– Procure que nuestro querido Westphal le envíe al Vaticano con cualquier excusa mañana. Wolff tiene una audiencia privada con el Papa, y habrá politiqueo en acción.
Bora había dormido mal y estaba muy susceptible. Justo antes de amanecer había soñado que le habían vaciado la habitación, registrado el uniforme y robado el diario. Pero era su habitación de Lago, meses atrás; el uniforme era el de invierno de los días rusos, y en el diario sólo había escrito el nombre de Dollmann. Estuvo a punto de rechazar la propuesta. Sin embargo, sería una oportunidad de hablar en privado con Borromeo sobre el cardenal Hohmann, de modo que decidió pedir permiso para ir.
Fiel a su costumbre de no tomar nunca la misma ruta, indicó a su chófer que al día siguiente lo recogiera en el cuartel general a la hora del almuerzo y lo llevase al Vaticano por corso Italia, via Salaria, via Paganini, via Aldovrandi, viale Mazzini y viale Angelico.
10 DE MAYO
El disparo no se oyó en el piso, en parte porque la signora Carmela tenía la radio encendida. Guidi estaba en casa por casualidad entre viaje y viaje a Tor di Nona, donde la investigación de las actividades del mercado negro era una causa absolutamente perdida.
No se oyó el disparo, y tampoco el chirrido de los neumáticos del Mercedes en el pavimento y su frenazo después de subirse al bordillo en el recodo de via Paganini. Lo que siguió fue un barullo en las escaleras, e inmediatamente unos frenéticos golpes en la puerta. Guidi se apresuró a abrir. Antonio Rau entró como un rayo, atravesó el recibidor hacia el cuarto de baño y salió por la ventana de éste hacia la parte de atrás. Menos de diez segundos después, apareció un soldado alemán con una metralleta, que hizo el mismo camino y saltó también por la ventana.
La signora Carmela se quedó petrificada, pero no tanto como para no levantarse y chillar. El profesor salió de la cocina en mangas de camisa y, amplificada y más áspera por el eco de la escalera, Guidi reconoció la furiosa voz de Bora, que ordenaba a un grupo de soldados armados hasta los dientes que entrasen en uno de los pisos.
No pudo evitar gritar:
– ¿Qué demonios está pasando, mayor Bora? ¿Qué es esto? El mayor ni siquiera le miró. Estaba al pie de las escaleras e indicaba a los soldados que subieran.
– ¡Quítese de mi camino, Guidi!
Y ni Guidi ni los demás hicieron otra cosa cuando el mayor en persona se abrió paso hacia la casa de los Maiuli. Sin preguntar, buscó el teléfono con la vista y dijo unas palabras en el auricular. Desde las escaleras llegaron los agudos gritos de Pompilia Marasca, a quien los alemanes debían de estar sacando a la fuerza de su piso.
– ¿A qué viene esto? -preguntó Guidi.
Había tal angustia en su voz que Bora respondió:
– Si quiere ser útil, diga a los demás inquilinos que vayan a la calle. Acaban de disparar a mi coche ahí fuera… Han roto una ventanilla y los cristales me han caído en el regazo, maldita sea; luego el hombre ha echado a correr y ha entrado en este edificio.
Guidi palideció al pensar en Antonio Rau. Sacaron a los Maiuli junto con Pompilia, que se resistió de tal modo que tuvo que sujetarla un robusto y joven soldado, a quien los pechos de la mujer golpeaban mientras lo hacía. Con la pistola en la mano, Bora subió al segundo piso, seguido por el inspector, que intentaba razonar con él aun a sabiendas de que era imposible.
– ¿No habríamos oído el tiro si hubiese venido…?
– Cállese.
