– Muy bien expresado. ¿Le apetece ahora una sambuca?
– No, por favor.
Dollmann metió el trozo de papel en el bolsillo de Bora. Le volvió la espalda mientras el mayor copiaba unas pocas direcciones en su libreta.
– Representan Tosca , con Maria Caniglia. ¿Quiere venir conmigo?
Bora le devolvió la agenda fríamente.
– ¿Y quién interpreta a Cavaradossi?
– Gigli, por supuesto.
– Entonces iré.
29 DE ABRIL
El sábado por la mañana, la secretaria de Bora sacó unos fajos de documentos de los cajones de su escritorio, recogió sus escasas pertenencias y preguntó al general Westphal si podía irse.
– ¿No quiere esperar hasta que el mayor vuelva de Soratte? Falta menos de una hora.
La joven respondió que no. Westphal sintió pena por ella, pero la dejó marchar.
El profesor Maiuli comentó a Antonio Rau que creía que no había hecho ningún progreso durante las semanas que llevaba estudiando latín. A aquel paso, todavía estarían en la segunda declinación cuando llegase el ferragosto . Tenía que aplicarse, qué demonios. Cobrar dinero por unas lecciones que no parecían penetrar, como dijo, «más allá del pabellón auditivo» era casi como robar. Rau se disculpó y prometió esforzarse; en cualquier caso, ir allí era todo un privilegio, aunque sólo fuera para escuchar a alguien que conocía el latín mejor que un antiguo romano. Además, tal vez pudiera intensificar su estudio. Como su madre se había puesto enferma y, después del ataque a via Nomentana, unos parientes se habían mudado a su casa, que se había quedado pequeña, se preguntaba si podía alojarse allí durante un par de semanas. Estaba dispuesto a pagar cien liras al día, y se contentaría con dormir en el sofá del salón.
La signora Carmela, que había estado escuchando, dijo que, por supuesto, la decisión correspondía al profesor, pero que ella pensaba que era mucho más equitativo calcular una cantidad mensual y luego dividirla por la mitad. Rau se sintió insultado. Ni hablar del asunto.
– ¿Acaso da la sensación de que no puedo permitírmelo Además, no sé cuánto tiempo me quedaré. Puede ser menos de dos semanas, puede ser más; todo depende de mis parientes, ya sabe, de si encuentran otro alojamiento. Tengo permiso de las autoridades para trasladarme. -Y si a ellos no les importaba, añadió Rau, llevaría tres o cuatro maletas que pertenecían a sus familiares. No contenían ningún objeto frágil y podían meterlas debajo de cualquier cama.
Para los prudentes Maiuli, cobrar mil cuatrocientas liras significaba la posibilidad de comprar carne y queso en el mercado negro. Y todo en aquel acuerdo les aconsejaba no informar a Guidi, por el momento.
30 DE ABRIL
A las ocho de la mañana, en un domingo en que el hospital de piazza Vescovio estaba inusitadamente tranquilo, el capitán Treib le dijo:
– Puede volver a la circulación. La prueba de Wassermann es okey.
Que lo expresara de ese modo hizo sonreír a Bora, no sólo por lo que significaba, sino por la concesión informal a la manera de hablar de los norteamericanos.
– Vamos a mi despacho -añadió Treib a continuación-. Hay algo más de lo que quiero hablar con usted. -Una vez sentado tras el escritorio metálico, preguntó-: ¿Cada cuánto tiempo siente usted dolor? ¿Todos los días?
No tenía sentido mentirle, pensó Bora.
– Casi cada día -reconoció.
– No va a mejorar, supongo que ya lo sabe. Estoy seguro de que en el norte se lo dijeron, e incluso trataron de arreglarlo. Habrá que abrir de nuevo.
Por un momento fue como estar sentado ante el médico italiano, cinco meses antes. Bora se encendió un cigarrillo.
– No puedo permitirme pasar un tiempo en el hospital.
