– ¿Con qué o con quiénes cuenta?
Dollmann sonrió.
– Conozco a la gente corno usted, Bora. No me engaña. Para usted la política es un simple disfraz del militarismo puro, que ideológicamente es lo más falaz que puedo imaginar. Kappler lo sospecha y Sutor se lo huele, pero yo lo sé. Aun así, procura usted hacer bien su trabajo.
Bora mantenía un control absoluto sobre los músculos de su rostro y su cuello, sobre todo para no dar a Dollmann la satisfacción de pensar que había logrado intranquilizarlo.
– Tiene asegurado a su público, coronel; queda una hora de viaje.
– Ah, ya he dicho todo lo que tenía que decir. No me gusta soltar sermones.
En los minutos siguientes, que Dollmann dedicó a la lectura de un reportaje sobre Roma en el Signal, Bora se removió inquieto. Hohmann había participado en alguna acción humanitaria bastante arriesgada (sospechaba de qué se trataba) y la operación se había ido al traste tras su muerte. Era como pescar con un hilo de lana. Le habían dado la pista, pero era débil y traicionera, y las fuerzas en juego, mucho más poderosas que su lacio hilo.
– ¿Me está advirtiendo o informando, coronel Dollmann? -preguntó al ver que el SS guardaba silencio.
– La sto aiutando -respondió el otro sin levantar la mirada de la revista. Sin embargo, tampoco «ayudar» era algo que a Dollmann le gustara hacer.
***
En Soratte resultó evidente que el mariscal de campo planeaba una retirada ordenada de Roma en un futuro próximo. El X Ejército y el XIV Cuerpo se hallaban en el punto más extremo, y la línea trazada a través de Italia era demasiado larga para guarnecerla. Los franceses constituían un factor de preocupación inesperado y se hablaba de un nuevo desembarco americano, más cerca incluso de Roma. Era tan deprimente que Bora captó en los ojos de Dollmann un destello de desesperada hilaridad que compartió de una manera nerviosa.
– Mayo será decisivo, caballeros -decía Kesselring, con su cara de bulldog casi pegada a los mapas que forraban la mesa-. El mes de mayo, no tan hermoso como otros años, sólo nos proporcionará una oportunidad de guardar las apariencias. Cuando la «batalla de primavera» haya acabado, todos habremos aprendido una lección: a no burlarnos del enemigo porque sea lento. Deberíamos haberles dicho que se tomaran su tiempo, en lugar de hostigarlos. Mientras tanto, Dollmann, mantenga el ánimo en sus círculos sociales de Roma, y usted también, Martin. Aunque nos hayan dado un buen puñetazo en la nariz, no por eso tenemos que perder el aplomo.
– ¿Y Roma, herr Feldmarschall ?
Kesselring, que sabía que era Bora quien había hecho la pregunta, no apartó la mirada de la red de lagos y ríos que rodeaban la ciudad como una telaraña.
– El tiempo que ganemos fortificando Roma, lo perderemos ante la Historia.
Kesselring y sus comandantes seguían conferenciando cuando Bora y Dollmann salieron de la habitación.
– ¿Cree que las cosas pueden empeorar, Bora? -preguntó el SS mientras paseaban.
– Podríamos cometer excesos, coronel. He visto a Sutor arrestar gente en Qiadraro. ¿Por qué acabamos siendo siempre tan incivilizados?
Dollmann se echó a reír.
– ¿Qué quiere decir con eso de «acabamos siendo»? Somos incivilizados.
A aquella altura, todavía hacía frío en aquella época del año y el aire del soleado mediodía era tonificante. El SS señaló a Bora algunos senderos ocultos en las montañas de los alrededores imitando burlonamente a un jovial guía turístico.
– Desde aquí puede divisar los agujeros donde prosperan al menos dos bandas de partisanos comunistas. Pero no se deprima, mayor. En cuanto a la charla que hemos tenido en el coche, siga pensando en ello. Aún mejor, deje que le cite la Biblia. -Dollmann le arrojó las pistas como un blando ovillo de lana-. «Lo que debas hacer, hazlo rápido.»
– No entiendo la analogía.
– Kappler representa a Cristo; un Cristo bastante blasfemo, ¿verdad?
