La primera señal de la inminente reincorporación de Bora al frente, para sus ojos siempre atentos al aspecto físico, era que se había cortado demasiado el pelo, de tal modo que llevaba la nuca afeitada. Vestía el uniforme de faena e, igual que la primera vez que le había visto, irradiaba una agradable sensación de fuerza viril, que hizo sonrojarse un poco a Dollmann.
– Feliz onomástica -dijo Bora.
– Por mí y por el Papa, gracias. ¿Cómo va todo?
Bora meneó la cabeza. Kesselring acababa de dar por perdidas las ciudades de montaña entre Frosinone y Lanuvio. Valmontone prácticamente estaba en manos del enemigo. Se reunieron con el mariscal de campo, quien después de un educado intercambio de saludos añadió:
– Cuando se vaya de aquí, Dollmann, llévese al teniente coronel Bora. Ya tiene sus órdenes. Deje la ciudad con la mayor dignidad posible.
El SS esbozó una sonrisa afectada.
– Hay una ópera de Verdi mañana por la noche.
– Bien, pues haga un informe. Asistirán todos ustedes, incluido el general Maelzer.
– Es Un bailo in maschera -explicó Dollmann, que se abstuvo de añadir que él saldría de Roma por la mañana-. La idea de una conspiración política durante un baile de máscaras es tan oportuna que costará poner cara de palo, pero representaremos bien nuestro papel.
Más tarde, mientras volvían en el coche, Dollmann se explayó:
– Ha sido divertido. Cuando todo está dicho y hecho, resulta divertido. Nunca ha habido otra ciudad como Roma, y la oportunidad de trabajar en ella… Ah, sí, ha sido divertido.
Bora estaba demasiado atenazado por la melancolía para verle la gracia. Su pesar por tener que abandonar Roma superaba todo lo demás.
– Ahora, pórtese bien y continúe su irreemplazable servicio como militar, Bora. Le servirá de ayuda en los avatares de la política, si alguna vez decide participar en ella. El juego es totalmente injusto, pero juegue con la mayor habilidad de la que sea capaz. Para un jugador hábil, el mejor movimiento es siempre el siguiente. No podrá ganar por jaque mate, pero sabrá defenderse bien. Hasta que se incline el tablero.
– Ya sabe que yo nunca haría eso.
– Ah, el ángel de Dios lo inclinará, aunque tenga que mover el eje del mundo al final de los tiempos. Permítame apelar a la poesía y transmitirle que en última instancia lo único que queda es el amor.
Bora se sintió desconcertado al oír sus palabras, pero enseguida se recuperó.
– ¿Dado o recibido?
– Dado, por supuesto. El que recibimos se digiere con rapidez. En cambio, el que ofrecemos (y precisamente usted, mi querido Bora, debería saberlo) es el que nos permite seguir adelante.
Bora guardó silencio durante un rato. Pensaba en la señora Murphy y se compadecía de sí mismo.
– Lo único que siento ahora es arrepentimiento. Lo contamina todo.
– ¿Por qué? Su amor hacia los demás permanece.
– ¿Acaso lo quieren?
– Sí, lo quieren. -Dollmann miró por la ventanilla, hacia el caos de vehículos y hombres en retirada-. ¿Recuerda cuando fuimos a ver la loba de bronce y usted metió la mano en su boca? Era un gesto simbólico y pensé en él durante mucho tiempo. Hay algo de autodestructivo en usted, su ex mujer tiene razón. Debe controlarlo. Con un poco de suerte, lo controlará. -flizo un breve movimiento con la mano, como si desestimara algo-. Lo que hicimos, Dios lo contará a nuestro favor.
– Eso espero.
Dollmann reflexionó un buen rato antes de pronunciar las siguientes palabras. Las dejó escapar mientras se detenían y su chófer esperaba a que retirasen un tanque estropeado de la carretera.
– Su situación es peor de lo que cree, Bora. La disculpa sólo le ha dado un poco de tiempo. Lo mejor para usted es que los americanos están a las puertas y Kappler está desmantelando su aparato, no construyéndolo… la Gestapo puede abrirle un expediente en veinticuatro horas.
