Mientras viajaban a cubierto de la noche, hablaron de la desesperada situación de las tropas en Fondi, sobre todo porque ninguno de los dos quería ser el primero en reanudar la conversación iniciada en el hospital.
– Borromeo me ha dicho que encontró usted un hueco para reunirse un momento con él ayer -dijo Dollmann cuando se agotó el tema de las defensas en peligro-. ¿Hay alguna novedad?
– Para él, los disturbios en torno a los comedores de caridad del Vaticano.
– ¿Y para usted?
Bora había accedido a conducir la primera mitad del trayecto y, aunque conocía bien la carretera, estaba muy atento al asfalto que surgía de la oscuridad ante ellos.
– Le dije que creo que sé lo que les pasó al cardenal Hohmann y a Marina Fonseca. -No le sorprendió el silencio de Dollmann, de modo que continuó-: Por si acaso, se lo conté en confesión.
– Bueno, no me interesa el descargo de su alma inmortal. ¿Dónde está la nota de suicidio? Devuélvamela.
– La tiene Su Santidad en persona. En cuanto a mi hipótesis, coronel, debería oírla. Si ambos la conocemos, cuando acabe la guerra uno de los dos podrá informar a Gemma Fonseca.
Dollmann refunfuñó en la oscuridad.
– Qué fastidio. ¿Por qué no se lo cuenta a Guidi?
– Porque él ya tiene sus problemas en determinados círculos. Dejé de hablarle del tema cuando me di cuenta de adónde conducía. Por ahora no es más que una hipótesis, como le he dicho, pero más verosímil que el escenario a lo Mayerling que nos prepararon. ¿Qué diría, coronel, si le dijera que el siete de abril la baronesa Fonseca, habiéndose reunido con el cardenal en casa de un amigo políticamente afín, cerca del Panteón, entre la una y las tres, tenía que volver a su domicilio para administrarse su segunda dosis de insulina diaria?
– No diría nada.
– ¿Y si añadiera que el cardenal, corno disponía de tiempo de sobra para volver a su residencia y prepararse para la reunión de las cinco menos cuarto con usted, la acompañó, ya que la dama a veces se sentía algo mareada justo antes de su tratamiento?
– No le sigo.
– Lo hará si añado que unos desconocidos que estaban escondidos en el piso de la ciudad de Marina Fonseca, con una Beretta que habían robado en su villa de Sant'Onofrio, prácticamente inaccesible, y cargada para la ocasión, sorprendieron a la pareja al entrar.
– Qué fantasía tiene usted -comentó Dollmann.
– ¿Ah, sí? Creo que una mujer enferma y un octogenario constituyen una presa muy fácil. Supongo que la obligaron a escribir la nota de «suicidio» pero, a pesar del terror, la baronesa tuvo el coraje suficiente para dejar un mensaje de angustia al usar la mano derecha para escribirla. Y no creo que sea abusar de su pacienciaagregar que a continuación le inyectaron una dosis excesiva de insulina que le hizo perder el conocimiento casi de inmediato. La desnudaron y la tendieron en el lecho. Con un anciano tan frágil como el cardenal, Dios sabe… un golpe no demasiado fuerte pero en el lugar correcto pudo bastar para derribarlo. Después sólo era cuestión de dejar las huellas de Marina Fonseca en la pistola, arreglar el desagradable escenario y simular el asesinato y posterior suicidio con la misma arma.
– Es más fantástico todavía, Bora.
– Menos fantástico que el hecho de que unos amantes clandestinos dejen tanto la puerta del piso como la del dormitorio abiertas en tiempos de guerra, o que una diabética use de una sola vez las dosis que debían durarle hasta después de las vacaciones y deje las ampollas vacías para que las encuentre la policía, pero no la jeringuilla. Y ciertamente menos fantástico que la súbita locura asesina de una terciaria de una orden religiosa.