– La cuestión es si puede permitirse ponerse enfermo en el trabajo. -Treib le miraba con expresión serena, con el respaldo de la silla apoyado contra la pared gris de la habitación-. Cuando esto termine, volverá a su regimiento, estoy seguro… le vi bajo las bombas en Aprilia. Este entreacto dedicado a las tareas diplomáticas le ha servido para recuperarse. -Bajó la vista cuando Bora le miró fijamente-. Bueno, ¿qué me dice de ese dolor? ¿Es usted uno de esos a los que la suerte hace sentirse inmortales?
Bora sonrió.
– Dos años en Rusia, con captura por parte del Ejército Rojo y huida incluidas, apenas sin un rasguño. Era dificil aceptar que el mismo cuerpo invulnerable podía resultar herido en una carretera rural de Italia.
– ¿Y ahora?
– Ahora me pregunto si un hombre que tiene dolores actúa como lo haría en circunstancias normales o reacciona a su propio sufrimiento proyectándolo. ¿Es el bienestar un requisito para la contención? -Bora esbozó una media sonrisa-. Mantengo el equilibrio, pero no sé a costa de qué. Mi mujer dice que soy un estoico, pero no es cierto. Sencillamente rechazo los problemas. Los niego. Si digo que no hay dolor, por Dios que no lo hay.
– Pero está ahí.
– Sí. Por otro lado, es cierto que lo que deseo es el servicio activo. Ahí la vida es real.
– Sólo porque lo contrario de la vida también lo es. -Treib levantó la mano para enseñarle la cicatriz que le había dejado la bala disparada por la resistencia junto a Albano-. Como averigüé yo mismo hace dos meses.
Bora se alegró de poder dejar a un lado el tema de la intervención quirúrgica.
– Por cierto, ¿qué fue de los prisioneros que escaparon durante el ataque? -preguntó.
– Escaparon, es lo único que sé. Eran dos de los heridos que habíamos capturado en Salerno, uno de ellos por segunda vez.
– ¿Herido dos veces?
– No. Capturado dos veces. -La sonrisa de Treib no disimulaba el cansancio que expresaban sus ojos-. Pero consiguió escapar dos veces, así que estamos a la par. Aun con una hala en el muslo, saltó como un conejo por encima de un laberinto de setos v se largó.
– Todos corremos cuando nos persiguen. -Bora pensaba en Rusia, cuando logró huir por los pelos, pero no lo mencionó. Apagó el cigarrillo después de una última y larga calada y preguntó-: ¿Qué puede usted decirme sobre el coma diabético?
Treib actuó como si no se diera cuenta de que Bora quería cambiar de tema.
– ¿Se refiere al coma diabético o al hipoglucémico? Es distinto.
– No sabría decirle.
– Bueno, el segundo aparece cuando el azúcar en la sangre cae por debajo de un cero coma siete por ciento, con la aparición de los primeros síntomas: debilidad, sudor, nerviosismo, midriasis o pupilas dilatadas. Cuando se llega al cero con tres por ciento, se pierde el conocimiento y se entra en coma. El primero está ocasionado por una insuficiencia de insulina y entre sus signos figuran sequedad cutánea, un aliento típico de acetona y pupilas contraídas. Sin tratamiento (y en ocasiones incluso con él) ambos conducen a la muerte.
»Vamos, Bora, ¿qué me dice? Estoy deseando operarle el brazo; le daré el alta al cabo de un par de días. No podré ponerle la prótesis de inmediato, pero se encontrará mejor.
– Si tengo un fin de semana libre, vendré. Así pues, si se administra una dosis excesiva de insulina, ¿se podría inducir un coma hipoglucémico?
– Sí. En cuanto a la operación, tómese unos días libres… En cualquier caso, todo está perdido, ¿no se da cuenta?
– No. -Era lo último que Bora deseaba oír, e interrumpió de inmediato al médico-. En el norte, no. Queda al menos un año de lucha en las montañas.
– De acuerdo, un año quizá. ¿Quiere ir tirando a base de morfina?
Bora desvió la vista. También había oído aquello antes.
Aprovechando el momento, Treib enderezó la silla y consultó su calendario.
– Nos veremos aquí dentro de dos sábados, a las cinco. No coma nada ese día. Traiga una muda y los artículos de afeitado. Y un libro para leer, si le apetece.
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