No sé si se da cuenta de que debe entregar esta prueba, mayor Bora.
El alemán no dijo nada y se masajeó suavemente el cuello.
– Marina Fonseca le había dado el día libre al servicio -apuntó-. En cuanto al secretario del cardenal, un joven jesuita austriaco, es poco probable que se cuestione nada ni a nadie relacionado con el cardenal. En estos momentos, está conmocionado en el Santo Spirito. La pistola empleada, que el barón Caggiano había usado en la Gran Guerra, pertenecía a una colección de armas antiguas de la residencia principal de los Fonseca en Sant'Onofrio.
– Está claro que la baronesa incumplió las órdenes. Al cerrar los ojos Bora percibió aún más su dolor, el aroma de los arbustos floridos y el ruido distante de la batalla.
– ¿De entregar todas las armas útiles? No. No obstante, a menos que hubiese guardado la pistola consigo durante los últimos meses, me pregunto cómo consiguió ir a buscarla a una remota villa de los alrededores, a la que no llegan ni el tranvía ni ningún otro medio de transporte público. Le aseguro que está lejos. Todas las carreteras de Sant'Onofrio conducen al sanatorio mental y la casa de la baronesa, que da al valle de Rimessola, estuvo todo el invierno aislada por culpa de las bombas.
– ¿El cardenal no tenía su propio vehículo y chófer?
– Sí. Pero aquel día pidió que le llevasen a la plaza del Panteón mucho antes de la una, que era cuando estaba citado con Fonseca.
Luego se pierde su rastro hasta el momento de su muerte.
Guidi le devolvió los sobres.
– Sería conveniente hablar con el servicio de la casa otra vez, por si acaso. ¿Y los cuerpos? Usted debió de tener ocasión de observar algunos detalles.
– ¿Aparte de las heridas? Como comprenderá, apenas me atreví a mirarlos siquiera.
«Sólo porque conocía a uno de ellos», no pudo por menos de pensar Guidi.
– ¿Tenían alguna contusión evidente, abrasiones? ¿Señales de lucha?
– Nada que pudiese ver sin mover los cuerpos.
– ¿Había esperma?
Bora sintió que le entraban náuseas (probablemente por el dolor físico) y consiguió controlarlas.
– No lo sé. Había un montón de sangre en las sábanas. Lo que más me sorprende es que el cardenal programara una cita para la tarde cuando de hecho no tenía intención de asistir.
– Quizá la olvidó. O no pudo acudir.
Bum-bum-bum. En la oscuridad, el cielo más allá de los árboles llameó y se apagó poco a poco.
– Deben de estar machacando Aprilia -comentó Guidi mirando por la ventanilla.
– Sí.
No obstante, qué dulce era el aire del crepúsculo. Guidi buscó en su bolsillo el papel de fumar y el tabaco. Lentamente. -Mayor, ¿cómo pudo tolerar lo que ocurrió en las Fosas? -No tenía elección.
– Eso es lo que usted dice, pero llevo tres semanas preguntándome por qué hizo lo que hizo por mí. No tenía ninguna obligación.
Bora no respondió. Sólo cuando Guidi hubo acabado de liar un cigarrillo rompió su silencio. De mala gana, al parecer.
– En Rusia, cuando el avión de mi hermano se estrelló cerca de nuestro campamento, mis hombres no sabían quién era por sus documentos. Teníamos diferentes apellidos. Hasta que el sargento Nagel encontró en el diario de vuelo una foto en la que salíamos Peter y yo, no lo supieron. Entonces vinieron y me dieron el pésame.
– Lo siento, mayor,
– Reaccioné bien, Guidi… Les di las gracias por sus condolencias y les dije que quería estar a solas. Dentro de mi tienda la radio estaba conectada y me senté a escucharla. Eso es todo. Sin embargo, si me hubieran disparado, estoy seguro de que no habría salido ni una gota de sangre de mi cuerpo. Estaba tan muerto como puede estarlo un hombre en vida. ¿Podía haber evitado que le mataran? Sí, podía haberle convencido de que no fuese voluntario a Rusia pero, por el contrario, le animé. Yo tenía la culpa. Me sentía culpable, séque soy culpable, y por eso no pude dejarle morir en las Fosas. Su vida no tenía nada que ver con eso. -Sacó el mechero y encendió el cigarrillo de Guidi-. Es el encendedor de mi hermano.
– Usted no podía evitar la muerte de su hermano.