Los soldados arrancaron la lista obligatoria pegada a la puerta. Una por una, empujaron y sacaron de sus habitaciones a todas las personas, y a los pocos minutos llegaron a toda prisa más soldados de la calle y empezaron a registrar los pisos. Guidi temía lo que pudieran encontrar en el dormitorio de Francesca. Miraba con impotencia a los soldados, que provocaban una tormenta de tintineos en las urnas de cristal del salón e invadían la cocina y las habitaciones. Desde la de los Maiuli llegó una exclamación que hizo que un soldado subiera corriendo por las escaleras en busca de Bora. Sacaron dos maletas al salón y las abrieron sobre el suelo para que las viera el mayor. Estaban atiborradas de ropa vieja, pero por la forma en que los alemanes tocaban y olían las prendas Guidi dedujo que las manchas de grasa revelaban que recientemente se habían escondido armas entre ellas.
Bora no quiso oír nada más. Ordenó que subiesen los Maiuli. La signora Carmela no parecía entender la relación entre las maletas y un peligro inmediato, pero el profesor sí. Dirigió una mirada avergonzada y desesperada a Guidi. Dio a Bora su palabra de honor de que desconocía la presencia de armas, pero estaba dispuesto a responder por ello como dueño de la casa.
– Desde luego que lo hará -le interrumpió Bora-. ¿Quién más vive aquí? -Se volvió hacia Guidi-. ¿Usted y quién más? ¿Su novia? ¿Quién más?
– Un hombre que se llama Rau, un estudiante -intervino Maiuli.
– No estoy hablando con usted. Guidi, ¿quién más vive aquí?
– Nadie más, mayor.
– ¿Dónde está la mujer?
– Ha salido. No sea ridículo, está embarazada de nueve meses. ¿Qué puede querer de ella?
Bora salió del salón y Guidi fue tras él. Los soldados estaban registrando la habitación de Francesca y solo cuando la hubieron examinado de arriba abajo entraron en el baño, donde Bora les ordenó que lo registraran todo, incluso la cisterna que había encima del inodoro. Y valió la pena. En su interior hallaron, protegida por una funda impermeable, una pistola.
– Será mejor que encontremos al tal Rau o su novia lo pagará, embarazada o no.
Obligaron a formar una fila en la estrecha calle a todos los hombres adultos, incluidos los estudiantes, el viejo pianista y el profesor. En cuanto a Pompilia, los soldados la subieron al camión con sonrisas contenidas cuando la mujer dejó que se le levantara la falda floreada por encima de las rodillas y asomaron los cierres de las ligas en sus muslos.
Guidi se quedó de pie en la puerta, lejos de los demás. El Mercedes de Bora se había detenido al otro lado de la calle, ante el edificio de enfrente. Parecía imposible que el proyectil que había abierto el enorme agujero en la ventanilla lateral no le hubiese dado. El chófer barría los fragmentos de cristal del asiento posterior. ¿Cómo no habían visto los atacantes el camión del ejército que seguía al automóvil del estado mayor? Probablemente el vehículo pesado había aminorado la marcha para coger bien la curva, en un lugar donde una serie de garajes privados estrechaban la calzada. En cualquier caso, dos soldados conducían a Antonio Rau, con las manos cruzadas en la nuca, de vuelta desde via Bellini.
Cuando Bora se sentó en el asiento del pasajero del Mercedes y cerró la portezuela de un golpe, Guidi se acercó y empezó a aporrearla.
– ¿A mí no me arrestan como a los demás? -exclamó.
El alemán bajó la ventanilla sólo lo suficiente para que se oyera su voz, cargada de desprecio:
– Usted no se atrevería a dispararme.
En la desolación de la casa, las mujeres se congregaron en el salón de los Maiuli para lamentarse, sin saber que allí se habían encontrado armas. Cuando la signora Carmela, aturdida, les informó, Guidi tuvo que entrar para evitar que la atacaran. Apelaron a él; era policía, ¿no podía hacer nada? El inspector sabía que no podía hacer nada hasta que la cólera de Bora se aplacara. Y lo más probable era que la ira del mayor se desatara al saber que Rau era traductor de las fuerzas de ocupación alemanas.
Francesca regresó a las cinco en punto. Por el estado de la casa era evidente lo que había ocurrido. Fue de habitación en habitación y finalmente se detuvo ante la puerta de la suya, con la cara pálida y angustiada. Guidi se acercó a ella. La joven le susurró atropelladamente:
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