roma la mañana del 26. Las explosiones agitaban el aire y aquí y allá, en los jardines y espacios abiertos, la dinarnita demolía todo cuanto los alemanes no podían llevarse consigo. Bora estaba en la ciudad de Valmontone cuando los bombarderos enemigos atacaron los depósitos de Tivoli y, aunque el espolón montañoso de Palestrina separaba su posición de la cornisa calcárea de Tivoli, el ruido era ensordecedor. Veinte kilómetros más allá, al otro lado del valle, Cisterna había caído ante el enemigo.
Cuando regresó a Roma, se percibía una actividad desacostumbrada en la ciudad. Diplomáticos y periodistas alemanes habían abandonado la mayoría de los hoteles. Los oficiales fascistas, con esposas, amantes y maletas llenas de dinero, se habían desvanecido de la noche a la mañana, mientras que los de rango inferior seguían allí, desanimados, con sus camisas negras, para hacer frente a lo que se avecinaba. Los camiones del ejército se dirigían hacia el norte. Los tanques avanzaban pesada y lentamente hacia el norte. La artillería motorizada rodaba hacia el norte. Columnas de hombres con andar cansino se desplazaban, como cintas grises, hacia el norte, flanqueadas por oficiales fantasmales sucios de polvo y sangre seca. En las calles la gente (refugiados, familias cuyo hogar había sido bombardeado, partisanos, sacerdotes, falsos sacerdotes, prostitutas) estaba furiosa. Las putas practicaban su inglés con unos folletos manoseados: « Camon, Yoni, Yoni, uant to meik loj? Ai gota sister, Yoni, liter sister …»
Su oficina estaba vacía. Entró para descolgar las acuarelas de Roma de las paredes. Sacó su diario de la caja fuerte y lo guardó en el maletín. De éste sacó una P38, no la suya, sino otra pistola del ejército que tenía desde Rusia, cogida a un prisionero soviético que sin duda se la había quitado a su vez a un soldado alemán. La había probado en Valmontone y ahora la limpió laboriosamente, por si le resultaba útil antes de deshacerse de ella. Aunque su cita con Treib no era hasta al cabo de dos días, ya se había quitado el cabestrillo y empezaba a usar el brazo izquierdo. No le dolía demasiado.
Después de salir del Flora ordenó a su chófer que le llevase al centro de la ciudad. Durante el trayecto no miró las filas de civiles de rostro atezado ni los vehículos del ejército que avanzaban lentamente por las calles estrechas en dirección opuesta a la suya. Se apeó ante la escalinata de piazza di Spagna para comprar flores a un vendedor de cabello cano que estaba acuclillado junto a un montón de fragantes ramilletes. Dejó el coche al pie de la colina del Capitolio y con los brazos cargados de lilas y mimosas subió por la larga escalinata hasta la plaza, donde la corola de adoquines en forma de telaraña del pavimento rodeaba el vacío pedestal del monumento de Marco Aurelio.
Dentro del museo cerrado, Bora lo sabía muy bien, la tensa loba enseñaba los dientes por encima de los sacos de arena, como si triunfase sobre lo que éstos representaban. Con las orejas aguzadas, se mantenía vigilante entre los frescos que a Bora tanto le habían impresionado cuando volvió a Roma. Las pinturas narraban la historia de la defensa del Capitolio contra los invasores bárbaros y, por más que él hubiera querido verse del lado de los romanos, estaba muy claro que pertenecía al otro bando.
Tras rodear el pedestal, inútil sin su jinete imperial y que proyectaba una larga sombra, caminó hacia la doble rampa de escaleras del Capitolio. Allí, dentro de su nicho, flanqueada por estatuas yacentes de antiquísimos dioses, se hallaba la estatua de Roma como Minerva, entronizada por encima de la vacía pila de piedra de la fuente de los ríos. Vestida de pórfido y armada, sostenía el globo terráqueo, como rezaba el antiguo verso latino, en la mano izquierda extendida. Roma, caput mundi. Bora sintió una renovada envidia de la cultura que representaba. Y vergüenza por la suya propia, arrepentimiento y culpa. Dejó las flores en el borde de la fuente cuidadosamente, se puso firmes, saludó y se fue.
En su oficina, Eugene Dollmann era como una isla de elegante indiferencia en medio del caos. Supervisaba el embalaje de varias botellas de un vino muy oscuro, casi negro. El ordenanza rasgaba y luego estrujaba las páginas del/ Messaggero para colocarlas entre las botellas de modo que no chocasen durante el viaje.
