– Estamos en junio, inspector. Olvídese de marzo. -El hombre observó cómo Guidi se levantaba del banco con las manos en los bolsillos-. ¿Adónde va?
– A comer.
– Volveremos a vernos más tarde.
Guidi se encogió de hombros.
Después de mediodía, mientras conducía por via San Francesco, Bora percibió, aun dentro del automóvil, que algo había cambiado, aunque no sabía bien de qué se trataba. Bajó la ventanilla y aguzó el oído. Salió del coche. Contra el cielo, brillante como un espejo, se recortaban oscuras las copas de los pinos que bordeaban el parque. Por primera vez desde hacía meses oyó el rumor del viento al pasar entre los árboles. El susurro del viento entre las ramas en el silencio. Contuvo el aliento para disfrutar de la ausencia de ruido. De pronto toda la ciudad, el mundo entero se había quedado dormido y el encantamiento lo mantendría cien años en una quietud absoluta. Oyó los latidos de su propio corazón, los leves chasquidos del coche, que se enfriaba después de detenerse. El crujido de un trocito de papel que el viento hacía rodar por el pavimento. Y el sonido de los pinos encima de él, igual que el de las olas del mar.
***
Guidi comía sin hambre en la trattoria de costumbre. En medio del local el camarero, que llevaba unos platos de pasta en las manos, se detuvo de pronto. Su cara era de asombro, como si le hubiesen propinado un golpe y no supiera de dónde procedía. Guidi dejó el tenedor y levantó la vista hacia la puerta. El visitante era el silencio. Llegó y la gente lo miró y se quedó sorprendida y no supo cómo saludarle ni qué hacer con él.
La signora Carmela percibió que el ruido había cesado, eso fue todo. Las urnas de cristal del salón dejaron de tintinear y los santos se quedaron de pronto taciturnos en su interior. Los estantes del salón de donna Maria también dejaron de temblar. La anciana soltó el mundillo y fue a abrir la ventana. En la calle reinaba el silencio. Las golondrinas la atravesaban como tijeras que cortan una tela. De una de las rosas que Martin Bora le había regalado cayeron unos pétalos, que en el silencio absoluto produjeron un sonido apagado al posarse sobre la mesa.
El cardenal Borromeo, que decía misa solo, se interrumpió. Levantó el rostro hacia el altar y aguzó el oído, tan inmóvil que las llamas de las velas que tenía delante se alzaron, verticales, en la penumbra de la capilla. La mujer de los labios color cereza dejó caer la falda cuya cremallera estaba abrochando sobre su voluminosa cadera. En el hospital, Treib se irguió en su silla y clavó la vista en el reloj de la pared. Maelzer se sirvió un vaso de vino de Frascati y se lo bebió de un trago.
Bora se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos el silencio y lo recibió agradecido, sin importarle lo que significaba. Pensó que vivos y muertos por fin podían descansar. Celdas, barracones y tumbas se alimentarían del silencio y de la esperanza de paz. Sus últimas órdenes en Roma entrañaban la destrucción de los barracones y depósitos, pero eso no ocurriría hasta el día siguiente. Se sentía agradecido, muy agradecido por no tener que romper el silencio aquel día.
Cuando Guidi volvió a la oficina, Danza, que era un modelo de puntualidad, no estaba. Sobre su escritorio, situado junto a la puerta del despacho del inspector, se encontraba su uniforme pulcramente doblado, con la gorra y la pistolera encima. El arma no estaba en la funda. En una hoja de papel había escrito a lápiz las palabras: «Es más honrado ahora ser partisano que policía.» Había varios billetes de banco sujetos al papel con un clip, para que nadie pudiera decir que se había quedado con una propiedad del Estado sin pagarla.