Bora no añadió nada más y Dollmann se quedó callado como una tumba a lo largo de los diez kilómetros siguientes. Entonces se limitó a comentar:
– Lo tiene todo excepto los asesinos.
Esta vez fue Bora quien guardó silencio mientras se alejaban de los sombríos barrios de la periferia de la ciudad. Llegaron a la solitaria bifurcación de la carretera junto a los olivares de Fiano antes de que hablaran de nuevo.
– También los tengo pero, como el policía cuyo despacho alguien registró, igual que registraron de arriba abajo mi habitación, no soy tan iluso como para ir tras ellos ahora mismo.
Sandro Guidi no lamentaba haber avisado con treinta días de antelación de que pensaba mudarse. Gracias a Danza, había encontrado un nuevo alojamiento en via Matilde di Canossa, junto a via Tiburtina, adonde pronto trasladaría sus escasas pertenencias. En realidad estaba deseando irse.
El viernes, después de levantarse, a través de la puerta entornada vio que Francesca se daba masajes en las piernas, sentada en la cama, con cara de encontrarse mal. Últimamente sudaba mucho, a menudo tenía náuseas y no se molestaba siquiera en cambiarse de camisón.
– ¿Necesitas algo? -preguntó el inspector al pasar, y la joven le dirigió una mirada de asco.
– Cierra las malditas ventanas de tu habitación. Me entran ganas de vomitar con el apestoso olor del asfalto.
Era cierto, vomitaba a menudo, y cada media hora se dirigía al baño con unos andares de pato que él no podía conciliar con la delgadez adolescente que mostraba Francesca pocos meses antes. El doctor Raimondi, cuya esposa se había prestado a adoptar al niño, la había invitado a alojarse en su casa hasta el parto, pero Francesca le dejó bien claro que no tenía la menor intención de que la encerraran hasta que llegase el momento. Así pues, se pasaba los días entre el dormitorio y el baño, leyendo revistas y haciendo caso omiso de las lamentaciones de la signora Carmela por el profesor. Apenas hablaba a Guidi pero, cuando lo hacía, él se comportaba como si no le importase nada marcharse de allí al cabo de menos de una semana.
Mientras se dirigía al trabajo en aquella mañana que parecía de esmalte, Guidi sólo pensaba en que quería salir de aquella situación. En cuanto al caso Reiner, había entregado la manta, el abrelatas y las braguitas como se le había indicado, pero Bora no le había llamado ni se había dejado ver.
20 DE MAYO
Dollmann y Bora se hallaban a menos de media hora de Soratte cuando el coronel, que estaba al volante, le tendió sin decir nada un expediente que había sacado del maletín de piel que tenía al lado. Bora lo dejó sobre sus rodillas y lo abrió. En la delicada luz de primera hora de la mañana, mientras subían hacia el reducto, la fotografía sin nombre del informante y la página mecanografiada con algunos datos parecían una necrológica. Casi había olvidado el tema, pero Dollmann se lo recordó.
– Como le prometí -dijo mirándole de reojo para ver su reacción-. Devuélvame el material en cuanto lo haya memorizado, antes de que volvamos. -Lo único que advirtió fue que Bora apretaba la mandíbula.
– ¿Esto es todo lo que sabemos, coronel?
– Es todo lo que necesita saber.
– ¿Podemos confiar en que el informante acudirá?
– Por completo. Hasta ahora nunca ha faltado a ninguna cita.
– Así que el próximo viaje es el veintiuno.
– Domingo, correcto.
Bora medía las palabras al hablar, con la vista clavada en el expediente.
– Estaré allí.
– ¿Cómo planea hacerlo?
– Usaré mi pistola desde una distancia de seis metros, no más.
– Es arriesgado.
– Todo es arriesgado si no se hace bien. Y esto se hará bien.
Al ver en el retrovisor que se aproximaba una fila de carros blindados, Dollmann se detuvo en la orilla de la carretera para dejarles pasar y levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido de los motores.
– ¿Y si algo sale mal? Ya sabe que no podré ayudarle…
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