Por suerte tenía órdenes de viajar hacia Valmontone, al norte de la cual la única ruta posible para la salvación del X Ejército, que se hallaba casi cercado, discurría por la ladera de la montaña.
***
– La ingratitud reina en el mundo. -En su salón, el profesor Maiuli compartía con su esposa un inusitado momento de amargura-. Querida mía, había enseñado a Antonio Rau casi hasta la cuarta declinación y tenía previsto explicarle las cinco excepciones, assentior, experior, metior, ordior y orior . Por fin había conseguido que aprendiera los verbos reflexivos incoativos (excepto dos), ¿y qué hizo él, sino traicionar nuestra confianza? Puedo perdonarle que contribuyera a mi arresto, pero casi causó el de Francesca, que es una chica muy rara pero está libre de toda sospecha política.
La signora Carmela enderezó un pañito de ganchillo que había tras la cabeza de su esposo.
– Dicen que ha muerto.
– ¿Y cómo lo saben?
– Francesca lo ha oído por ahí.
– Por cierto, ¿dónde está? Pensaba que volvería para comer.
– Yo también. Mantengo su plato caliente. -La signora Carmela dejó escapar un quejumbroso suspiro-. Las cosas han cambiado desde que no está el inspector Guidi, que era el único inquilino digno de confianza que teníamos. No dijo por qué se fue, sólo que no tenía nada que ver con la manera en que nosotros le tratábamos.
– Bueno, esperemos que al menos ella se quede.
Guidi pagó la cuenta y volvió a la mesa para acabarse el vaso de vino. Mientras tanto entró un sacerdote con un revoloteo negro de la sotana y el Osservatore en la mano. Era evidente que el camarero lo conocía bien.
– Don Vincenzo, buenos días. ¿Lo de siempre?
– Lo de siempre.
Guidi se bebió el vino. Mientras salía de la trattoria , oyó que el sacerdote contaba en voz baja al camarero que los alemanes acababan de matar a una mujer en la plaza de San Juan.
El camarero se lo toma con filosofía.
– O sea, nada nuevo, don Vincenzo -comentó.
28 DE MAYO, POR LA TARDE
El bombardeo de Valmontone era ensordecedor. Algunos proyectiles atravesaban la llanura desde las posiciones norteamericanas en Artena, cuya cornisa calcárea estaba suspendida sobre barrancos profundos y secos, a sólo tres kilómetros de la estación de ferrocarril de Valmontone.
Bora se tapó el oído derecho para captar, más bien leyéndoles los labios, lo que le decían los oficiales de la 65a División. Arriba, la iglesia de la Collegiata, expuesta como el vástago de una planta en el centro de la ciudad, resistía los obuses y las nubes de humo. Abajo, los escombros de las casas alcanzadas por las bombas ofrecían algún refugio, pero se desprendían tejas, vigas, tabiques enteros, algunos de los cuales parecían mantenerse en pie sólo gracias al papel pintado.
Después de varias interrupciones e intentos frustrados Bora consiguió establecer contacto con Kesselring, que estaba en Frascati. El único lugar que los técnicos de comunicaciones habían encontrado para colocar el teléfono era una letrina al fondo de una tienda de comestibles, que ahora se usaba para albergar heridos y cadáveres. Bora vociferaba al aparato, de pie ante un retrete rebosante de excrementos hediondos y sanguinolentos. No había agua corriente, y por una buena razón, ya que fuera de aquella habitación no quedaba ni una sola tubería. La artillería atacaba algún lugar próximo, tan cerca que la pared de la letrina temblaba de tal modo que caían capas de yeso dejando los ladrillos al descubierto. Mientras Bora hablaba, entró un capitán y, con cuidado de no pisar el charco amarillo sobre las baldosas, se desabrochó la bragueta para aliviarse. Bora le dio la espalda sin dejar de vociferar ante el auricular. Cuando por fin sdió, vio que trasladaban al interior de la tienda a paracaidistas de 12 29a unidad de granaderos acorazados, pálidos por el sufrimiento y la pérdida de sangre, que yacían encamillas improvisadas, algunas de ellas simples puertas arrancadas de sus goznes.
