– ¿Ha visto al profesor? -inquirió la signora Carmela desde su puerta.
– No; porque separaron a los hombres y las mujeres, y yo era la única mujer. A los hombres se los llevaron a trabajar. -Pompilia se volvió hacia otro vecino curioso, con los rojos labios apretados-. ¿A mí? No; no me han hecho trabajar. Estoy muy mal de los nervios. Enseguida se dieron cuenta.
– Entonces -insistió un tercer vecino-, ¿dónde ha estado desde que la soltaron?
Pompilia no respondió.
– Necesito descansar. -Echó la cabeza atrás con gesto de sufrimiento y entró en su piso. Pero los que insistieron lo suficiente averiguaron que al parecer, en un discreto hotelito cerca de la estación Termini, y para gran satisfacción de sus captores, a su modo Pompilia había llevado a cabo un duro trabajo.
17 DE MAYO
Cuando Bora salió del hospital el miércoles por la mañana, Guidi lo aguardaba sentado en la sala de espera. Le explicó que había llamado el lunes, tal como habían quedado, y que el capitán Treib le había indicado que volviese aquel día. No dijo nada al verle el brazo en cabestrillo y sin la prótesis, y el mayor no hizo ningún comentario acerca de su salud.
– Me alegro de que haya venido, Guidi -fue su saludo, como si no se hubiesen separado una semana antes de la peor manera posible-. Conseguí telefonear a los padres de Magda Reiner antes de ingresar.
Con el mismo tono, Guidi repuso:
– Supuse que eso era lo que quería decir su mensaje. ¿Averiguó algo útil?
Una hilera de sillas incómodas se alineaban contra la pared de la sala de espera. Bora colocó su maletín encima de una y lo abrió.
– El padre de la niña era un norteamericano.
– No creo que ese dato nos sirva de nada.
– Yo tampoco. -Bora sacó un libro grande del maletín-. Cortesía del coronel Dollmann. El hombre en cuestión fue finalista de la carrera de obstáculos. Magda le puso su nombre a la niña.
– Muy bien, pero sigo sin ver…
Después de mostrar al inspector el título del libro ( Die Olympischen Spiele , 1936) Bora lo abrió por las páginas ilustradas dedicadas a la carrera de los 110 metros valla.
– Aquí. Por favor, mire. El medallista de oro y nuevo récord del mundo fue Forrest Towns, de Estados Unidos, con catorce coma dos segundos. Otro estadounidense, Pollard, ganó la medalla de bronce con catorce coma cuatro segundos. Después del canadiense O'Connor, que llegó en sexta posición, iba un tercer estadounidense, William Bader. Los padres de Magda no sabían su apellido, porque ella nunca se lo dijo, pero el nombre de la niña es Wilhelmina.
– En fin, mayor… William no es un nombre tan raro, ¿no?
– No. Willi, el nombre que aparece en las cartas de Magda, es un diminutivo cariñoso alemán de Wilhelm o incluso de Wilfred, no de William. Creo que resulta interesante. Los padres me dijeron que el atleta era de Saint Louis, una ciudad de Missouri.
Guidi tenía tantas preocupaciones (Francesca, las consecuencias de la muerte de Rau, el odio que le profesaba Caruso…) que el reciente interés del alemán por la vida amorosa de Magda le ponía furioso.
– Muy bien, ya sabemos quién es el padre de la niña, mayor -susurró-. ¿Por eso me ha llamado?
– En los próximos días espero averiguar muchas más cosas. -Bora volvió a guardar rápidamente el libro en el maletín y con éste en la mano salió con Guidi del hospital-. Además, querría que me hiciera un favor. -Le tendió una lista escrita a mano-. Tenemos que conseguir información sobre todo lo que se arrojó a la basura en el barrio de Magda Reiner la noche de su muerte. Seguramente, como el mercado está cerca, los basureros rebuscan en los cubos.
Guidi se guardó la lista en el bolsillo sin leerla.
– Supongo que no le interesa oír lo que he averiguado en los días pasados. -En el aire soleado de la primavera se sintió vivo y rebelde, igual de asqueado de Roma que de la guerra, de Bora, de los alemanes e incluso de los norteamericanos, que podían ganar medallas olímpicas pero parecían incapaces de romper las defensas nazis.