Inesperadamente Bora esbozó una sonrisa carente de cordialidad.
– Creo que usted interpreta el papel de Tentador, coronel Dollmann, pero no me importa saltar desde esta torre o desde cualquier otra.
El SS le devolvió la sonrisa con irritación.
– Ya está usted en el aire, mayor Bora. Lo único que puede hacer ahora es caer bien.
Aquella tarde, donna Maria le observó por encima de las gafas. Cuando ella se lo pidió, Bora se quitó la guerrera y se quedó con la camisa blanca sin cuello, de aspecto sacerdotal de no ser por los tirantes grises.
– ¿Qué ocurre, Martin?
– Nada, donna Maria.
– Estás inquieto, y eso es impropio de ti.
Bora se sentó.
– Tu mente no para quieta -añadió la anciana.
Bora no pensaba decírselo, y tampoco estaba dispuesto a contestar a ninguna pregunta directa. De todos modos, la vieja dama parecía leer en su interior; reanudó su atento escrutinio, que le hacía sentir como arena que se erosiona. Lo observaba de un modo no muy distinto del día en que él fue a decirle que su mujer le había abandonado.
– Mañana entierran a Marina Fonseca.
– Ya era hora, ¿no crees?
– Una vez que esté en el panteón no habrá forma de saber cómo murió.
Donna Maria frunció el entrecejo.
– Deberías quitarte esa fea historia de la cabeza, Martin. Ya se ha acabado, y así fue como ocurrió. Deja que el viejo descanse en paz, si es así como descansa. Olvídalo, Martin.
– No puedo.
¿Cómo decirle que estaba muy asustado? Hacía meses que no tenía tanto miedo. Sentía la amenaza de las cosas, de las situaciones. Sus sentidos estaban aguzados de una forma inmisericorde. Como hacía tantos meses, tendría que retroceder hasta un estado de negación elemental e ir derecho al peligro.
La anciana señaló con la mano el trozo de encaje que crecía como una lengua delicada e intrincada en su mundillo.
– Es un encaje para un vestido de novia, Martin. No me dejaría la vista en él si no pensara que tienes suficiente sentido común para vivir y casarte de nuevo. Sea lo que sea, déjalo ya.
– No puedo, donna Maria.
– Entonces espero que sepas lo que haces.
Bora oyó el tintineo de los adornos encima del gran aparador y pensó que, como las pequeñas advertencias que le llegaban, estaba causado por un temblor mucho más violento. No podía hacerle más caso que dos años atrás en Rusia, o en Polonia. Observó a la anciana con una extraña sensación de bienestar. Se sentía seguro a su lado, aunque no era una mujer maternal… para ella no había tabúes. Podía confiarle lo que ni siquiera contaba a sus padres; en las últimas cartas que les había enviado no explicaba que Dikta lo había abandonado, para asegurarse de que ellos tampoco mencionaran el asunto. En cambio donna Maria… estaba cómodo a su lado, como con una amante antigua y sabia. Se sentía tan agradecido por el refugio emocional que le proporcionaba que tuvo el extravagante impulso de confesar un pecado antiguo, como si al hacerlo pudiera evitar de alguna forma que se acercase el mal.
– Donna Maria, ¿se acuerda de cuando era jovencito, del día que vine a casa tan tarde? No me quedé encerrado en el museo, como le dije. Fui a ver a Anna Fougez al Jovinelli. Y antes había estado con su amiga, Ara Vallesanta. Tendría que habérselo dicho entonces, pero me daba vergüenza… Le hice el amor aquella tarde en La Gaviota.
Donna Maria soltó una risita, inclinada sobre el mundillo lleno de alfileres.
– ¿Por qué crees que te propuse que fueses al campo con ella? Si tenías que aprender, quería que aprendieses con la mejor. Era buena, ¿verdad?
– ¡Lo sabía!
– No podía dejar que fueses probando suerte por Roma tú solito, con menos de dieciséis años. Claro que lo sabía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tu madre me había pedido que no te asignara un «tío» mundano, como se hacía entonces con los chicos en Roma. En cuanto a tu padrastro, no podía confiar en que tuviera una conversación de hombre a hombre contigo, a menos que fuera para hablar de caballos y piezas de artillería.
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