– No es culpa mía que ese idiota se dejara coger. Ahora debo preocuparme por mí misma, si habla.
En el desordenado salón, la signora Carmela lloraba.
– ¿Cómo ha podido Antonio hacernos esto, Francesca? Supongo que fueron sus parientes quienes metieron las armas en las maletas… pero ¿cómo fue a parar una a la cisterna del baño?
– Deje de llorar -espetó Francesca con irritación-. No sirve de nada. -Luego se volvió hacia Guidi-. ¿Por qué sigues aquí? ¿Los alemanes consideran que no representas ninguna amenaza?
Guidi dejó que demostrara su nerviosismo a su manera, enderezando los cuadros y colocando las urnas de nuevo sobre los santos. Su frialdad ante el peligro le impresionaba.
– ¿Quieres que te lleve en coche a algún sitio? -preguntó.
– No.
La joven se sentó en el sillón del profesor, lo que hizo que las lágrimas volvieran a brotar de los ojos de la signora Carmela. Sólo cuando la anciana se retiró para llorar a solas hasta quedarse dormida, pudieron hablar con total libertad. Francesca esbozó una sonrisa enigmática.
– ¿Qué puedo hacer? Si los alemanes vienen por mí, no podré salir corriendo. Y me temo que no dudarían en disparar a una mujer embarazada.
– Maiuli no durará ni una semana si le ponen a limpiar escombros o a arrastrar cuerpos.
– Podrían haberse negado a que Antonio trajera las maletas. Nadie puede hacerse responsable de la estupidez de los demás.
– ¿Y si Antonio habla?
– Se armaría un buen lío. Sabe mucho. Las SS lo reclamarán, seguro… bueno, ellos le conocen.
– ¿Y qué te ocurrirá a ti?
– Con suerte, le matarán antes de que hable.
– ¡Dios mío, Francesca, ésa no es una respuesta!
La joven volvió a esbozar aquella sonrisa extrañamente serena.
– Si tienes miedo por mí, pierdes el tiempo. Lo que tenga que ocurrir ocurrirá. -Se apretó el abultado vientre y miró a Guidi desde el sillón-. Está bajando. Dentro de un par de semanas habrá salido y entonces podremos hacer el amor de nuevo.
El inspector retrocedió, acongojado al oír sus palabras y por haberle dado motivos para pronunciarlas. No tenía ni deseos ni impulsos en aquel momento, y todo cuanto sentía se hallaba envuelto en la tristeza de lo que se avecinaba.
11 DE MAYO
Bora estaba solo en la oficina cuando llegó la noticia del ataque masivo a la línea Gustav. Al instante le brotó un sudor frío. Era la batalla final que preveía Kesselring y había empezado con el fuego simultáneo de más de mil grandes cañones, desde Cassino hasta el mar. Qué momento para que Westphal se tomara un permiso, junto con varios jefes del ejército. Borró de su mente el hecho de que había tenido que entregar a Rau a las SS y empezó su ronda de llamadas al mariscal de campo y al despacho de Maelzer, mientras buscaba también una forma de localizar al general Westphal.
De pronto era cuestión de días. Tres semanas, dos, quizá menos. Seguía los procedimientos metódicamente, se concentraba en una cosa cada vez; de ese modo los acontecimientos no perdían su gravedad, pero al menos lograba valorarlos en su justa medida. Los aliados sólo tardarían tres días en romper la línea. Por la tarde voló a Soratte, donde se enteró de que, tan pronto el baluarte de Cassino cayese, las tropas se replegarían en la periferia de Roma. Bora tuvo que salir de la sala de conferencias para serenarse. Westphal, que acababa de llegar, intercambió una mirada adusta con él; por primera vez parecía a punto de desmoronarse.
De vuelta en Roma al día siguiente, Bora supo que después de un contraataque las lineas alemanas habían cedido en torno a las cimas fuertemente custodiadas que daban al valle, enfrente de Cassino, y las tropas marroquíes entraban en tropel. Cuando Sutor le llamó para comunicarle lacónicamente que los guardias se habían visto obligados a matar a Antonio Rau antes de poder sacarle ninguna información, fue como un anticlímax. El mayor se echó a reír.