Bora bajó la ventanilla. Hacía mucho calor en el coche y ambos hombres sudaban copiosamente. Luego abrió la portezuela y sacó un pie del vehículo.
– Bueno, aquellos por los que hicimos lo que hicimos pueden recitar el kaddish en mi tumba.
– ¡No diga eso, ni siquiera en broma!
– No lo digo en broma, coronel.
A las dos en punto Bora telefoneó a Guidi y durante un par de minutos le contó la conversación mantenida con el jefe del departamento de archivos de Servigliano. Cuando el inspector intentó decir algo, exclamó:
– No me interrumpa. No dispongo de mucho tiempo y debo aclararlo todo. ¡No son meras conjeturas! Es lógico y deberíamos haber pensado en ello desde el principio. ¿A quién podía estar ocultando Magda Reiner? A un enemigo. ¿Un partisano? Improbable, ya que no podría actuar desde un edificio de propiedad alemana. ¿Un desertor, entonces? Magda no hablaba italiano, de modo que lo lógico es que se tratase de un desertor alemán.
– Así pues, ha encontrado al novio del frente griego…
– No. Sin embargo, ni siquiera tenía que ser alemán, sino simplemente hablar alemán. Pensé en el vecino de usted, Antonio Rau, pero la Gestapo dice que nunca se acercó a esa parte de Roma. Por lo tanto, ¿no podía ser un soldado enemigo? ¿Es probable que un soldado aliado hable alemán? Deseché esa posibilidad, ya que lo único que tenía era su apodo alemán, Willi. Luego empecé a pensar en aquel William Bader que llegó séptimo en la carrera de vallas en los Juegos Olímpicos, el padre de la hija de Magda.
– Por eso me enseñó el libro en el vestíbulo del hospital de piazza Vescovio. Creía que sospechaba de Wilfred Potwen.
– Hasta entonces así fue, pero en el hospital el cirujano me contó la historia de un prisionero de guerra americano que estaba herido. Había escapado cerca de Albano después de una carrera espectacular saltando por encima de las alambradas, a pesar de que tenía la pierna herida. El cirujano mencionó un detalle que me intrigó: era la segunda vez que ese hombre estaba prisionero. Ya había escapado del campo de Servigliano, se había dirigido hacia el sur en octubre del año anterior y le habían pillado cuando trataba de escabullirse de Roma.
Guidi no veía ninguna conexión lógica y le escuchaba simplemente porque Bora no era alguien al que se pudiera colgar el auricular.
– Deben de ser cientos los prisioneros aliados que logran fugarse y a los que volvemos a detener -comentó con calma.
– Sí. Precisamente. Tardé una eternidad en poder hablar con el jefe de los archivos de Servigliano y, francamente, tenía pocas esperanzas de que hubiesen capturado de nuevo al hombre. Sólo esperaba que me confirmara que había estado allí en septiembre. Pero habían vuelto a cogerlo. La unidad partisana que lo había liberado del campo de los Albani se dirigió hacia el norte, a Ascoli Piceno, donde William Bader, con documentación falsa nueva, fue capturado por tercera vez, después de una segunda carrera de obstáculos.
– Pero hasta el momento sólo ha logrado situar a Bader en Roma.
– No sólo en Roma. Sus ropas y sus zapatos indican que Magda le dio refugio, en el siete B además. Llevaba los zapatos con suela de goma que Hannah compró a petición de Magda en Calzaturificio Torino y, aunque no era el atuendo más adecuado, las ropas de Vernati.
Guidi había pasado del desinterés a la atención más viva, y la satisfacción que sentía por haber intervenido en el caso sólo se veía frenada por la prudencia.
– Pero ¿es probable que Magda volviera a tropezarse por casualidad con su antiguo amor en una ciudad tan grande como Roma?
– Guidi, está claro que se encontró con él. No revelo ningún secreto de Estado si le digo que las redes clandestinas, la Iglesia o ambas han prestado ayuda a toda clase de gente, hasta el extremo de emparejarlos con personas a las que habían conocido en el pasado. Tengo la confirmación de este caso en particular por parte de una fuente excelente. -Bora se refería a Borromeo, a quien prácticamente había obligado a facilitarle la información-. Y usted mismo asistió a una de nuestras infames fiestas, donde todos se juntan con todos.
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