– Así me mantendré informado -bromeó el coronel-. El secreto mejor guardado de la región, este vino Cesanese: espeso, suave y con cuerpo, pero que engaña… un gran vino para pasarlo bien. Mancha tanto como las bayas de saúco. Dígame, Bora, estoy buscando un regalo para el general Wolff. Algo artístico pero que no pese mucho. ¿Qué me aconseja?
Bora agradecía aquella ligereza, que contrastaba con el frenesí reinante.
– Si le gustan los óleos, Coleman es una buena elección. Si prefiere las acuarelas, yo me inclinaría por Roesler Franz.
– ¿Vendrá conmigo a via del Babuino mañana? Pensaba pasar por Perera o alguna de las otras tiendas.
– Ahorre tiempo, coronel. -Bora abrió su maletín-. Aquí tiene mis acuarelas de Franz… regáleselas al general.
– ¿Está seguro de que quiere desprenderse de ellas?
– Sí. Ya he hablado con el mariscal de campo y voy a volver al frente en cuanto salgamos de la ciudad. No necesitaré a Roesler Franz donde voy.
– ¿Ha obtenido el mando de un regimiento?
Bora asintió.
– Me reuniré con los hombres en el lago Bolsena.
Una vez empaquetado el vino, el ordenanza salió de la habitación.
– ¿Y lo del domingo? -preguntó entonces Dollmann, muy serio.
– Lo haré tal como está planeado.
– ¿Quiere que vaya con usted?
– No es necesario. Ya he sufrido toda la ansiedad que podía sentir en la vida y conozco al dedillo todos los detalles. Desde la Ética de Aristóteles hasta las Meditaciones de Marco Aurelio he vuelto a Leibniz, nacido en Leipzig como yo, y su frase: «Debe hacerse y se hará.» Lo que me resultará más dificil es negar la operación si llegara el caso… Se me da mal mentir.
Dollmann le miró ligeramente alarmado.
– No tiene elección. Piénselo… Daría al traste con la operación. Westphal se sentiría muy violento, yo mismo me vería impli cado, su familia caería en desgracia, y no digamos lo que podría ocurrirle a usted.
– Sí, ya he considerado todo eso y ahora estoy bien.
En cuanto a donna Maria, no se dejó engañar por el autocontrol de Bora. Aquella noche, le observaba con ojos recelosos, temerosa de lo que el mayor había decidido no contarle.
– Martin, nos conocemos desde hace veintitrés años y eres para mí el hijo que nunca he tenido. Por favor, no me asustes. Dime qué piensas hacer mañana.
Bora negó con la cabeza, más para prohibirse a sí mismo hablar que como respuesta a la petición de la anciana.
– No puedo decírselo, donna Maria. Si todo sale bien, vendré a verla mañana por la noche.
Los hombros de la mujer se encorvaron.
– Me asustas. No tiene nada que ver con la guerra, ¿verdad?
– Todo tiene que ver con la guerra. No puedo apartarme de ella.
– Puedes quedarte aquí y no hacerlo.
– No puedo. Por favor, vaya a misa por mí mañana.
Bora se quedó en casa de la dama hasta muy tarde. Poco a poco, distraídamente al principio, empezó a hablarle de Rusia, de la muerte de su hermano, de Stalingrado. Las terribles historias salían por su boca como si estuviese relatando un sueño pero, como los crímenes no eran suyos, no podía liberarse hablando de ellos; era un testigo encadenado para siempre a esas imágenes por el recuerdo.
Ah, lo que había visto, lo que había visto y llevado consigo durante todos esos años: las largas fosas abiertas en el este, con las víctimas preparadas para caer en ellas; las iglesias y los pueblos incendiados, de los que surgía, como de un festín incestuoso y corrompido, el hedor de la carne humana quemada… Moscas azules que asediaban los cadáveres; cadáveres y más cadáveres que mancillaban la primavera e infectaban el aire estival y en invierno se quedaban rígidos por su propia sangre congelada como en un crujiente manto de eternidad. Cómo había atravesado siguiendo las huellas de las SS, sin culpa alguna y sin embargo atormentado por los remordimientos, las regiones Judenfrei , donde durante semanas la sangre se había podrido en los cadáveres hinchados. Al darles la vuelta el nauseabundo olor a sangre putrefacta se elevaba del líquido espeso y negro que rezumaba de la boca y la nariz, y que la primera vez hizo que se tambaleara, a punto de perder el conocimiento.
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