– Le veré mañana por la noche al final de la representación, cardenal.
Donna Maria no hablaba de verdad con Bora desde el domingo por la noche. Se evitaban de esa forma extraña en que la gente muy próxima elude el contacto real, a través de una cortés superficialidad. Aquella noche, Bora la encontró en el salón a oscuras con la ventana abierta, desde donde se veía a lo lejos el resplandor de varios fuegos por encima de los tejados.
Se desabrochó el cinturón y dejó el arma. Se acercó a la espalda de la anciana y, como un amante, la rodeó con sus brazos y la estrechó. Ella apoyó la cabeza contra su torso.
– Martin, las colinas están ardiendo. Mira allí, mira… ¿Qué hay en esa zona?
Bora miró hacia el lugar donde unas lenguas rojas se alzaban hacia el cielo, más altas que en otras ocasiones.
– Castel Gandolfo o Albano. -Notó el dolor de la anciana en la seguridad de su abrazo, que sabía que no iba a durar.
– Martin, ¿cuándo…?
– Pronto, donna Maria.
Ella reprimió el llanto al oír aquellas palabras. Se liberó de sus brazos y fue a sentarse en su silla de costura, todavía de cara a la ventana. Bora se acomodó a sus pies.
– ¿Por qué no vas a La Gaviota? Puedes quedarte allí hasta que lleguen los norteamericanos; seguro que luego todo va bien. Nadie tiene por qué saberlo. Puedes acabar tu guerra allí.
Bora le acarició las rodillas.
– Vamos, vamos, no lo dice en serio, donna Maria. Ella se sacó un pañuelo de la manga y se sonó la nariz.
– No; en realidad no. Soy una vieja idiota. Pero ¿qué podemos hacer las mujeres para mantener a nuestro lado a un hombre, excepto llorar?
– No creo que Dikta llore.
– Por eso te perdió. -Era más bien al revés, pero Bora no dijo nada. Donna Maria se secó los ojos-. Sé lo que estás pensando, Martin. La verdad es que hasta que la dejes ir Dikta seguirá dentro de ti y no permitirá que entren otras.
Bora no quería hablar de eso. Se apartó e intentó zafarse de la mirada perspicaz de la anciana.
– Ya no es fácil.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué ha cambiado? -Contra la voluntad de Bora, le cogió la muñeca izquierda y se la puso encima de la rodilla-. ¿Qué ha cambiado?
– Precisamente tiene usted en la mano lo que ha cambiado, donna Maria.
La presa en torno a su muñeca se tornó de improviso más fuerte, a punto casi de hacerle daño.
– ¿Ah, sí? ¿Esto es lo que ha cambiado? Ahora eres perfecto.
Las palabras se precipitaron hacia él. Abrieron un abismo inesperado y desprendieron la costra de fingimiento, bajo la cual su incredulidad y su necesidad de esas palabras eran insaciables.
– ¿Cómo puede decir eso? Si alguna vez hubo esperanza de perfección antes de…
– Es ahí donde te equivocas. La perfección a veces se consigue mediante la sustracción, no mediante la adición. Ahora eres perfecto, o es que nunca has entendido qué es la perfección. Valía la pena a cambio de una mano. -Donna Maria posó la mano derecha en su brazo herido-. Escúchame bien, Martin Bora: esto es la perfección.
Aquella noche, cuando llegó a casa después del solitario trayecto en coche hacia el distrito de Tiburtino, Guidi encontró a dos hombres esperándole en lo alto de las escaleras. La bombilla que colgaba encima arrojaba sobre ellos una lluvia de luz tenue, como polvo amarillo. Con la mano en la barandilla, el inspector siguió subiendo, pero más despacio.
– Inspector Guidi, somos amigos de Francesca.
Guidi llegó arriba en silencio y sacó la llave del bolsillo. Los otros dos se hicieron a un lado para dejarle pasar y aguardaron hasta que abrió la puerta y señaló con la cabeza hacia el interior del apartamento, pero le dejaron entrar primero. Por los bultos de sus abrigos supo que iban bien armados.
– A la cocina -se limitó a indicar. Una vez allí, apartó un par de sillas de la mesa y los hombres se sentaron con las piernas bien separadas, como granjeros fanfarrones, y las palmas abiertas sobre los muslos.
