Bora no le miró, pero se relajó visiblemente. Dos soldados retiraron el cuerpo de la mujer y en el lugar sólo quedó una mancha de sangre. Había salido un médico del hospital, pero los SS no le permitieron acercarse para examinarla. La gente empezaba a arremolinarse allí. Un soldado joven tomó una foto de los hombres que se llevaban el cadáver y un SS le quitó la cámara, la abrió y expuso la película, lo que hizo sonreír a Dollmann.
– Siguen siendo unos idiotas, ¿verdad?
Bora por fin levantó la vista.
– Voy a llevar la lista al Vaticano, coronel. Gracias.
– ¡Nadie saldrá de esta plaza! -El teniente tomaba venganza así. Todos los presentes, incluidos Dollmann y Bora, debían esperar hasta que llegase Sutor, ya que Kappler estaba con una amiga y no había forma de localizarle.
Sutor no apareció hasta las once y veinte, y entonces Dollmann le montó una escena furibunda.
– ¡Tenía una cita con el vicecónsul hace diez minutos y por culpa de esta idiotez llegaré tarde, Sutor! ¡Espero que tenga alguna razón mejor que la muerte de una puta italiana para retenerme aquí!
– Standartenführer , la embajada está sólo a una manzana de distancia; no veo motivo para que se enfade tanto. Estos hombres han hecho lo que se les ha ordenado.
– Esto no quedará así, se lo aseguro.
Sutor estaba furioso. Se olía una trampa. Volviéndose airado hacia Bora, preguntó:
– Y usted, mayor, ¿qué hacía aquí?
– Venía a hablar del interrogatorio de Antonio Rau con usted.
– ¿En domingo?
– ¿Cómo podía saber que usted no estaba? Yo suelo trabajar los domingos.
Sutor hervía por dentro. Durante un instante de locura se sintió tentado de detener a los dos hombres y encerrar a Bora en la cárcel, pero temía la reacción de Wolff o Kesselring. Demasiado furioso para hablar, se atragantó con su bilis mientras dejaba ir a ambos.
Dollmann subió al coche de Bora y atravesaron via Tasso hacia la cercana Villa Wolkonsky, donde se apeó. El mayor giró hacia la izquierda y cruzó Roma en zigzag por via Manzoni hacia la orilla del Tíber, junto al puente Vittorio, donde se detuvo para arrojar al río el cargador y el cañón usados. De vuelta en el automóvil, puso su cañón a la P 38, la limpió bien y colocó un nuevo cargador.
La cita era en los Museos Vaticanos, pero Borromeo no estaba allí. Fue el secretario de Estado, el cardenal Montini, quien recibió la lista; la miró con una expresión de dolor en su rostro aguileño. Con la espalda apoyada contra la ventana de la pequeña habitación, Bora le observó mientras leía los nombres de los judíos protegidos por las instituciones religiosas y de los que vivían con identidad falsa, junto con sus direcciones y encondites.
– Eminencia -dijo-, quiero confesarme por la muerte de la mujer que llevaba la lista.
– Le enviaré un sacerdote. -Montini se dispuso a salir de la habitación.
Bora se colocó ante la puerta para impedírselo.
– Desearía que la oyese usted.
Con el periódico doblado bajo el brazo, Guidi caminaba por la calle donde tenía su apartamento hacia una trattoria sin nombre, popular entre los ferroviarios y funcionarios. Se sentó justo al lado de la puerta, por donde entraba la tibieza de la acera, una corriente muy agradable que de vez en cuando levantaba el borde del mantel. Al otro lado de la calzada, ante uno de los muchos comedores de caridad organizados por el Vaticano, una cola casi inmóvil de refugiados y desempleados serpenteaba hasta doblar la esquina. Las puertas se habían abierto hacía poco rato, a las doce en punto.
El camarero le conocía porque Guidi había comido en el local los dos días anteriores.
– Inspector -dijo guiñándole el ojo mientras le llevaba una pequeña garrafa de vino-, los norteamericanos están a cuatro días de Roma.
