– No lo creo.
La anciana dama juntó las manos.
– Eso es lo que todo el mundo pensó en el ochenta y nueve, cuando ocurrió aquel otro desastre cerca de Viena. Me refiero a cuando encontraron muertos en Mayerling al príncipe coronado y a la jovencita judía. ¡Qué conmoción! Igual que ahora. Todas nos habíamos enamorado de Rodolfo en algún momento… sí, era muy apuesto, y estaba casado con aquella sosa de Estefanía. Todas las chicas pensábamos que era muy romántico que te encontrasen muerta con el príncipe coronado.
Bora se sentó frente a donna Maria y al momento un gato se le subió al regazo.
– ¿Fue un suicidio, como se dijo?
– Me temo que sí, aunque se destruyeron todos los documentos y (puede que ya lo sepas) los que participaron en la investigación juraron guardar silencio. Corrieron rumores, claro, de que el Servicio Secreto Imperial había eliminado a Rodolfo por sus tendencias prohúngaras, y no ayudaba nada el hecho de que tuviera sífilis y no pudiera engendrar más herederos.
Bora tragó saliva.
– Comprendo.
El gato le olió la venda de la mano y la tocó con el hocico. -Donna Maria, ¿conocía a Marina Fonseca?
– De vista. Era mucho más joven que yo… de unos cuarenta, creo. No la conocía, pero sabía que gastaba tanto en ropa como en caridad. Creo que una vez te presentaron a su familia, pero eras muy pequeño y puede que no te acuerdes de ella.
Bora se abstuvo de explicarle cómo la había visto por última vez, con el cabello apelmazado por la sangre seca sobre unas sábanas arrugadas, cuando la policía ni siquiera le dejó juntarle las rodillas.
– ¿Por qué querría alguien hacer lo que ellos hicieron?
– Ah, bueno… Si tienes que justificarlo de alguna manera, Martin, primero tendrás que ponerte en el lugar de la baronesa. Un cardenal es un príncipe de la Iglesia. Morir con él pudo ejercer sobre ella la misma horrible fascinación que tenía para las jovencitas de la corte en el pasado.
– No quiero justificarlo para mí, donna Maria. Me niego.
– Así que eso es lo que haces, ¿eh? -La anciana cogió de nuevo el mundillo y reemprendió el ágil trabajo que llevaba a cabo en él con los bolillos de marfil-. Tú no lloras por las cosas ni por la gente, y deberías hacerlo.
– No tengo tiempo.
– Un día de éstos tendrás que hacerlo, lo quieras o no. Bora se puso en pie.
– Donna Maria, debo irme.
– No, no tienes por qué irte. Puedes pasar la noche aquí, y lo sabes perfectamente. Tienes tu habitación siempre preparada. Esta es tu casa.
No obstante, Bora se marchó.
Por la mañana, en cuanto llegó al despacho, Dollmann le dijo por teléfono que habían encontrado a Pasquino, una de las tres «estatuas parlantes» de Roma, con un mensaje anónimo colgado de su corto cuello para que todos lo leyeran:
Ai tempi bboni der gran Papa Sisto
er cardinale fu fama de Cristo:
mo' stemo a vede 'na cosa assai barbina,
ar cardinale je piace la Marina.
– ¿Qué significa? -le preguntó Westphal, unos minutos después.
– Es un desagradable juego de palabras con el nombre de pila de la baronesa, que se llamaba Marina. Dice que, mientras que en los viejos tiempos los cardenales eran el «ejército de Cristo», ahora «prefieren la marina».
– Es un buen chiste, Bora. Escríbamelo, quiero contarlo. Bueno, ¿y qué más sabemos del viejo Hohmann?
– El Vaticano prohíbe la autopsia.
– ¿Y qué hay de la mujer, Fonseca?
– Depende de su familia pero, si el Vaticano tiene algo que decir, yo no esperaría milagros. Lo mejor que podremos obtener será un simple examen post mortem. Como dice el coronel Dollmann, tenían orificios de bala en la cabeza y encontraron las huellas de ella en el arma. La pistola pertenecía a su difunto marido, que era coleccionista de armas cortas y gran cazador. Dicen que ella también era una buena tiradora.