Guidi se quedó de pie delante de ellos y, como ambos examinaban la habitación en busca de otras salidas, sacó con toda naturalidad la pistola de la funda que llevaba bajo el brazo.
– Les escucho.
No se dieron ni pidieron más explicaciones. Habló el más joven de los dos, un muchacho con el pelo tan oscuro que parecía azul y una frente estrecha y obstinada.
– Francesca nos habló de usted.
– ¿Y qué dijo?
– Que se podía contar con usted en caso de necesidad. Guidi no lo confirmó ni lo negó.
– ¿Qué más les dijo?
– Que conoce usted a un ayudante de campo alemán.
Por fin llegaban al meollo. Guidi seguía tenso, aunque no se había pronunciado ninguna amenaza y los hombres se mostraban respetuosos. Eran idealistas, a quienes la muerte de Francesca había llenado de una ira sincera y temeraria. Sin duda ignoraban cómo obtenía la joven el dinero para su causa. Guidi tuvo la impresión de que, de haberlo sabido, la habrían matado ellos mismos.
– Es cierto -dijo lentamente-, conozco al teniente coronel Bora. Y ahora también a ustedes.
El joven del pelo azabache chasqueó la lengua para rechazar semejante equiparación.
– A nosotros acaba de conocernos. Pero el alemán… sabemos quién es. Luchó contra los partisanos en el norte. Intentamos eliminarlo el mes pasado y otro camarada pagó con su vida por ello.
– ¿Rau?
– Ya sabe qué ocurrió. El tal Bora lleva días sin ir a su hotel. ¿Dónde se ha metido?
La atención de Guidi iba de un hombre al otro. El de mayor edad era medio calvo, pálido, con los ojos hundidos y de mirada vehemente. Sí, era cierto, Rau había pagado con su vida por aquello, y quienquiera que hubiese matado a Francesca seguramente tenía motivos que él no podía ni quería explicar a los dos compañeros de la joven, quizá para proteger el recuerdo de Francesca, quizá para no mancillar el dolor de aquellos hombres. Sabía que tenía delante a soldados de a pie, los que se juegan el pellejo sin hacer alharacas. Los que jamás incurren en la traición, con los que no se puede negociar y a los que no hay forma de ablandar.
– No tengo ni idea de dónde está -respondió por fin-. ¿Por qué no persiguen a quienes la mataron como a un perro?
– Si supiéramos quién fue, lo haríamos, no le quepa la menor duda. Bien, con respecto a Bora, ¿intentará hablar con usted antes de marcharse de Roma?
– Saben ustedes tanto como yo.
– Nosotros no hemos podido acercarnos a él en el Flora, inspector. Bora fue a verle al apartamento donde usted vivía antes, se han citado en otros lugares. No le preguntamos de qué hablaron ni qué hicieron, pero ahora es el momento de que haga su parte.
Guidi estaba cansado. Las palabras no le ponían nervioso, ya había pensado en ellas antes.
– ¿Qué quieren que haga?
– Que nos traiga al alemán.
3 de junio
La voz que respondió al teléfono era profunda y bien conocida.
– Aquí Bora.
Guidi casi había perdido la esperanza de encontrarle aquella mañana. Por un momento pareció olvidar para qué lo había llamado. Con cierta inquietud presentó la petición de Caruso.
– Si el jefe de policía quería hablar conmigo -repuso Bora-, debería haberlo hecho personalmente. No tengo tiempo de verle hoy. Quizá mañana por la mañana.
– ¿A qué hora?
– A las nueve en punto. Si llega siquiera dos minutos tarde, no habrá reunión.
– Se lo diré.
Ninguno de los dos colgaba el receptor, esperando a que el otro añadiera algo. Caruso se lo arrancó a Guidi de la mano y colgó.
– ¿Mañana por la mañana? -Había en él cierta exasperación y casi tanta arrogancia como había mostrado ante Guidi en otras ocasiones-. ¿Quién cree que soy yo, un subordinado a quien se hace esperar hasta que «tenga tiempo» de atenderme? ¡Tendría que haber insistido en que me recibiera hoy mismo, esta tarde como mucho!
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