– ¿De veras?
El camarero movió la cabeza hacia la habitación del fondo, lo que podía indicar tanto que había una radio escondida allí como que alguien había llegado de los montes Albani con la noticia.
– Les han visto.
Guidi no hizo ningún comentario. Esperaba que fuese verdad por el bien de la ciudad. Por el bien de los Maiuli. Por el bien de Francesca y los que eran como ella. Estaba a la mitad de un plato de pasta cuando el camarero le dio un discreto golpecito en el hombro y le hizo mirar hacia la puerta. Pasaban unos camiones alemanes con la lona bajada por la parte de atrás; o estaban vacíos o llevaban cargas que no querían que viesen los romanos. Quienes guardaban cola ante el comedor de caridad levantaron el rostro con expresión de odio, pero no dieron voz a su exasperación. A continuación pasó una fila de ambulancias maltrechas y cubiertas de barro, con las ventanillas salpicadas de gris. La sangre chorreaba de ellas como si fuesen carros del matadero. Guidi recordó el camión de la carne donde lo habían metido para llevarlo a las Fosas y cómo el olor a muerte animal penetraba en la nariz de aquéllos a quienes iban a asesinar.
– ¿Ve cómo es verdad? -dijo el camarero.
Sin embargo, cuando un coche del ejército alemán se detuvo delante del local y entró un joven oficial de rostro femenino para pedir algo de beber, amablemente sacó una jarra de agua y un vaso. Guidi observó al recién llegado con los párpados entornados y se fijó en que el interior de su boca parecía rosa y en carne viva en contraste con la máscara de yeso de su cara.
Después el camarero, con un paño colocado sobre el antebrazo y una sonrisita en los labios, se apoyó contra el marco de la puerta, mientras el coche arrancaba y se alejaba hacia el norte.
– Guardo siempre varios litros de agua para los alemanes, especial para ellos. Le echo un vaso de orines. Ellos no lo notan, pero yo me divierto cuando se la beben. Están demasiado ocupados para darse cuenta. Y si dicen algo, les suelto que todo el mundo sabe que el agua de Roma apesta y que los papas pagaban una fortuna para beberla y echar las piedras del riñón. -De pronto le asaltó una duda-. Inspector, ¿cree que un vaso de orines es suficiente para que les siente mal?
– Probablemente no.
En su despacho solitario, Bora bebió un poco de agua y dejó el vaso. Le costaba tragar, como si tuviese la garganta cerrada, bloqueada, y el líquido descendía con dificultad mientras el aliento subía. El alivio de la tensión resultaba siempre mucho más doloroso que la propia tensión. Había estado tan tenso que todas las fibras de su cuerpo habían ansiado la acción. Lo que más le avergonzaba, lo que le parecía insoportable en aquellos momentos, era que se había sentido tentado de disparar al teniente de las SS que había insistido en ver su arma. Por ese motivo había llevado dos cargadores… no para ocultar que había usado su pistola, sino para matar a otros alemanes si llegaba el caso. Al reconocerlo, la sangre afluyó a su rostro. Esta parecía encresparse en su interior y sus venas no eran más que canales por los que fluía o refluía movida por la pasión o el arrepentimiento.
Todas las partes de su cuerpo se liberaban de la tensión poco a poco y con dolor. Los muslos, los hombros, los músculos del torso, las paredes del estómago. A las punzadas que sentía en el brazo izquierdo ni siquiera les prestaba atención. No quería pensar en la posibilidad de que volviese a aparecer el dolor crónico. Apartó el vaso de agua deseando el aturdimiento, pero la angustia crecía en su interior, transportada por la sangre, que le hacía enrojecer y palidecer. Como detritos, todos los dolores y sufrimientos, las pérdidas, las separaciones, los distanciamientos, las derrotas corrían por su sangre. El rostro de la muerte presenciada y causada y de la que aún había de presenciar y causar: las muertes que se avecinaban, incluida la suya.
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