La mano helada seguía en torno a su corazón, para gran sorpresa de Guidi, y sus palabras como gotas se esforzaban por seguir brotando.
– Era la única forma de asegurarse.
Con un movimiento exagerado, el joven sacó su pistola y la amartilló.
– Nos rogó que no lo matáramos, pero seguimos disparando.
– ¿Que les rogó? -No, Bora no. Bora no. De pronto Guidi descubrió la mentira y, aunque la pistola seguía apuntándole, sintió ganas de reír de alivio y rabia por sentirse aliviado-. Espero que lo remataran con un tiro en la cabeza.
– Sí, justo en la cabeza.
– ¿Por qué le cuentas esa patraña?
Guidi no se movió, aunque el arma amartillada osciló peligrosamente cuando el joven se volvió hacia la puerta, donde había aparecido su compañero.
– Sólo quería ver…
– ¿Qué querías ver, imbécil? ¿Y por qué no has cerrado la puerta? No le haga caso, inspector; no estaríamos aquí si hubiésemos acabado con ese hijo de puta. Estaba en la ópera, sí, pero no pudimos acercarnos. Parece que se largan mañana, de modo que necesitamos que lo traiga aquí… no al parque, aquí. Una vez que nos lo hayamos cargado, no tendrá que preocuparse por el cadáver. Los alemanes se marchan a toda prisa para salvar la piel. -Con aire avergonzado el joven se levantó de la silla y el partisano calvo le dio la vuelta y se sentó-. Bueno, ¿a qué hora lo traerá?
Guidi cogió de nuevo la novela.
– No pienso traerlo.
– ¿Qué quiere decir?
– Si le quieren, tendrán que cogerle ustedes mismos. No es inmortal ni invulnerable… encuéntrenle y mátenle. -Hizo caso omiso de la expresión de incredulidad en el rostro de los hombres, la rabia que mostraba el más joven-. Yo tuve mi oportunidad de matarle y no lo hice. En cuanto a esto de que me apunten con sus armas, no puede ser peor de lo que me hicieron los alemanes en marzo. Después de esperar la muerte durante horas y horas en las Fosas creo que puedo soportar quedarme aquí hasta que disparen.
4 DE JUNIO
La mayoría de los oficiales había partido antes del amanecer. Bora había encontrado a donna Maria dispuesta a verle marchar. La mujer parecía avejentada y más frágil, pero ya estaba vestida, e incluso se había puesto sus joyas, aunque sólo eran las cinco de la madrugada.
– Me voy a trabajar, donna Maria.
– Y luego, fuera.
– Sí.
La anciana logró mantener la compostura. Golpeó con impaciencia el suelo con el bastón para indicarle que la abrazara y después le apartó. Cogió de encima del piano un paquete plano y blando envuelto en papel fino y atado con una cinta.
– El encaje para el vestido de novia de tu próxima esposa. Llévatelo.
Bora sonrió ante su optimismo.
– Es posible que no pueda guardarlo como es debido en las próximas semanas. ¿Por qué no me lo guarda usted?
– No. Esta es la última vez que nos vemos, Martin. En el pasado siempre he sabido que volvería a verte, pero esta vez no. Quiero darte el encaje personalmente. Guárdalo en el maletín. Quiero ver cómo lo haces.
Bora lo hizo con sumo cuidado.
– Donna Maria, usted vivirá cien años.
– Espero que no.
Guidi se sentó junto a la ventana y se lió un cigarrillo matinal. Las golondrinas cruzaban el espacio enmarcado por la ventana lanzando agudos gritos. El inspector había bajado el tramo de escalones hasta el teléfono, pero no había línea. De todos modos, ¿qué iba a decir a Bora, aparte de informarle de que los partisanos estarían esperándole? No se le ocurría ninguna forma concreta de mantenerle alejado, si es que había pensado acudir allí. Para distraerse intentó encender la radio. No había electricidad. No funcionaban los tranvías ni se podía encender la luz. Y el silencio continuaba.
