En tiempos de guerra y más en domingo, no había tráfico en las calles, lo que Guidi agradeció mientras circulaba a toda velocidad, con un pañuelo blanco metido entre el cristal y el borde superior de la ventanilla para indicar que se trataba de una emergencia. Había estudiado el itinerario, por si acaso, y conducía con seguridad hacia via Morgagni.
Francesca no respondía a sus intentos de distraerla. Tenía el rostro desencajado y dejaba escapar profundos gemidos mientras se apretaba el vientre.
– Deprisa, deprisa -le decía con voz ronca-. Me muero, corre… -Luego se ponía a llorar y gimotear otra vez.
Habían llegado a la mitad de viale Liegi cuando Guidi vio que la calle estaba bloqueada por los alemanes, que cerraban los cruces con via Tagliamento v viale della Regina. No había más remedio que detenerse y buscar frenéticamente los papeles para enseñárselos a los soldados. Pero éstos no querían verlos; estaban allí para desviar el tráfico de viale della Regina. Guidi salió del coche y mostró sus credenciales de policía, pero eso no les impresionó. Sí, polizei , muy bien. Pero ni siquiera la policía podía pasar.
– ¡Tengo una mujer de parto en el coche!
Al verlo gesticular los alemanes recelaron y empuñaron las armas que llevaban al hombro. Uno le empujó hacia el automóvil y Guidi le respondió con un empellón. El cañón del arma se le incrustó en la boca del estómago, y luego un teniente del ejército cruzó la calle para ver qué ocurría. Guidi intentó explicárselo. El teniente comprendió y le habló con un fuerte acento del Tirol italiano.
– No son más que excusas… hemos visto muchas mujeres embarazadas con cojines. Atrás, atrás.
– Haga el favor de mirarla.
– No; vuelva atrás.
– ¡Si no me dejan pasar tendrá el niño aquí mismo! Un agudo grito de Francesca hizo que Guidi se acercara al coche; el teniente lo siguió con cautela.
– ¡Aaaaah, que viene, que viene…! -exclamó la joven.
El alemán estaba ahora menos rígido, pero aún no convencido. Entonces ella hizo lo impensable: se levantó el camisón y le enseñó el abultado vientre. El teniente se ruborizó.
– Lo… lo siento… -tartamudeó-. Adelante, pasen… -Se volvió hacia los soldados y les indicó-: Nur heran!
Con la extraña escolta de un motorista del ejército alemán, Guidi llevó a Francesca hasta la casa de los Raimondi. Todo sucedió con gran rapidez a su llegada. El doctor y su esposa ayudaron a entrar a Francesca y la llevaron a una habitación que ya tenían preparada.
– ¿Llega ya? -preguntó Guidi, nervioso.
– No, todavía no.
– Pero ella ha dicho…
– Dice que lo ha hecho para que los alemanes les dejaran pasar… Desde luego, está de parto, pero tardará unas horas todavía.
Guidi no pudo evitar pensar que Clara Lisi, en Verona, podía estar pasando también por aquel suplicio, dando a luz al hijo de su amante ejecutado. Otro caso criminal, otra decepción al descubrir la verdad. Qué cerca había estado entonces de enamorarse también.
– ¿Debo esperar? -preguntó al doctor Raimondi.
– No hay motivo alguno para que se quede. Francesca está en buenas manos. Le llamaremos cuando haya dado a luz.
Eugene Dollmann se puso en pie de un brinco cuando Bora entró en la solitaria sala del fondo de la Birreria Albrecht, en via Crispi, tan tranquilo en apariencia que el coronel pensó que todo había salido bien.
Sin embargo, el mayor dijo:
– El informante no ha aparecido. He esperado casi una hora y al final he tenido que irme. ¿Está seguro de que esto no es cosa de Kappler?
– Estoy seguro. No entiendo qué ha podido pasar.
Bora no tomó asiento.
– Mañana pasaré todo el día en Soratte -explicó-. A menos que se produzca algún imprevisto, volveré a San Juan el domingo que viene.
