La habitación estaba hecha un estropicio. Por el espejo vio que habían vaciado los cajones, cuyo contenido yacía en el suelo, y registrado el armario de arriba abajo. Habían sacado de debajo de la cama su baúl del ejército y lo habían volcado, de modo que había libros, papeles, fotografías y cartas esparcidos a su alrededor. Incluso el lecho estaba revuelto. Furioso, Bora borró aquella imagen de destrucción abriendo el armarito del baño en busca de analgésicos.
El tubo de Cibalgina estaba vacío, de modo que tomó tres aspirinas, se alisó el uniforme y se fue al aeropuerto.
Por la mañana le informaron de que le habían telefoneado desde via Tasso. Bora llamó allí tan pronto entró en su despacho, a las nueve en punto. Cuando Sutor le preguntó bruscamente por qué no había llegado antes, protestó:
– Quiero que sepa que ni siquiera he podido ir a la habitación de mi hotel a afeitarme.
Sutor hizo una pausa.
– ¿Y eso?
– Acabo de volver de Soratte. He pasado la noche allí.
Silencio al otro lado de la línea, que pareció cortarse. Bora sintió curiosidad. Empezaban a palpitarle las sienes y, con los acelerados latidos del corazón, el hematoma detrás de la oreja comenzó a dolerle. Volvió a sentir sensación de peligro por primera vez desde la noche pasada. No obstante, su voz denotó tranquilidad, incluso indiferencia:
– ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Cuándo partió hacia Soratte? -inquirió Sutor.
– A las seis de la tarde de ayer. Ya se lo he dicho, he pasado la noche allí.
– Miente.
«Cada palabra cuenta. No puedo cometer un error.»
– ¿Por qué iba a mentirle, capitán?
– Páseme con el general Westphal. Quiero preguntarle si es verdad.
– El general está en la línea con Berlín. Por supuesto, si el tema es urgente, le avisaré de inmediato. -Tomó aliento, como quien se prepara para levantar un peso o aguantar un golpe-. No entiendo por qué insiste en que estuve en Roma anoche, capitán Sutor. No recuerdo que tuviera que asistir a ningún acto.
Sutor colgó, sin haber revelado el motivo de su llamada.
***
Siguiendo sus instrucciones, nadie había tocado la habitación de Bora. Cuando volvió aquella tarde, más sereno, separó las prendas que había que lavar o planchar y volvió a colocar el resto en los cajones y el armario. Devolvió los libros y revistas al estante y la mesilla de noche, y guardó los objetos pequeños (gemelos, medallas) en sus cajas. Quería saber qué faltaba. Examinó todos los documentos que habían sacado del baúl dividiéndolos en pilas: fotografías, partituras, manuales, bosquejos.
No vio su agenda en el cajón de la mesilla de noche (los profilácticos seguían ahí), pero esperaba que la hubiesen arrojado en algún sitio. No la encontró. Llegó incluso a vaciar de nuevo los cajones para asegurarse, miró detrás del radiador, de la cama, en el baño… nada. Para colmo, la luz se fue de nuevo. Se sentó en la oscuridad rumiando su impotente necesidad de hacer que alguien pagase por aquello.
26 DE ABRIL
El miércoles, caía una suave lluvia primaveral cuando Bora y Guidi se reunieron en la comisaría alrededor del mediodía. Los tejados brillaban como espejos bajo el velo del agua, y en el extremo occidental de la habitación las ventanas estaban cubiertas de lágrimas.
Bora hizo una exhibición tan consumada de tranquilidad que estaba seguro de haber engañado a Guidi. Después de escuchar el informe del inspector sobre su entrevista con Hannah Kund, tomó nota de la fecha y el lugar donde se había hecho la nueva llave.