Cuando salió de casa para comprar el periódico del domingo, se encontró con que no lo habían publicado. Todavía se veía a algún que otro grupo de alemanes, aturdidos y con los ojos hundidos; los que se agolpaban en la parte trasera de los camiones dormían unos encima de los otros, a pesar del traqueteo del vehículo al avanzar sobre los adoquines. Los líderes fascistas que quedaban en la ciudad pasaban con el rostro oculto detrás de revistas mientras leían las noticias del día anterior, para esconderse de la gente. Unos pocos milicianos intentaban subir a los coches y camiones, pero los alemanes se despertaban y les golpeaban con la culata de los fusiles para impedírselo.
La lectura del día rezaba: «El hombre justo, aunque muera prematuramente, encontrará reposo.»
Bora salió de la misa temprana en la iglesia de Santa Catalina, al final de la calle donde vivía donna Maria. Caminó hacia su coche y se dirigió al Excelsior, donde permaneció una media hora sentado con los comandantes del cuerpo de ingenieros. Luego pasó por el Hotel d'Italia para recoger las escasas pertenencias que le quedaban y sólo dejó una navaja junto al lavabo. Por una vieja superstición de guerra acostumbraba dejar siempre atrás un pequeño objeto para asegurarse de que volvería.
El vestíbulo del hotel estaba vacío. Mientras tomaba una taza de café, llegó un SS que buscaba a un colega. Bora le conocía del despacho de Kappler y le preguntó qué tal estaban las cosas. Supo que Kappler había abandonado Roma a las ocho en punto.
El SS parecía desconcertado.
– Están bombardeando los caminos, coronel, y hay aviones por todas partes… Lo mismo habría dado que nos hubieran matado luchando en las calles. Adiós, coronel.
En la acera, mientras volvía a casa desde el quiosco de prensa, Guidi reconoció al ras Merlo por su pelo engominado. Vestido de paisano con ropas que debía de haberse puesto a toda prisa, recorría la calle con una maleta pequeña, posiblemente en dirección a la estación de ferrocarril Tiburtina. ¿Qué mejor lugar para esconderse de los suyos, sobre todo de Caruso, que aquel barrio periférico de clase trabajadora? A buen seguro intentaría salir de la ciudad. Guidi estaba a punto de llamarle para que se detuviera un momento. Se presentaría y (sobre todo para molestar a Caruso) le contaría que sabían quién era el culpable de la muerte de Magda. Como si aquél fuese el momento adecuado para hablar de amantes alemanas.
Mientras tanto, Merlo seguía caminando hacia via della Lega Lombarda con pasitos cortos y rápidos, como un muñeco mecánico estropeado, con un apresuramiento tan grotesco y surrealista como la obra de Pirandello estrenada hacía ya tanto tiempo. A pesar de que al otro lado de la esquina se oía un tumulto, no aflojó el paso, sino que, con la cara blanca, se encaminó directamente hacia allí.
Muchedumbres exasperadas deambulaban por la ciudad buscando una rápida venganza, Guidi lo sabía bien.
– ¡Merlo! -exclamó-. ¡Aquí, Merlo! -No consiguió que se detuviera, aunque el otro volvió la vista hacia la acera desde donde Guidi le hacía señas-. ¡Al portal, rápido!
Merlo continuaba andando mecánicamente.
– ¡Soy un hombre honrado! -dijo a voz en grito-. ¡No he hecho nada malo! ¡El pueblo sabe que no he hecho nada malo!
– ¡Venga al portal!
Guidi no tuvo tiempo de insistir. Una multitud vociferante dobló la esquina, hombres en mangas de camisa y mujeres sin sombrero. Se habría dividido en dos y dejado atrás a Merlo si una mujer no lo hubiera reconocido. De inmediato la turba lo rodeó y apretó como un nudo.
– ¡Fascista, fascista!
La voz de Merlo sólo se oyó una vez, cuando exclamó que jamás había robado al pueblo. Le arrebataron la maleta, que pasaba de mano en mano por encima de la muchedumbre.
– ¡Fascista!
Comenzaron los puñetazos y las patadas. Horrorizado, Guidi corrió escaleras arriba para coger la pistola. Cuando abrió la ventana para mirar, vio que con aquellos golpes hombres y mujeres exorcizaban el sufrimiento de meses, y por sus movimientos dedujo que habían derribado a Merlo y ahora lo pisoteaban.
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