– Sólo se lo cuento para que vea lo que pensaba en marzo.
Guidi aceptó el rechazo de su gratitud porque le dispensaba de tener que sentirla. Aunque le daba miedo pensarlo, la gran diferencia entre Bora y él era el sufrimiento que cada uno había tenido que afrontar. Ni siquiera su angustiosa proximidad a la ejecución podía compararse con la suma de peligros, decisiones y pérdidas a las que se había enfrentado Bora. Le consternaba pensar que tendría que sufrir para conseguir un riguroso dominio de sí mismo. Bora estaba constreñido por su autocontrol como una herida por un vendaje, presta a sangrar si se retiraban las vendas. Era muy adecuado, pensó Guidi, que el alemán estuviese marcado exteriormente por las cicatrices, ya que por dentro no lo estaba menos.
Cuando Bora llegó a su hotel por la noche, tuvo la impresión de que alguien había entrado en su habitación, no sólo para limpiarla, llevarse la ropa sucia o reponer toallas en el baño. «No -pensó-. Alguien ha estado aquí, ha registrado mis cosas y se ha ido.»
Sin embargo, no guardaba nada de valor en sus cajones, y nadie roba libros. Examinó el armario, la mesilla de noche y el botiquín; mientras lo hacía, la sensación se fue disipando, exorcizada por el sentido del tacto, hasta que las cosas volvieron a serle familiares. «Quizá no. No falta nada.» Le costó quitarse las botas, pero el resto del uniforme salió con rapidez. Preparó una camisa para la mañana siguiente y colocó el gemelo en la manga derecha.
18 DE ABRIL
Viajar con Dollmann era una novedad para Bora, que había ido muchas veces a Soratte, no sólo en el coche del general Westphal, pero nunca con un SS.
Las montañas que se alzaban ante ellos tenían relieves redondeados, como cansinas olas calcáreas de tono morado. Cuando el vehículo aceleraba en los tramos bordeados de arces, las sombras verdes temblaban en el parabrisas. Las pequeñas granjas, islas en un mar de viñedos, parecían amables, pero Bora las miraba y sabía que en lugares corno aquéllos la resistencia trazaba sus planes y desde ellas los llevaba a cabo. El antiguo deseo de luchar se apoderó de él, aquella necesidad de la que había hablado a Guidi y que casi era tan buena como el amor. El riesgo cuidadosamente medido y la libertad de asumirlo.
– ¿Sabe lo que significa «Edom»?
La pregunta de Dollmann le desconcertó.
– No.
– Es una palabra hebrea y significa «Roma» en los textos apocalípticos. Debería usted saberlo.
– ¿De veras?
– Se ha producido un importante aumento del éxodo forzoso de Edom en las dos semanas pasadas, más o menos desde que Hohmann murió.
Bora dejó que la saliva se formara en su boca y luego la tragó. Sentía la tentación de plantear una pregunta, pero no pensaba hacerlo en presencia del chófer italiano del coronel. Dollmann se dio cuenta.
– Hable con libertad -le animó-. Es un buen chico.
«Dicen que Dollmann se tira a su chófer.» Bora pensó en aquella habladuría intentando no mirar al joven sentado al volante.
– Dígame, coronel, ¿hasta qué punto se oponía el cardenal Hohmann a los planes de «traslado» de Kappler?
– Totalmente. -Dollmann pareció divertido al ver que Bora le escuchaba con interés-. A su manera, el intelectual de Hohmann era un verdadero imbécil. Para empezar, o le caías bien o te detestaba. A usted le apreciaba, aunque eso no le impidió engañarle más de una vez. A mí no me apreciaba en absoluto… lo que me parece muy bien, y el sentimiento era mutuo. Apoyó desde el principio el nacionalsocialismo, lo cual dice mucho de ustedcomo alumno suyo; claro que entonces usted era joven y sin duda estaba empapado del revanchismo sensiblero y antibolchevique de nuestros benditos años treinta. La guerra civil española no le curó, pero a él sí. En estos últimos meses ya no se enfrentaba usted a su antiguo profesor de filosofía, sino a un anciano amargado cuyo nacionalismo se tambaleaba ante la agonía de tener que elegir. No era tan carente de escrúpulos como Borromeo, bendito sea, que es un hombre de nuestro tiempo; intentaba enmendarse, algo que ni usted ni yo debemos ni deseamos hacer. ¿Me equivoco?
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