– Sí.
Guidi se quedó callado. Le irritaba que Caruso le hubiese hecho creer que Merlo era demasiado poderoso para meterse con él y luego se mostrase autoritario al ver que el inspector, un simple policía de provincias, no se resignaba. Bora estaba en lo cierto: no tenía ningún poder. Pero quedaba por ver si sería capaz de probar la culpabilidad de Merlo.
– He intentado llamar a los padres de Reiner para hablar con ellos -explicó Bora tratando de apaciguarle-. No lo conseguí, porque su casa fue bombardeada y se han ido a vivir con unos amigos. En cuanto recupere su pista, les haré más preguntas sobre el tal Wilfred del frente griego, la aventura amorosa de mil novecientos treinta y seis, y cualquier relación presente que pudiera tener la chica. A menos, por supuesto, que se enamorase de algún miembro de la resistencia clandestino. Entonces volveríamos a estar en el punto de partida.
Guidi no se percataba de la meticulosidad con que Bora fingía despreocupación. Pensó una vez más en Antonio Rau, cuyos movimientos en Roma antes de reanudar las clases de latín en via Paganini ignoraba. El joven no era demasiado alto, pero ¿le habrían quedado bien si no las ropas que compró Magda?
27 DE ABRIL
Para guardar las distancias, el cardenal Borromeo rechazaba audiencias y hacía esperar a las visitas largo rato en la antecámara; en el exterior recurría a otros métodos no menos acertados. Aquella vez había citado a Bora en Ara Coeli, junto a la colina del Capitolio. Había cierta malicia en la elección, porque, dada la herida que el alemán tenía en la pierna, el vertiginoso ascenso de ciento veintidós escalones le haría recordar la necesidad de la humildad tanto física como moral. De pie sobre la lápida de un antiguo erudito que se había mortificado a sí mismo decidiendo que lo enterraran en el umbral de la transitada puerta, Borromeo observó a Bora.
– No está jadeando -fue lo primero que dijo.
– Espero que no, cardenal. Deme seis meses y subiré corriendo.
– Dentro de seis meses no estará en Roma.
– El hombre propone y Dios dispone, cardenal. Los milagros existen.
– ¿De veras lo cree? -Borromeo entró delante de él en la iglesia, fría en comparación con el calor que hacía fuera-. En los milagros, quiero decir.
– Bueno, es un dogma de la Iglesia.
– También lo es la Inmaculada Concepción, cuando usted y yo sabemos que no tiene sentido.
– Prefiero no discutir de teología con quienes saben más que yo.
– Sin embargo, hablaba de filosofía con Hohmann.
– De filosofía entiendo.
Vestido con una sotana negra sencilla, Borromeo parecía muy alto y delgado, un verdadero palillo. Se arrodilló ante el altar principal con desenvoltura y se persignó antes de tomar asiento en el primer banco. De una elegante carpeta de piel sacó un diario sin tapas, en el que Bora reconoció con un sobresalto la letra de Hohmann.
– Creo que esto es lo que buscaba el otro día, cuando no le recibí. -Permitió que Bora echara un vistazo a un par de párrafos y luego guardó el diario en la carpeta-. Si es así, le explicaré cómo están las cosas. En primer lugar, no pienso entregárselo. El secretario de Hohmann, que no es tan tonto como parece, se lo llevó a casa cuando el cardenal no volvió a su residencia después de la reunión con Marina Fonseca, ya que quizá había recibido instrucciones de hacerlo en un caso semejante. Ahora está en manos del Vaticano y, si podemos evitarlo, nunca saldrá a la luz. En segundo lugar, este encuentro no ha tenido lugar. Debe negarlo si llega la ocasión, incluso en confesión.
Bora levantó la vista hacia el recargado techo de madera dorada y estuco, como si buscara inspiración allí.
– ¿Por qué cree que puede interesarme el diario del cardenal?