El mayor dejó el maletín en el asiento trasero del Mercedes, que lo esperaba junto a la acera.
– Se equivoca. Tengo mucha curiosidad y francamente, sin su enfrentamiento con Caruso, me habría sentido tentado de arrojar al ras Merlo a sus compatriotas. Por favor, cuénteme qué ha descubierto, pero no aquí. No me gusta hablar en la calle.
Se dirigieron en el Mercedes (la ventanilla lateral todavía carecía de cristal) hacia el centro de la ciudad, y durante todo el trayecto Bora criticó la construcción de edificios modernos entre las villas que en otro tiempo se hallaban en las afueras. Guidi guardó silencio hasta que llegaron al Latour's, en via Cola di Rienzo, ya que estaba claro que el alemán se moría por un café y pensaba tomarlo en el mejor local. Ante una taza humeante, y decidido a no informarle de que Sutor estaba dentro del piso en el momento del crimen, anunció:
– No fue Magda quien compró la ropa. Por la descripción, fue Hannah Kund.
Bora le miró con verdadero interés.
– Quizá fuese porque Hannah habla italiano y Magda no.
– En cualquier caso, Hannah no me lo dijo cuando hablé con ella. Por otro lado, los vecinos habían observado que Magda se paraba a menudo junto a los cubos del mercado, camino del trabajo, y echaba basura que sacaba de una bolsa de papel. En estos tiempos de escasez la gente se fija en esas cosas, ya que por lo visto gastaba más latas de conservas que las que cabe esperar que consuma una sola persona. Y me he adelantado a usted en lo que concierne a las pruebas que pudieron arrojarse allí la noche de su muerte.
– Excelente. ¿Hay una manta en su lista?
– Una manta del ejército alemán, que se quedó un basurero… Sí, la tengo en mi despacho. El hombre dice que la encontró en el mismo cubo que una pila de revistas militares alemanas, algunas de ellas rotas en tiras, al parecer para usarlas como papel higiénico… también se las llevó a casa. Le enseñé unos números recientes que tenía a mano y reconoció las cabeceras del Signal , Adler y Wehrmacht .
Guidi miró fijamente a Bora, que se limitó a comentar:
– Está claro que al menos pensaban arrojar al inodoro todos los ejércitos de las fuerzas armadas. ¿Qué más?
– Una botella cerrada de agua mineral, tres latas de carne sin abrir, un abrelatas y un par de braguitas de fantasía. Las revistas han desaparecido, y también la botella y las latas. El abrelatas y las braguitas están en mi despacho, con la manta. Todo ello estaba metido en una funda de almohada.
Bora no trató de ocultar su júbilo.
– Qué interesante. ¿Y qué sabemos del llavero?
Guidi meneó la cabeza.
– Probablemente lo arrojaron en otro sitio o se lo llevó otra persona.
– De todos modos está muy bien. Pero ¿por qué hemos tardado tanto en obtener esta información?
– Sus colegas del ejército alemán destinaron al basurero asignado al barrio de Magda a limpiar los escombros de los ataques aéreos hasta hace una semana. Le ha costado mucho soltar el botín, sobre todo las braguitas, que había regalado a una chica.
Bora se había terminado el café. Sacó una cajetilla de cigarrillos, ofreció uno a Guidi y, tras un momento de vacilación, la guardó sin coger uno para sí.
– Le agradecería que me entregase el material en mi despacho -dijo-. Aunque no me hace ninguna gracia, la ropa interior quedará en mi posesión, ya que tendré que enseñársela a Merlo y Sutor. Estaremos en contacto por teléfono en los próximos días.
Por la tarde Bora estaba en el monte Soratte. Horas antes, el mariscal de campo había dado órdenes de evacuar Cassino. El jueves por la mañana visitó a las tropas en Valmontone, junto a la carretera 6, que estaba amenazada. Se encontraba débil y sentía fuertes dolores, pero los acontecimientos eran demasiado graves para pararse a pensar en ello. Cuando regresó al cuartel general, informó a Westphal, que parecía agotado, y salió de la oficina alrededor de las ocho, a tiempo para cenar con el coronel Dollmann y emprender el largo camino de vuelta a Soratte.
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