– Me ha estado pesando en la conciencia todos estos años, donna Maria.
Ella buscó su mano por encima de la mesa y Bora se la ofreció.
– Habría hecho lo mismo ahora si pensara que querías, pero eres como yo… siempre buscando algo más que un simple amante. Es duro, Martin; duro y solitario. De modo que aquí estoy, observándote y trabajando en el vestido de tu próxima esposa.
El comedor del Hotel d'Italia estaba medio vacío. Cuando Bora entró, una de las mujeres de Sutor (Sissi o Missy, la de la cinta con lentejuelas en el pelo) le reconoció de la fiesta en casa de Dollmann y enseguida fue a su mesa.
– Vaya, si es el mayor que aprendió tantos trucos en España. ¿Puedo acompañarle, mayor?
El señaló la silla de enfrente y ella se sentó.
– Dicen que todas las mujeres alemanas deben abandonar Roma a finales de mes. Es porque vienen los americanos, ¿verdad?
– Parece que sabe usted más que yo.
– El caso es que deseo acostarme con usted y conseguiré que estemos juntos antes de eso.
Bora lanzó una risita, porque la mujer era guapa y tonta.
– Me temo que será imposible.
– ¿Por qué? ¿Hay otra persona?
– Hay otra cosa. -Por un momento tuvo la necia tentación decirle que hasta el 30 de abril no conocería el resultado de la prueba de Wassermann. Luego se reprimió, porque si lo decía Sutor acabaría enterándose.
Un camarero se acercó a preguntar si la dama se quedaba a cenar y ella se apresuró a decir que sí. Sin inmutarse, él se volvió hacia Bora, que procuró no comprometerse.
– Si ella quiere… -respondió.
– Bueno -siguió la mujer-, ¿por qué me dijo que se alojaba en el Flora? -En su boca, joven y desilusionada, se dibujó una amplia sonrisa-. No, pensándolo mejor, no conteste. Dígame, ¿va a salir esta noche?
– No. Me voy a la cama.
– Es un buen sitio a donde ir.
Ella habló poco durante la cena, comió con envidiable apetito y luego pidió un cigarrillo. La mantequilla y el pintalabios dejaron un aro en torno a él cuando dio la primera calada, del mismo modo que habían dejado su huella en el borde de su vaso. Bora la miró desapasionadamente, como quien observa una extraña planta carnívora.
– ¿Dará una oportunidad a una chica trabajadora, mayor?
– No lo creo. -Echó la silla hacia atrás para estirar las piernas sin tocar las de ella-. Me fastidia tener que decirlo, pero no me gusta que se me ofrezcan.
– Bueno, es halagador. No es lo que le dijo al capitán Sutor. -Me gusta que me quieran, que es muy diferente, y usted no me quiere, señorita.
– ¿Cómo lo sabe?
– Sé reconocer ese sentimiento cuando lo veo.
La joven había sacado la polvera y, mirándose en su espejito cuadrado, se aplicaba carmín en el labio inferior.
– Es curioso, porque me parece que es usted de la clase de hombre que se enamora de una mujer que ni siquiera sabe que él existe.
Bora observó el movimiento de su mano hacia el labio superior y las muecas que hacía. Sí. Era bastante cierto. ¿Qué diría la señora Murphy?
19 DE ABRIL
El miércoles por la tarde, Westphal le dio permiso para asistir al entierro de Marina, una ceremonia estrictamente privada a la que sin embargo Gemma Fonseca invitó a Bora.
La zona del cementerio donde se encontraba el panteón familiar tenía señales de apresuradas reparaciones en el monumento y las ornadas cruces. Las coronas de flores y hojas de palma parecían haberse colocado allí para honrar la muerte del arte bajo las bombas, no menos que las vidas perdidas. Sólo estaban presentes Gemma y su madre, una figura decrépita en silla de ruedas envuelta en el luto como una noche de invierno.
Después de la ceremonia Gemma tendió a Bora un sobre marrón.
– Quería darle también todo esto. Me acordé de ellas cuando se fue usted el otro día.
