– Si desea saber algo más acerca de mí, puede pedir referencias al cardenal Giovanni Borromeo, el embajador Weizsácker y la condesa Maria Ascanio, que es quien mejor me conoce.
Le correspondía a él establecer los límites de aquel encuentro, de modo que se puso en pie para indicar que estaba dispuesto a irse.
Gemma Fonseca le tendió la mano sin levantarse del sofá, un gesto de controlada desesperación que no consiguió conmoverle en absoluto.
– Por favor, mayor, no se vaya todavía. Deje que le cuente lo buena que era Marina en realidad.
17 DE ABRIL
El lunes, las nubes cubrían el barrio obrero de Quadraro, que Bora y Westphal habían cruzado en enero de camino hacia la costa. Con aquel calor impropio de la estación, los hombres de las milicias fascistas sudaban bajo sus camisas negras de lana. Los SS vestían ya los uniformes de verano, pero sudaban más todavía. Tardaron varias horas en reunir setecientos cincuenta hombres como represalia por la muerte de dos milicianos. Con el rostro encendido, Sutor estaba frente a una multitud de mujeres vociferantes, muchas con niños pequeños en brazos. Sus gritos y recriminaciones sin duda le molestaban, pero Bora sabía que ver su Mercedes estacionado a unos pasos de distancia tenía que irritarle aún más. Se quedó de pie con un cigarrillo sin encender entre los labios, observando cómo se llevaba a cabo la operación para luego informar al general Westphal.
Aquella tarde, aunque había oído hablar de las deportaciones, Guidi no sacó el tema durante su encuentro con Bora. Era mejor no decir nada, sobre todo porque Antonio Rau había reaparecido misteriosamente para reanudar sus lecciones de latín y el embarazo de Francesca estaba en su última fase. En cuanto a él, no se había atrevido a informar a los Maiuli de su intención de abandonar el piso.
Justo antes de ponerse el sol se reunieron en el coche de Bora, aparcado en la verde penumbra de los jardines de Villa Umberto. La luna menguante navegaba sobre las copas de los árboles con un brillo plateado y por la ventanilla abierta se colaba el perfume de los lirios y las rosas de los antiguos arriates. A medida que aumentaba la oscuridad, aun debajo del refugio que ofrecía el árbol se veía cómo, hacia el oeste, el cielo en guerra destellaba de vez en cuando. Un sordo bum-bum-bum acompañaba aquellos resplandores.
Bora tenía fuertes dolores, algo que no delataba tanto su rigidez como los intentos que hacía para contenerlos.
– Le he concertado una entrevista con una subalterna de la embajada que conocía a Magda Reiner -anunció-. Se llama Hannah Kund y ahora trabaja en Milán. No era muy amiga de Magda, pero habla un italiano decente. Lleva fuera de Roma desde el permiso que le concedieron antes de Navidad y se quedó conmocionada al enterarse de la muerte de su colega. Me tomé la libertad de enseñarle los artículos personales que encontramos en el dormitorio y la sorprendió mucho ver que faltaban las llaves.
– ¿Por qué se fijó en ese detalle?
– Eso mismo le pregunté, Guidi. Por lo visto, Magda tenía un llavero de plata que le gustaba mucho, con un adorno ondulante griego. Se lo había enviado su novio desde Atenas. Al parecer llevaba todas las llaves de su apartamento en él. Pues bien, aunque tenía autorización para acceder a ciertas dependencias de la embajada, no estaba al corriente de información confidencial…
– Que nosotros sepamos -intervino Guidi.
– Desde luego. De todos modos, no llevaría llaves de despachos importantes en su llavero.
– Así pues, su asesino cerró las puertas para simular un suicidio y se llevó las llaves.
– Puede que también quisiera retrasar la entrada de las autoridades. Por otro lado, como alguien registró el apartamento antesde que entrásemos nosotros, bien pudieron llevarse las llaves entonces.
Guidi pensó que por fin le daba la razón.