– Yo también tengo noticias -dijo-. ¿A que no adivina quién ha venido esta mañana a mi despacho? El mismísimo Merlo, con el cabello engominado y brillante como la piel de una foca. Oficialmente quería invitar al general Westphal a una representación de I pescatori de perle , pero me he olido sus intenciones. Le he dejado hablar. Conoce la ópera, eso se lo aseguro. No me reconoció como el hombre que habló con él durante la representación de la obra de Pirandello, pero alguien de la policía de Roma le ha dicho que Pietro Caruso anda tras él. Sabe que yo trabajo con usted en la investigación, y también le conoce. Está claro que Caruso tiene enemigos. Es de lo más divertido, porque ahora todo está en el aire.
Guidi refunfuñó.
– Yo no lo encuentro divertido, mayor. ¿Qué le ha dicho usted?
– Ah, eso es lo mejor. No suelo disfrutar con mi posición de ayudante de campo, pero la sensación de poder que conlleva resulta estimulante. Le dije que yo (le he dejado a usted fuera porque no tiene ningún poder) tenía pruebas de que él se encontraba en el escenario de la muerte de Magda Reiner. Le dije que era sospechoso de haberla empujado por la ventana de su dormitorio, y añadí que es del dominio público que maltrata a las prostitutas.
«Usted no tiene ningún poder.» Guidi no cayó en la cuenta de que Bora le estaba protegiendo y se sintió ofendido.
El alemán, que no se percató de ello, sonreía, apoyado contra la ventana. Por muy inquietante que resultase que los intrusos que habían entrado en su habitación pudieran ir tras la nota de suicidio y tuviesen que contentarse con su agenda, su tono de voz era jovial y sonaba convincente incluso a sus propios oídos.
– Merlo se quedó desconcertado, Guidi. No tenía ni idea de que Caruso intenta hacerle cargar con el mochuelo. Dice que es muy riguroso con las cuentas del partido en la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas y que por eso se ha creado enemigos. Suponía que se vengarían de él con alguna cuestión económica, pero no con algo así. Se describe como un buen marido, que no quiere que esto llegue jamás a oídos de su mujer. «Entonces debe de estar sorda», le dije. Cuánto he disfrutado, Guidi. Cuando la conversación acabó (tardó casi dos horas en soltarlo todo), yo no sabía qué pensar de él. Creo que, después de todo, podría ser el asesino. Según él, Magda Reiner se le echó encima en la fiesta del treinta de octubre y le acosó con llamadas telefónicas hasta que él accedió a quedar con ella. En aquella ocasión Magda no llevaba ropa interior, y la naturaleza siguió su curso. Ninguna mujer había hecho nunca algo así por él y se sintió halagado, como es lógico. Sí, estaba enamorado de ella como un adolescente, asegura.
– ¡Qué tontería, mayor!
– Aún no he acabado. Como le explicó a usted fráulein Kund, una tarde se tropezó con Sutor en el portal del edificio de Reiner, y no se tragó el cuento que ella le contó de que el otro se veía allí con Hannah Kund. Hizo que un miliciano lo espiase y así descubrió que la visitaba a ella. Dice que nunca ha oído hablar de ningún Emilio o Willi, pero que en la tercera semana de diciembre su amor se había convertido en odio, corno el de Otelo por Desdémona… según sus propias palabras.
– Pero, por supuesto, jura que no la mató.
– Más bien diría que no jura eso ni lo contrario. -Bora miró hacia la calle y prosiguió con tono jovial-. Le aseguro que le presioné mucho, pero es más insolente de lo que yo creía. Me desafió a que demostrara que la había matado. No me amenazó; nunca se le ocurriría. En cuanto a usted, Guidi, cuando le dije que no aceptará ciegamente la acusación contra él planteada por Caruso, me contestó que espera que cumpla con su deber de funcionario honrado.
Y añadió que usted nunca podrá probar que él la mató.
– Ya lo veremos. ¿Y qué le dijo de las gafas?
– Como explicó el pobre Sciaba, las había devuelto a la tienda. Dice que la funda (cosa curiosa) desapareció de su despacho a principios de febrero y que no sabe cómo acabó en el apartamento de ella.
– Es lógico que diga eso. ¿Ha admitido que vio el cuerpo?
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