De buen humor, Westphal asintió.
– Si la Reiner hubiese sido campeona de salto de trampolín, también tendríamos solucionado ya ese caso.
Mientras cenaban aquella noche, Francesca, que pasaba diez horas fuera de casa cada día, anunció que iba a dejar de trabajar hasta después del nacimiento de su hijo.
– He traído algo de dinero de mi familia, de modo que ya no tengo por qué seguir detrás del mostrador con este peso.
Guidi no tenía nada que decirle. En las dos semanas transcurridas desde su reincorporación al puesto había reunido toda la información posible sobre ella. El padre del hijo que esperaba era su patrón, según parecía. Había salido con él durante tres meses y, cuando el hombre le propuso casarse con ella, lo rechazó y se trasladó a via Paganini. Como le había informado Danza meses atrás, no había encontrado pruebas de ninguna actividad política, pero ahora Guidi sabía cuán selectivo o ciego podía ser el ojo de la policía romana ante la violación del toque de queda, las reuniones ilegales y cosas similares. Francesca estaba implicada, de eso no cabía duda, pero era imposible decir cuánto. El peligro procedía de las SS y de fanáticos como Caruso.
En aquellas dos semanas Bora no se había puesto en contacto con él, aunque sólo la sangrienta pendiente de via Rasella separaba su hotel de la oficina de Guidi. El tampoco había hecho ningún esfuerzo por verlo; no obstante, ahora que las pruebas encontradas en el 7B estaban de nuevo en sus manos y había hecho que las examinaran otra vez, pensaba en la posibilidad de compartir los hallazgos con él.
La cena fue escasa, y Guidi se levantó con hambre de la mesa. Francesca se fue a su habitación, donde él sabía que escondía galletas secas. En su estado, y con unas raciones de pan de cien gramos al día, él no podía reprochárselo. En cuanto a los Maiuli, se mantenían con poca cosa y engañaban el hambre acostándose temprano.
Una vez la casa quedó a oscuras, Guidi fue hasta el teléfono y marcó el número de Bora en el Hotel d'Italia. El alemán se limitó a decir: «Venga.»
Se reunieron en la habitación de Bora. Era la primera vez que se veían desde aquel jueves terrible y no mencionaron para nada el atentado.
– Siéntese -indicó el ayudante de campo.
El retrato de su esposa seguía en la mesa, con la foto de carnet del piloto metida en una esquina. Por lo demás, la cama estaba hecha y no se veía ropa ni objetos personales. Guidi tuvo la impresión de que Bora estaba preparado para irse de allí en cualquier momento.
– Mayor, las cenizas encontradas en el siete B coinciden con las que se hallaron en el dormitorio de la Reiner. Proceden de piel de cebolla o papel de escribir de una consistencia similar. No; de libros de contabilidad no. El resto (fibras de una manta de lana, un envoltorio de caramelo, pieles de frutas y el corazón de manzana) sencillamente señala la presencia de alguien en el apartamento, pero las cenizas muestran una posible conexión.
Bora ocultó su sorpresa, si es que la sentía. Estaba vestido; a pesar de lo tardío de la hora, ni siquiera se había quitado el cinturón y la pistolera. O bien había vuelto a ponérselos antes de que Guidi llegase. De pie junto a la cama, preguntó:
– ¿Y qué hay de la huella de zapato en las cenizas?
– Por lo que he visto en la zapatería, podría tratarse de una suela de goma. El envoltorio es de un turroncito italiano. Es muy probable que el asesino se escondiera en el apartamento sin que nadie lo viera y quizá incluso vigilaba a Magda desde allí. No había ninguna cerradura especial en la puerta, de modo que…
– Volví al siete B -explicó Bora-. Aunque tenía llave, intenté abrir con una navaja, para ver si se podía. No lo conseguí, pero vi que había estearina en el ojo de la cerradura.
Читать дальше