– Lo que yo decía, mayor. Caruso y Sutor lograron entrar de algún modo, y probablemente también Merlo. Y el asesino, claro está. En cuanto al botón de Magda (y a la propia Magda), acabó en el siete B. ¿La mujer entró allí a la fuerza? No parece probable, porque volvió a su piso y se preparó para acostarse. El caso es que perdió el botón, el primer botón delantero del vestido. ¿Habría alguna lucha en el siete B?
– O eso o relaciones sexuales. -Bora pronunció aquellas palabras recordando con aguda melancolía el puñado de seda desganada a los pies de su mujer la última vez que le había hecho el amor pensando que ella todavía le quería-. Quienquiera que estuviese en el siete B pudo seguirla después.
– Quienquiera que estuviese en el siete B se estaba escondiendo, mayor. Espía, desertor, lo que hiera. La cuestión es si era Magda quien le escondía. ¿Fue ella quien hizo una copia de la llave del apartamento vacío?
Al ver que Bora suspiraba, Guidi añadió:
– Ya veo que esto le preocupa.
– ¿La muerte de una empleada de la embajada? Es lógico que me preocupe. -Aquella tarde, sin embargo, era el recuerdo de Dikta y el dolor lo que más le preocupaba-. Bien, supongamos que fue Magda Reiner quien hizo una copia de la llave del apartamento vacío, por el motivo que fuera. Supongamos que se reunió con alguien allí. Alguien a quien no deseaba recibir en su habitación… por el bien de él o de ella misma.
– O de ambos. Esconder a un desertor, a menos que la política alemana haya cambiado, significa la pena de muerte.
Bora suspiró de nuevo. El médico de Verona le había dicho que el dolor volvería. Las aspirinas y otros analgésicos no lograban aliviarlo, pero hasta el momento había resistido la tentación de pedir morfina. A veces sentía el fugaz y molesto deseo de que le cortaran todo el brazo para así eliminar el dolor.
– Hablaré con los cerrajeros de la zona -agregó Guidi.
– Bien. Puedo confirmar que Magda conoció a Merlo y Sutor en la misma fiesta, cuando celebraban la Marcha sobre Roma, el veintiocho de octubre de mil novecientos cuarenta y tres. Fráulein Kund dice que su amiga «no se decidía por ninguno de los dos, pero parecía asustada de uno de ellos en particular». Ni una palabra sobre cuál de los dos. También estaban en la fiesta el joven Emilio y un tal Willi del que no hay más datos.
– ¿Es un diminutivo de Wilfred?
– No lo sé. Quiero volver a llamar a la familia Reiner. -Bora se quitó la gorra y apoyó la nuca en el reposacabezas, con los hombros más relajados. En aquel instante el resplandor del cielo se tornó más brillante y el sordo bum-bum-bum se intensificó. Era un momento tan bueno como cualquier otro para sacar el otro tema que le preocupaba-. Por cierto, Guidi, ¿qué sabe de la muerte de Hohmann y Fonseca?
– Sé que ha ocurrido. -El inspector no esperaba que mencionase el caso. Había oído hablar de él, pero estaba fuera de su jurisdicción y seguramente de su competencia, dada la posición social de las víctimas-. ¿Por qué? ¿Conocía a alguno de los dos?
Excepto lo que Gemma le había contado sobre la destrucción de algunas cartas, Bora decidió explicarle todo cuanto sabía, consciente de que Guidi podía acceder al material que había reunido la policía hasta la fecha.
– Necesitaría que usted hiciese una consulta a un grafólogo profesional -concluyó-. No creo en los hechos porque sentía afecto por una de las víctimas. Me doy cuenta de que todo, incluso esto, apunta a un asesinato y posterior suicidio.
Como la luz del sol casi había desaparecido, Guidi sacó una linterna y examinó el sobre dirigido a Gemma Fonseca. Luego leyó la nota que contenía.
– Tenga. Es otra carta de la baronesa -explicó Bora-, escrita un día antes.
Guidi la leyó también.
– Es la misma letra -observó-. La caligrafía de la nota de suicidio se ve menos firme, pero es lógico, dadas las circunstancias.
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