Bora miró dentro y vio varias postales de Marina.
La mujer se bajó el velo sobre el rostro.
– Esos… la policía… los que se llevaron las cartas, dijeron que no les interesaban. Encontrará el contenido bastante banal, me temo, pero son muestras de su letra.
Había sido el chófer de Dollmann quien había llevado a las mujeres hasta allí. Bora acompañó a Gemma hasta el coche, donde se aseguró de que su madre se sentara cómodamente en su asiento, y luego le pidió que le concediera unos minutos más. Volvieron a cruzar la puerta del cementerio del Verano y se adentraron lo suficiente para quedar a salvo de la mirada de curiosos; entonces Bora le mostró la nota de suicidio. Estaba preparado para la reacción que necesariamente seguiría, pero no para las palabras que Gemma pronunció, llorando aún:
– Marina escribió esto con la mano derecha. ¿Por qué?
– No sé qué quiere decir.
– Era zurda. Ambidiestra en realidad, pero nunca usaba la mano derecha, con la que era más lenta, para la correspondencia. Desde luego, nunca en la que me envió a mí.
Más tarde, sentado al volante de su coche, Bora comparó las muestras que tenía. La falta de firmeza que Guidi había observado y atribuido al estado mental de Marina bien podía explicarse por el comentario de Gemma. Intentó hablar con el inspector en cuanto regresó al despacho, pero le dijeron que había salido hacia Tor di Nona tras una banda de ladrones de neumáticos y que no volvería en todo el día.
Eran más de las nueve de la noche cuando por fin hablaron por teléfono, ya que Guidi había pasado por el despacho de vuelta desde la periferia y había visto el mensaje de Bora. Después de oír lo que el alemán le contó, exclamó:
– La cuestión es que la hermana de la víctima reconoce su letra. Usted se empeña en suponer que pudo haber alguna clase de coacción.
– O que al escribir de una forma poco habitual en ella, pero no detectable por los demás, ya que la mayoría de la gente es diestra, quería expresar su angustia. ¿Alguna noticia de los informes post mortem ?
Guidi estaba cansado y bostezó en silencio ante el auricular.
– Tengo el de la baronesa, que un colega ha tenido la amabilidad de pasarme. El Vaticano cuenta con su propio personal médico, que fue el que redactó el del cardenal, y se lo han quedado ellos. No, mayor Bora, no puedo. Me estoy saltando todas las normas y he tenido que insistir a mi colega para obtenerlo; la noche pasada alguien registró su oficina y no estaba de muy buen humor que digamos. O se lo llevo a su hotel o viene usted a echarle un vistazo.
Bora se presentó en la comisaría al cabo de diez minutos. La muerte de Marina Fonseca, leyó, había sido causada por un tiro de pistola que ella misma se había disparado en la sien derecha. Aplastamiento del hueso, destrucción de tejido cerebral, hemorragia masiva, etcétera. Midriasis notable. Ningún otro signo de violencia en el cuerpo. Pequeñas decoloraciones en el hueco del brazo derecho, como las causadas por una aguja hipodérmica. Bora volvió a leer la frase y luego preguntó a Guidi si podía hacer una llamada.
En el otro extremo de la línea, Gemma Fonseca no sólo se mostró sorprendida, sino que se puso a la defensiva.
– ¿No se lo había mencionado? Marina era diabética. Controlaba la enfermedad administrándose insulina intravenosa tres veces al día. Gracias a nuestras buenas relaciones con el Vaticano podía seguir con su tratamiento, ya que en estos tiempos las medicinas son muy escasas.
– Comprendo. ¿Sabe usted de cuánto era cada dosis?
– Por lo que recuerdo, eran veinticinco unidades. ¿Por qué me pregunta todo esto, mayor? Marina era muy escrupulosa con su dieta y su medicación, y nunca rozó siquiera a la neurastenia o a cualquier otro de los trastornos mentales que sufren los hipoglucémicos. Por favor, dígame de qué se trata.
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