Sin embargo, cogió el maletín con gran serenidad y dio un paso hacia la puerta, como si un visitante maleducado hubiera puesto a prueba su paciencia.
– Capitán Sutor, me ofenden sus palabras, su tono, su forma de irrumpir aquí. Su preocupación por la muerte de una enemiga del Reich me resulta sospechosa y me propongo comunicárselo al general Wolff. Quiero saber qué interés oculto tenían las SS y la Gestapo por esa mujer y por qué uno de los suyos registró su cuerpo ante mis propios ojos.
– Eso no es asunto suyo. -Sutor intentaba mantener la presión, pero ya no se mostraba tan descarado. Era como si en su determinación se hubiera abierto una brecha por la que Bora podía colarse y abrirse paso.
– ¿Debo entender que su mando tal vez haya tenido tratos con el miembro de un grupo comunista, posiblemente el mismo que causó la masacre de via Rasella?
El grueso cuello de Sutor se puso rojo, como si alguien le estuviera asfixiando.
– Dice tonterías sólo para protegerse.
– Salga de aquí -indicó Bora.
– Usted se cree muy listo, y también el coronel Kappler, pero no les va a servir…
– ¡Salga de aquí!
– ¡No pienso irme!
– Entonces me iré yo. -Bora pasó a su lado y atravesó el umbral-. Registre mi despacho, ya que está. Vea qué más puede averiguar.
La signora Carmela no comprendía por qué Guidi había pedido hablar en privado con su marido. Esperó sentada en la cocina hasta que los hombres se reunieron con ella.
– Hay malas noticias -dijo el profesor con tono monocorde-. Francesca ha sido asesinada.
La anciana le oyó con claridad, pero se volvió hacia Guidi y preguntó:
– Inspector, ¿qué está diciendo? No lo comprendo.
– Es cierto. Los alemanes la mataron. Es la que aparece en los periódicos.
– ¡Dios mío! -exclamó la signora Carmela-. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! -Su marido trató de agarrarla, pero la mujer le esquivó y voló hacia su habitación y los santos que allí tenía-. ¡Ay, Dios mío, pobre niña! ¡Ay, Dios mío!
Maiuli parecía incapaz de bajar el brazo que había alzado para coger a su mujer. Cuando lo hizo, tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Sufrió?
– No. -Guidi tuvo que despegar las mandíbulas para hablar de forma inteligible-. Un disparo limpio, en la cabeza. Murió al instante. Probablemente no se dio cuenta de lo que pasaba.
– Pero ¿por qué iban a…?
– Al parecer estaba más metida en política de lo que usted o su mujer sabían, profesor. Iré a su habitación para deshacerme de cualquier cosa que pudiera comprometerles.
– Ella… haga lo que tenga que hacer, inspector. Francesca dormía últimamente en la habitación que usted dejó.
Guidi se sacudió toda la nostalgia para poder trabajar. El policía entrenado que había en él registró el dormitorio, mientras el otro Guidi se mantenía al margen. Enseguida encontró unos billetes apretadamente enrollados en el fondo del cajón, unas seis mil liras. También había un sobre vacío con el nombre de Francesca encima de la mesa, sin remite. Revistas, novelas de misterio, zapatos viejos. Un frasquito de colonia. Sus vestidos de algodón. Las medias de seda que él le había regalado, cuidadosamente dobladas.
El profesor Maiuli miraba desde el umbral con aire de perro apaleado.
– Inspector, dígame la verdad: ¿usted conocía sus actividades? Guidi no se volvió. Tenía el colchón levantado con una mano mientras tanteaba por debajo con la otra.
– Sí.
– Al menos podía habérmelo dicho.
– Sabía que no sería usted capaz de mentir cuando vinieran los alemanes.
– Quizá no, pero entonces me habrían arrestado con un mínimo de honor.
– Ahora eso da igual.
Maiuli movió la dentadura como un ternero que rumia.