No era aconsejable recorrer los casi treinta kilómetros que distaban de Roma hasta que hubiese anochecido, de modo que Bora esperó a que las explosiones llenaran la oscuridad. Las llamaradas de magnesio eran largas y brillantes. Los obuses surcaban el cielo nocturno como fantásticos meteoros, fuegos artificiales, bengalas, una fabulosa boca del infierno abierta hacia el sur y el oeste para dejar al descubierto la maldad que había debajo. Subió a su coche a las nueve en punto. Los dos kilómetros hasta la cercana Labico serían los más peligrosos, ya que las colinas cercaban estrechamente la carretera y la convertían en una especie de zanja. Mientras se alejaba, le pasó por la cabeza que las SS podía estar esperándole en Roma.
Al cabo de una hora divisó la Porta Maggiore, la puerta de mármol del acueducto por la cual la carretera 6 entraba en la ciudad. Roma parecía abandonada. Como espectros, los acontecimientos de aquella mañana fluían por las calles que recorría. Peor aún, se sintió obligado a atravesar la plaza de San Juan, aunque se desviaba de su camino. La cruzó despacio, yen dos ocasiones le detuvieron patrullas alemanas que entraban y salían de ella. Alguien había dejado un ramito de flores en el lugar donde había caído la mujer.
Guidi no sintió curiosidad acerca de la identidad de la mujer a la que habían asesinado los alemanes hasta el domingo por la tarde, cuando llamó a su despacho y lo preguntó. No disponían de información sobre ella, aparte de que su muerte parecía ser un desgraciado accidente. No contaban con ninguna descripción y no estaba claro quién había disparado ni por qué.
En via Paganini, la signora Carmela calentó el plato que había guardado para Francesca y se lo sirvió a su marido.
– Tendrá que conformarse con un bocadillo si viene ahora -comentó-. Intento cuidarla, pero no se deja. -Miró con cariño al profesor mientras éste sorbía la sopa-. Come, come; tienes que recuperar fuerzas después de todo lo que has pasado.
***
Bora estaba acostumbrado a la heterogénea población del hotel, a la que miró distraído mientras entraba en el vestíbulo. Siempre estaban los mismos en el bar, o arrellanados en butacas antes de subir a sus habitaciones. Apenas disimulada, se ejercía la prostitución, y todas las apariencias de decoro quedaban en nada cuando se oían las conversaciones entre los oficiales y las mujeres.
Se disponía a cruzar el vestíbulo para subir por las escaleras cuando reconoció a la señora Murphy, que estaba sentada en un silloncito con una expresión controlada de ansiedad en el rostro y las manos en el regazo. Su presencia en el hotel lo hizo enrojecer. Esperó un momento, sólo un momento… y, cuando la mujer le vio y se puso de pie, se apresuró a acercarse.
– Señora Murphy, ¿ocurre algo?
Ella pareció agradecer que el mayor no malinterpretase el motivo de su presencia allí.
– Mayor, tengo que pedirle un favor. Fui a ver a su comandante hace unas horas, pero el ordenanza me dijo que no regresaría esta noche. Entonces recordé que el cardenal Borromeo había comentado que usted se alojaba aquí.
«¿Ah, sí? ¿Y por qué se lo dijo? ¿Por qué a ella precisamente?»
– Esto es muy embarazoso, la verdad. No debería haber venido.
– No, no, por favor. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla? Ella intentó controlar su ansiedad, mientras alzaba apenas su hermoso rostro hacia él.
– Ni siquiera estoy segura de que pueda salir ahora. Llevo dos horas aquí. Ha pasado el toque de queda. Sería terrible si no pudiera…
Su angustia despertó la ternura de Bora, la urgente necesidad de protegerla y complacerla.
– No se preocupe, yo la acompañaré. De todos modos, es mejor que no hablemos aquí.
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