Bora sintió náuseas, contenidas sólo porque ya había vomitado todo lo que tenía dentro, hasta la saliva.
– Me gustaría que me dejara en paz, coronel.
– Ni hablar. No sé que sospecha que le ocurrió a Hohmann, pero le ruego que lo deje, en vista de lo que tengo que decirle. Me dirijo a usted porque le conozco y por su visita a Foa, y espero que escuche más atentamente que nunca en toda su vida. Es el último acto importante que llevará usted a cabo en Roma, porque en todos los demás sentidos estamos derrotados. Bora, hay un informante que lleva varias semanas denunciando judíos a Kappler. Le pagan por ello. Cientos de personas (no; no me interrumpa), cientos de personas que podrían haber sobrevivido han sido entregadas para su deportación. Ambos sabemos lo que eso significa, que Dios nos perdone. Hohmann consiguió contrarrestar la operación hasta cierto punto, pero ahora ha desaparecido. El esperaba que usted continuase el trabajo.
– Coronel, el cardenal Borromeo ya…
– No estoy hablando de una intervención humanitaria, Bora. Compréndame. Y no me conteste nada a menos que esté dispuesto a hacer algo al respecto.
Dollmann no apartaba la vista de los ojos de Bora, quien observaba atentamente sus rasgos. El mayor consiguió apaciguar su respiración. La herida reabierta y los nervios recién cortados le producían un dolor agudísimo, despiadado, que lo debilitaba. La muerte, igual que aquel mediodía en Ara Coeli, pasó presurosa entre ellos, como la sombra de una nube ante el sol mengua la luz del día. Una oscuridad transitoria que ambos percibieron, una pena viril, diferente en cada uno de ellos pero no menos masculina. La necesidad de rebelarse que sentía Bora cedió ante esa pena. Movió la cabeza, sin llegar a asentir.
– Comprendo. ¿Cómo se puede hacer?
Dollmann tenía la frente perlada de sudor, una reacción que no parecía corresponder a un rostro tan controlado y sarcástico. Impulsivamente puso la mano en la rodilla de Bora.
– Gracias a Dios, Bora. Gracias a Dios. No esperaba otra cosa de usted. Por ahora es suficiente, ya hablaremos de los detalles. -Echó hacia atrás la silla y lentamente apartó la mano de la pierna de Bora-. Antes de marcharme, dígame si puedo hacer algo por usted.
Bora estaba ansioso por quedarse solo y borrar de su mente lo que habían dicho.
– Sí -repuso-. Hay algo. Haga lo que pueda para conseguirme una copia de esto. -Tendió una nota manuscrita al SS-. No tengo ni idea de dónde puede haber una, pero la necesito con la mayor urgencia. También necesitaré el nombre y el número de teléfono del jefe de los archivos del campo de detenidos en tránsito de Servigliano.
Dollmann asintió, ya de pie.
– ¿Debo informar a Guidi de que está aquí?
– No.
– Muy bien. -Desde los pies de la cama, donde lo había dejado, el coronel acercó a Bora el libro que le había llevado-. Los poemas son de ese encantador fascista estadounidense, Ezra Pound. Lea «El desván» cuando me vaya. Yo… bueno, estaremos en contacto.
Bora tragó saliva, un movimiento que envió dolorosísimas punzadas a su brazo. Observó cómo Dollmann llegaba a la puerta sin volverse y se alejaba. Su brazo parecía ansiar una boca con la que gritar, y recordó un antiguo dicho estoico: «A las partes asediadas por el dolor, permíteles, si pueden, dar su opinión sobre él.» Su cuerpo quería gritar. Combatió la necesidad de hacerlo respirando hondo. Su alma quería gritar también, por lo que Dollmann le había dicho.
El libro de poesía que tenía bajo la mano derecha era delgado, una buena edición. Tocó el lomo, abrió el libro y lo hojeó con movimientos suaves, hasta que llegó a «El desván». Era un poema corto, que terminaba así:
Ni en la vida hay cosa mejor
que esta hora de clara frescura,
la hora de despertarnos juntos.