– El oficial alemán que me arrestó es el mismo que vino a hablar con usted aquella noche. Elle conoce bien. Si usted no intentó disuadirle de que nos detuviera a los demás, que no teníamos nada que ver con la política, era porque quería proteger a Francesca. Lo comprendo. Sin embargo, no tenía que haber actuado a mis espaldas.
Guidi dejó el colchón es su sitio y echó hacia atrás la colcha. La rabia que sentía por la muerte de Francesca estaba en su punto álgido. Sus movimientos eran desordenados, meros pretextos para mover el cuerpo y descargar energía. Al no encontrar nada más pasó junto a Maiuli y atravesó el salón hacia la antigua habitación de Francesca.
Maiuli no le siguió.
– Me alegro de que ya no viva con nosotros.
Los muebles del dormitorio estaban vacíos. Aun así, Guidi buscó en los rincones y ranuras donde los alemanes seguramente husmearían. Incluso sacó un trocito de papel doblado que había debajo de la pata coja del escritorio; estaba en blanco. Arrancó de un cuaderno una hoja con números de teléfono garabateados y se la guardó en el bolsillo. En lo alto del armario había algunos bocetos de desnudos y retratos, que cogió y arrojó sobre la cama; ninguno estaba fechado después de 1943. Con los brazos alzados palpó detrás de la moldura que coronaba el armario y por fin sus dedos tropezaron con un papel. Tras subirse a una silla descubrió varias copias de papel carbón metidas apretadamente entre la moldura y la parte superior del armario. Las sacó y eligió una al azar.
Lo que leyó fueron los nombres que Bora y Montini habían leído, pero ninguno de los dos había reaccionado como lo hizo Guidi. Por un momento se le nubló la vista, porque aquello era para él una segunda muerte, inconcebible y espantosa, de Francesca. Febrilmente leyó uno tras otro el nombre de personas desconocidas, nombres que había oído alguna vez, familias enterasencerradas en la brevedad del espacio mecanografiado que las condenaba. Fue incapaz de apartar la vista del nombre de la madre de Francesca, claramente escrito junto a su dirección.
30 DE MAYO
Sus oídos ya no prestaban atención a los cañonazos. Con la tensa máscara de su rostro bien tirante sobre el cráneo, Kesselring parecía avejentado y sólo la doble hilera de dientes un tanto salidos le daba un aspecto de agresividad.
– ¿Por qué no me dijo que tuvo problemas en via Tasso, Martin?
– El mariscal de campo tiene otras cosas de las que preocuparse.
– Creía que desde marzo todo estaba resuelto.
Un obús pasó silbando y ambos hombres se agacharon. La trinchera estaba construida en una escarpadura natural, bordeada de arbustos maltrechos y árboles escuálidos. De vez en cuando se veía a las tropas norteamericanas hacia el sudoeste, atisbos de ropa oscura a la que apuntaban los tiradores.
Cuando Bora miró, vio que el obús había levantado una buena cantidad de tierra, la mayor parte de la cual caía en el lado americano. Comparado con el anterior proyectil, era evidente que habían corregido el tiro; un poco más de puntería y acabarían volando su lado de la escarpadura. La artillería alemana runruneaba por encima de sus cabezas apuntando a las posiciones británicas. Bora sabía cómo estaban las probabilidades sobre el mapa. El siguiente obús cayó mucho más cerca, apenas unos cincuenta metros más allá. También entre los alemanes alguien estaba cometiendo errores. Un 88 cayó demasiado cerca y explotó en un matorral donde los soldados habían pasado la noche; los árboles saltaron en pedazos y las ramas volaron como jabalinas y flechas, junto con puñados de tierra y raíces.
Kesselring caminaba con paso firme por la línea de la trinchera, con la cabeza hundida entre los hombros.
– Tendremos que retirarnos -musitó, decepcionado- o esta tarde a ambos lados sólo habrá trozos de carne en el barro. ¿Qué tal está la moral?
– Los hombres no quieren que nos vayamos de Roma.
– Lo comprendo, pero debemos abandonar la ciudad. Lléveme de vuelta a Frascati.
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