Durante todo el viernes Guidí no dejó de plantearse si debía tragarse su orgullo y hablar a Bora del profesor, a quien había visto carretear desechos en la orilla del Tíber con un pañuelo atado a la cabeza calva para protegerse del sol. Un soldado alemán de no más de dieciséis años estaba sentado en un bidón de gasolina vacío, a pocos pasos de distancia, sin preocuparse por la velocidad con que se efectuaba la operación. Aun así, era un trabajo muy duro para alguien que nunca había levantado nada que pesara más que un libro.
A pesar de las noticias alentadoras que transmitían las emisoras de radio «libres», la signora Carmela se había sumido en un estado de muda apatía y casi había que darle de comer en la boca. Hablaba del profesor como si hubiese muerto y había colgado una cinta negra en la puerta de entrada. A la hora de la cena, Francesca recibió una llamada de una mujer que, sin identificarse, se limitó a decir: «El vino se ha agriado.»
Por su reacción Guidi supuso que era algo grave.
– ¿Buenas o malas noticias?
– Buenas -respondió Francesca con voz temblorosa-. Antonio ha muerto sin delatarnos.
El sábado, dos montañas más a lo largo de la línea Gustav cayeron en manos del enemigo, después de cuatro horas de duros cornbates. El monte Majo fue tomado por los franceses a las tres de la tarde. A las cinco Treib telefoneó desde el hospital para recordar a Bora que tenían una cita. Fue Westphal quien atendió la llamada.
Lárguese -dijo al mayor con irritación-. No va a salvar el frente quedándose aquí en lugar de acudir a la cita que tenía.
***
Guidi se sintió aliviado al enterarse de que Bora no estaba, porque así podía decirse que al menos lo había intentado. Del ordenanza evasivo que descolgó el teléfono en el cuartel general recibió una información no solicitada:
– El mayor ha dejado el siguiente mensaje para usted, inspector: «Tengo noticias importantes. Póngase en contacto con el capitán Hanno Treib en el hospital de piazza Vescovio si no he vuelto el lunes.»
14 DE MAYO
– Bien, aquí está el gato curioso, sin la pata que perdió con la manteca.
Al volver la cabeza en la almohada Bora notó que se agudizaba el dolor en la sutura del brazo izquierdo.
– Adelante, coronel Dollmann.
Este se quedó de pie junto al lecho.
– ¿Por qué no me dijo que iban a operarle? Le he buscado por todas partes. Le he traído un libro de poesía. -Se sentó y observó la figura de Bora bajo la fina colcha.
– Gracias. Si los puntos se curan bien, saldré esta noche o mañana por la mañana. Dígaselo al general Westphal, por favor.
– Westphal está en Soratte. Me manda decirle que se lo tome con calma.
– Saldré mañana, como muy tarde.
Dollmann se fijó en el grueso vendaje que remataba el brazo de Bora, que tenía apoyado sobre una toalla doblada para que la muñeca reposase ligeramente por encima del nivel del codo. El brazo era fuerte, con vello rubio, musculoso. Bora cerró los ojos para no ver cómo le miraba Dollmann.
– ¿Hay novedades en el frente?
– Estamos perdiendo terreno rápidamente. Santa Maria Infante será lo siguiente. Los hombres están haciendo milagros, pero los milagros ya no pueden detener esto. -Dollmann se puso en pie. Fue a cerrar la puerta y caminó de nuevo hacia la cama
Dios mediante, el mariscal de campo convencerá al führer de que no queme toda Roma.
Bora abrió los ojos.
– ¿Se contemplaba esa posibilidad?
– Dada la situación, sí. Mire, Bora… tengo sólo unos minutos y no he venido sólo para preguntar por su salud. No me gusta hacerlo de esta forma, pero ahora está inmovilizado y bastante débil, de modo que tendrá que escucharme. -Dollmann se inclinó hacia él, con el torso en ángulo, como un sacerdote que oye atentamente la confesión más que como alguien a punto de revelar un secreto-. Sé más de lo que cree, de todo. Sé lo que Borromeo le está obligando a hacer sin darse cuenta o preocuparse por los riesgos que ello entraña. Sé cosas de Polonia, de Lago. No niegue nada, lo sé.
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