Mientras lo conducía hacia el venerable salón, la condesa Ascanio le dijo que estaba muy pálido. De hecho Bora empezaba a dejar escapar la tensión acumulada mientras esperaba en la plaza y estaba un tanto aturdido. Se desabrochó la guerrera sin quitársela. Sentado en su silla favorita, dejó que los gatos se restregaran contra sus botas y se le subieran al regazo. A instancias de la anciana, guardaba algunas prendas de ropa en la casa; sin darle tiempo a que le preguntara nada, le pidió:
– Por favor, ayúdeme a cambiarme, donna Maria. Tengo prisa y necesitaré que me eche una mano con la camisa y la corbata.
***
Vestía de paisano cuando vio a la señora Murphy en el hospital del Santo Spirito, a las cuatro y media del domingo. Se preguntó si la mujer pasaba alguna vez el tiempo con su marido. Aunque ella sabía que Bora había pedido ver al cardenal Borromeo, mientras se acercaba a él desde el umbral de una puerta preguntó:
– ¿A quién espera?
Bora se puso en pie para responder y ella le escuchó mirándole con su habitual franqueza.
– ¿Cuándo le han operado el brazo? -inquirió ella-. No debería ir por ahí haciendo recados.
– Eso no importa, ¿verdad?
– No, pero cuadra muy bien con esa idea infantil de heroísmo que alimenta su gobierno.
Bora se habría irritado si hubiese sido otra persona quien hubiera pronunciado aquellas palabras.
– La verdad es que tiene más que ver con el trabajo que con el heroísmo. -Le devolvió la sonrisa.
– Como quiera. El cardenal pasará por aquí un momento… pero tendrá que esperar.
– Esperaré.
Esbelta y segura con su traje primaveral (Bora sabía muy bien que las mujeres hermosas siempre se muestran seguras con los hombres que se sienten atraídos por ellas), la señora Murphy se apoyó contra el marco de la puerta.
– Hemos tomado Gaeta. ¿Se ha enterado?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo tardará en caer Roma?
La seguridad del mayor también aumentó un poco.
– No lo sé. Hasta ahora han avanzado una media de trescientos metros por día desde la costa. El río Melfa está al menos a cuatro veces esa distancia de Anzio. Podrían tardar un año y medio.
Ella sonrió y se apartó de la puerta.
– No miente bien en inglés.
– Miento aún peor en alemán.
– Le diré al cardenal que está aquí.
***
Guidi descolgó el auricular cuando llegó la llamada. Era poco después de las seis y había pasado las siete horas anteriores en el salón, que por fin la signora Carmela había abandonado para ir a rezar a los santos en su habitación.
– Francesca ha dado a luz hace diez minutos -explicó, feliz, la signora Raimondi-. Es un varón, muy guapo. Pesa por lo menos cuatro kilos. Ella está bien. Todo ha ido estupendamente. Si me disculpa, tengo que ir a ayudar a mi marido. Buenas tardes.
22 DE MAYO
El lunes, el éxito del avance francés fue un golpe incluso para el curtido Kesselring. Mientras los oficiales estuvieron juntos, nadie manifestó abiertamente su consternación. En privado, Westphal comentó:
– Bora, esto es un desastre. No podemos llevar agua en un cedazo. En cuanto vuelva a Roma, empiece a organizar las primeras fases de la retirada. Luego corra a Frascati… vea con sus propios ojos cuál es la situación. Sobre todo, averigüe qué está ocurriendo en Cisterna. Los aliados intentarán reunirse en la tierra desecada. Llame desde Frascati. Después quédese en Roma hasta que yo regrese.
Bora aterrizó en la zona sitiada de Centocelle tras un vuelo muy movido. Se habían encontrado con una tormenta y el fuego enemigo había alcanzado el frágil aparato de un solo motor, de modo que los últimos diez minutos avanzaron a trompicones por encima de unos campos planos y verdes, rozando los árboles y perdiendo velocidad.
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