Qué bien le comprendía Dollmann. Con él todo ocurría así; la seducción ante la que Bora había sucumbido estaba en su interior como deseo y sólo necesitaba un ligero estímulo para manifestarse. En ningún momento el SS había violentado su mente. En el frontispicio, con tinta negra, el coronel había escrito, en lugar de una dedicatoria firmada, el amargo chiste: «Roma, Kaputt Mundi.»
Francesca se cansó pronto del abatimiento de la signora Carmela. Además, quería comer caliente.
– Tendrá que animarse -le dijo con impaciencia-. Tiene suerte de que su marido esté todavía en Roma. Si no fuera tan inútil, podría llevarle algo para comer, en lugar de quedarse aquí sentada sin hacer nada.
– No puedo ir sola al otro lado de la ciudad…
– Pues tendrá que hacerlo si quiere verle. -Como la única reacción de la anciana parecía consistir en encogerse de hombros, Francesca buscó algo para distraerla-. ¿Quiere sentir cómo se mueve el niño?
La signora Carmela nunca había pensado en esa posibilidad.
– ¿Sentir cómo se mueve el niño…?
Se acercó vacilante a Francesca, que llevaba un fino vestido plisado en la parte delantera y cuyo ombligo se destacaba en la tela.
La signora Carmela no se atrevía a tocarla, de modo que la joven le guió la mano hacia el vientre.
– Espere. Ahora.
La signora Carmela se quedó asombrada. Durante toda la mañana le tocó el vientre una y otra vez, curiosa como una niña.
– ¿Le duele? Tiene que dolerle. ¿No le duele?
– No; no duele. ¿Por qué no nos prepara un poco de sopa? Al niño le gustaría.
El lunes, Bora se encontraba físicamente peor que nunca desde que estaba Roma. Había confiado en salir hacia el mediodía, pero tuvo una hemorragia a las cinco de la madrugada. Después de una breve lucha para contenerla, Treib no quiso ni oír hablar del alta.
– Si se está quieto y hace lo que le diga, quizá le deje salir el miércoles. Si llaman preguntando por usted, les diré que no pueden verle hasta entonces.
Así pues, Bora se resignó a quedarse allí y procuró no malgastar su energía. Dejó que las enfermeras le lavaran, le afeitaran, le dieran de comer, le tomasen la temperatura y la presión arterial, le pusieran inyecciones, le preguntaran si quería algo para aliviar el dolor. Sólo a esto dijo que no, porque quería mantener la cabeza despejada. Intentó dormir y se sumió en un duermevela lleno de imágenes extrañas del que enseguida salió. Detrás de la puerta de la habitación había un calendario con la loba romana (una compañía de gas lo usaba como reclamo publicitario) y se quedó dormido mirándola.
En su sueño, la loba de bronce estaba en su cama, pero no como un perro guardián, sino como un animal dispuesto a impedir que se levantase, que saliera de allí. El precio para que le dejara marchar era (él lo sabía) su mano derecha, y Bora dijo: «No puedo, no puedo… ¿qué haría yo?» Entonces era la señora Murphy la que estaba sentada a su lado, y ella le besó y a él le pareció tan hermoso que pensó que seguramente nunca amaría a ninguna otra persona. Dollmann entró en su sueño a continuación, con un extraño uniforme blanco de verano, de modo que parecía un comandante de la marina muy atildado. Pidió a la señora Murphy que saliera y dijo a Bora: «No podrá tenerla hasta que haya hecho lo que debe hacer.» Luego él veía que le faltaban las dos manos y la loba estaba sentada en la puerta, con sus medallas en la boca.
Pompilia Marasca volvió el lunes por la tarde y la recibieron unas caras ansiosas asomadas a las puertas. No tenía peor aspecto después de la detención, incluso llevaba un par de medias nuevas, con las costuras marcadas en las gruesas pantorrillas. Sólo cuando un inquilino del segundo le preguntó cómo le había ido, alzó la vista al cielo con el entrecejo fruncido como una mártir, señal de que estaba dispuesta a que la interrogaran sobre su suplicio. Explicó que la habían llevado a la prisión femenina de Mantellate y había pasado allí la noche imaginando toda suerte de horrores. Le habían hecho preguntas y al final la habían soltado.
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