– Mi querido mayor, soy más viejo y tengo más experiencia que usted, aunque mi pequeño reino no es de este mundo. Me mantengo informado. Hohmann llevaba un diario en la universidad, ambos tenían amigos comunes, usted es su heredero espiritual… No hay motivo para ocultarle lo que él inició. Usted debe continuar lo que él inició.
– ¿De qué se trata, cardenal?
Con una sonrisa condescendiente, Borromeo dejó la carpeta en su regazo y descansó las manos encima.
– Vamos, mayor, no pregunte cosas obvias.
Bora se sintió expuesto, a sólo un paso de la vulnerabilidad.
– ¿Por qué no se lo encarga al coronel Dollmann?
– Porque ya tiene bastante trabajo. Además, usted era un gran admirador de Hohmann, el que defiende su honor después de la muerte. ¿Qué le ocurre, mayor? ¿Empieza a tener miedo ahora que los americanos se acercan?
– No son los americanos los que me preocupan.
– Ya veo. -Borromeo le observó con atención-. Como seguramente no para de darle vueltas, le diré que Hohmann era asexual como un viejo capón, pero Marina Fonseca, viuda frustrada de un pecador impenitente, era un caso típico de vagina dentata . Yo era su confesor, de modo que puede creerme. Ahora dígame, ¿cuáles son sus condiciones para continuar el trabajo de Hohmann? Estoy dispuesto a negociar.
En aquel punto de su celibato, por un momento a Bora hasta le resultó atractiva una vagina dentata . Levantó la mano. -Dos. La primera es que debe dejarme el diario.
– Lo siento, pero no permitiré que nadie lo vea. Ya estoy tergiversando las leyes según mis intereses al estilo de los jesuitas. Está escrito en italiano, como ve, y debe contentarse con saber que se refiere de modo poco críptico a individuos identificados como Vento, Bennato y Pontica.
Sobrenombres muy transparentes para Bora, Eugene Dollmann y Marina Fonseca. A Bora le pareció que el peligro había entrado en el espacio sagrado y lo había llenado de sombras. Habría salido huyendo de haber podido, porque no deseaba aquello. Así pues, dijo:
– No haré nada hasta que se me garantice que puedo leer el texto. Nada. Ni siquiera mostrar interés. -Al ver que, después de un seco silencio, Borromeo parecía vacilar, le preguntó-: ¿Cuándo y dónde? Entonces le diré cuál es mi segunda condición.
El cardenal se levantó para irse, ahora sin molestarse en santiguarse ante el altar mayor.
– Mañana por la tarde en el hospital del Santo Spirito. A las siete en punto. Le interesará saber que la señora Murphy trabaja como voluntaria allí -añadió con una sonrisa fuera de lugar-. Así tendrá usted ocasión de practicar su excelente inglés.
Cuando llegó al pie de la escalera y se disponía a subir a su coche, Bora reconoció a Dollmann, que estaba sentado a una mesa de un café, al otro lado de la calle. El coronel levantó una taza a modo de brindis.
– ¡Esta ciudad cada vez es más pequeña, Bora! Mira que verle aquí… ¿Ultimamente se salta la comida para ir a la iglesia?
28 DE ABRIL
El cielo de la tarde cambiaba de color sobre las glicinas que llenaban los jardines romanos de perfumados ramilletes como racimos de uva. El intenso aroma se respiraba por todas partes y le traía a la mente imágenes de días pasados, palabras oídas y dichas a otras personas, un mundo diferente del que Bora ya no formaba parte porque había desaparecido por completo.
En el hospital del Santo Spirito no encontró a Borromeo, que probablemente no quería oír su segunda condición. Una monja regordeta le tendió un sobre cerrado. En su interior, un mensaje mecanografiado y sin firma rezaba: «Pregunte por la señora Murphy. Ella no sabe nada, pero tiene la carpeta.»
Sin saber qué pensar de aquel arreglo, pero menos decepcionado ahora por la ausencia del cardenal, preguntó por la señora Murphy. Aguardaba en el vestíbulo cuando la voz de una mujer joven llegó hasta él desde una puerta doble.
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