Hacía tiempo que no se veía nada tan extravagante como la inauguración de la temporada de ópera el sábado por la noche. Bora notó una gran relajación en el ambiente, incluso buen humor. El teatro resplandecía lleno de elegantes vestidos y uniformes, bellas mujeres y hombres condecorados. Los fascistas habían desaparecido casi todos y entre el público abundaban los alemanes. Corrían rumores de que las tropas habían tomado posiciones al sur de la ciudad pero fuera, en la oscuridad, continuaba el éxodo de unidades enteras.
Cuando Bora llegó con donna Maria, a quien había convencido de que asistiera después de mucho insistir, vio entre otros al general Maelzer acompañado de dos mujeres y a Kappler con su amante, una discreta joven holandesa de quien Dollmann le había hablado despiadadamente mal. Sin demasiadas esperanzas miró alrededor buscando a la señora Murphy. Esta había mencionado que estudió italiano de niña en Florencia. ¿Le gustaba la ópera? ¿Estaban todavía por allí los diplomáticos? El palco de Borromeo, que señaló a donna María, todavía estaba vacío cuando tomaron asiento en el suyo, situado enfrente de aquél. Por el movimiento de ropas en la penumbra, una vez que se apagaron las luces, Bora dedujo que el cardenal había llegado, y no solo, justo cuando se alzaba el telón.
Durante el entreacto Bora se disponía a pedir a la anciana dama que bajara con él al foyer y, cuando se volvió, se quedó clavado. Al otro lado del teatro, con un vestido lila que la enmarcaba como una flor, la señora Murphy estaba sentada en el palco de Borromeo.
Donna Maria, hundida en su butaca como una tortuga de raso negro, reparó en su mirada.
– No quiero bajar -dijo mientras miraba hacia el otro palco a través de sus gemelos-. Ve tú.
Bora no le prestó atención. Observó con decepción que el palco del cardenal estaba lleno de visitantes y no se movió.
– Bien, Martin, ¿es que no vas a ver al cardenal?
– No mientras haya otras personas allí, donna Maria.
– Si yo quisiera hablar con alguien, ni siquiera una multitud me detendría.
Bora la miró con franqueza.
– Es por educación, no por timidez.
Ella siguió sentada, con su vestido de raso recamado de azabache y el entrecejo fruncido. Cuando meneaba la cabeza, los diamantes de sus pendientes destellaban como minúsculos rayos.
– Martin, presta atención a la ópera. Aprenderás algo de la historia de amor que se cuenta en ella.
En el segundo entreacto la anciana llamó la atención de Borromeo y le indicó que deseaba verle en el foyer , al que descendió apoyándose pesadamente en el brazo de Bora. Arrinconado de inmediato por el general Maelzer, Bora tuvo que abrirse camino entre charreteras y espaldas desnudas hasta el otro lado de la sala para poder aproximarse a la señora Murphy antes de que empezase el tercer acto. Ella le vio acercarse y no se movió de donde estaba.
– No puedo creer que todavía estén todos aquí -comentó con calma-. El silencio de los cañones no augura nada bueno.
– Me alegro mucho de verla, madam.
Como había hecho en otra ocasión, la mujer sonrió ante la formalidad británica del saludo de Bora.
– Gracias.
A su lado había un adolescente alto, con el rostro afeado por el acné y un bozo incipiente.
– ¿Puedo presentarle a mi hijastro, Patrick hijo? Patrick, éste es el teniente coronel Bora. -El alemán inclinó la cabeza sin prestar la menor atención al muchacho-. Patrick empezará a estudiar en Columbia en otoño.
Una mirada impaciente fue lo único que Bora ofreció al jovencito. Comprendía lo que significaba su presencia, pero estaba tan desesperado por la falta de tiempo que le daba igual. Con una ligera inclinación de la cabeza dijo:
– Señora Murphy, le ruego que tenga la amabilidad de hablar conmigo en privado después de la obra.
– ¿Por qué?
Se sintió justificado para tocarle levemente el hombro al llevarla aparte.
– Debo pedirle un favor.
– ¿A cambio del que me hizo? Tenía que haberlo supuesto.
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