Francesca estaba al teléfono cuando volvió y rápidamente tapó el receptor.
– Me encuentro mucho mejor -dijo para tranquilizarla.
La signora Carmela puso el pan y el queso en un plato que dejó sobre la mesa de la cocina.
En via Tasso había un ambiente febril. Con un simple vistazo se advertía que varios oficiales habían trabajado toda la noche. Kappler había podido afeitarse, pero tenía los ojos vidriosos mientras entraba y salía una y otra vez de la habitación. Sutor lucía una rubia barba de días y bebía café con ávidos tragos.
– Eh, aquí está Bora -anunció a alguien que estaba en la oficina detrás de él, y que resultó ser el capitán Priebke-. Bora, ¿ha traído algunos nombres?
– No. Vengo a hablar con el coronel Kappler.
– ¿De qué? Estamos muy ocupados.
– Sospecho que un oficial de la policía italiana fue detenido por error en via Rasella.
– ¿Quién?
– Sandro Guidi.
– ¿El cara de caballo del caso Reiner? ¿Y qué demonios estaba haciendo en via Rasella?
Bora no respondió a la pregunta.
– Si estoy en lo cierto, es obvio que se trata de un error. Por favor, ¿puede echar un vistazo a la lista de detenidos?
El rostro de Sutor se ensombreció.
– ¿Qué busca en realidad, Bora? ¿Quién le envía?
– Vengo por mi cuenta. Yo trabajaba con ese hombre, ¿no lo recuerda?
– No tenemos una lista general de detenidos. -Bora sabía que era mentira, pero no podía hacer nada-. Tendrá que ir a Regina Coeli y ver si está allí. Tenemos otras cosas de las que preocuparnos.
Priebke se asomó fuera de la oficina con la mitad de la cara untada de crema de afeitar.
– Sí, ¿por qué no va a Regina Coeli, Bora?
La prisión se encontraba en la otra punta de la ciudad, al otro lado del Tíber. También allí la actividad era frenética, especialmente en el ala tercera, controlada por los alemanes. Hubo de esperar hasta que por fin alguien fue a hablar con él. No tenían ni idea de quiénes estaban en el grupo de más de doscientas personas que habían llevado al campo de detenidos en tránsito del Ministerio del Interior, y tampoco sabían si habían trasladado a alguno allí. No se permitía a nadie ver a los prisioneros. Tendría que pedírselo a los SS de via Tasso.
– Vengo de allí. Lo único que quiero es sacar a ese hombre de la cárcel si lo han traído aquí por error.
Mientras esperaba de nuevo, Bora miró su reloj. Eran las diez menos cuarto cuando apareció un teniente y le informó con cierta aspereza que no sabían nada de un hombre llamado Guidi. Se marchó. En el sombrío pasillo de la planta baja se vio acosado de nuevo por un presentimiento angustioso al que todavía no quería dar nombre. Aunque sabía que Sciaba estaba allí, se negó a preocuparse por él en aquel momento, porque recordó la promesa de Kappler de trasladarlo al ala italiana a finales de marzo. Y todavía no estaban a finales de marzo.
Al salir de la prisión se detuvo junto al puente para intentar serenarse. Contempló los rápidos remolinos que formaba el río en torno a los pilares, arrastrando el barro primaveral de las lluvias en las montañas y trocitos de hojas verdes. La ansiedad se estaba convirtiendo en algo físico, un pesimismo vigilante que nunca le había fallado. Desde abajo, el olor fresco y acre del agua se elevaba hasta los arcos del puente, por donde se colaban las golondrinas para recoger briznas con que construir sus nidos.
En aquellos momentos Kappler conferenciaba de nuevo con Caruso. Y todavía no tenían nombres suficientes en la lista.
De vuelta en via Tasso, Bora detuvo a Sutor en el vestíbulo.
– Me han dicho que Guidi ha sido arrestado -mintió-. Deme los papeles para sacarle.
El otro no se impacientó al principio. Fue a su escritorio y cogió la lista de rehenes que iban a ser fusilados por la tarde. Le echó un vistazo y alzó una página para que Bora la viese.
– Ha llegado demasiado tarde.
Bora la leyó y se le secó la boca.
– No puede hablar en serio, capitán. -Le costó controlar la voz-. El general Maelzer me dio su palabra de que sólo se incluiría a criminales.
– Caruso ha propuesto el nombre. Es todo legal, Bora.
– ¡Y una mierda! -Sabía que estaba levantando la voz, pero lo hizo de todos modos, sin importarle la gente que había en la oficina-. Debe retirar ese nombre de la lista, ¿me entiende?
– Conténgase.
– ¡Quite ese nombre de la lista ahora mismo!
Sutor adoptó una actitud amenazadora mientras se acercaba a Bora.
– Llevamos doce horas trabajando en esto. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco o es que está enamorado de ese Guidi?
– ¡Quite ese nombre, Sutor!
El otro contuvo el aliento.
– Sólo si pone usted su nombre en lugar del suyo.
Estuvieron a punto de llegar a las manos. Bora salió furioso del edificio, con un frenético remolino de ideas en la mente: apelar a Maelzer, a la embajada o al Vaticano. Llamar directamente a Wolff… Como si alguno de aquellos intentos pudiese funcionar.
Ante la impasible mirada de los SS apostados en la puerta, se tranquilizó y entró en su coche. Se puso un cigarrillo en los labios. Sin encenderlo, condujo hasta la plaza de San Juan de Letrán y tomó la carretera para salir de Roma.
Francesca se había lavado el pelo en el lavabo. Sentada en el borde de la bañera, empezó a secárselo con una toalla. Aunque no tenía ningún espejo de cuerpo entero, sabía que cada vez estaba más gorda. Ya no podía abrocharse ningún vestido. Gracias a Dios sólo quedaban ocho semanas. El día anterior había pasado mucho miedo y se había salvado por los pelos, pero ya estaba bien. No habían cogido a nadie. No se había dado ningún nombre. Por la mañana había hablado con el contacto de Rau y comprendido por su código preestablecido que también él estaba bien y que ya había salido de Roma. Volvería o no según se desarrollasen los acontecimientos. Los periódicos de la mañana no daban cuenta del ataque, y en la radio tampoco habían dicho nada. Eso significaba que los alemanes estaban desorientados y no se ponían de acuerdo sobre qué hacer a continuación.
Sopesó la posibilidad de que Guidi participara en la investigación del ataque, pero era bastante improbable. Seguramente se había marchado de Roma después de decidir por fin cuál era su bando. Acabó de secarse el pelo y salió del baño.
– Voy a dar un paseo -anunció a los Maiuli desde la puerta de su habitación-. Hace un día muy bueno y soleado.
***
Lo único que Bora sabía era que el mariscal de campo Kesselring estaba en el frente de Anzio o volvía ya desde éste, posiblemente a través de los pueblos antaño pintorescos y prósperos de los montes Albani. Alcanzarle en la zona de batalla era una idea desesperada, pero decidió ir directamente a Genzano, a unos treinta y cinco kilómetros, el más lejano de los pueblos de los montes; eso le permitiría trazar el camino de regreso a través del resto de pueblos sí no lo encontraba allí.
El campo estaba en aquella estación del año en que cada hora imprime un cambio en el color, una intensidad distinta al verde. Los almendros estaban preñados de flores blancas a lo largo de las laderas y los escarpados espolones de antiguos torrentes de lava. En otro momento el paisaje le habría maravillado; ahora no le interesaba en absoluto. Cuando un avión de reconocimiento americano empezó a sobrevolar la carretera estatal por donde conducía, hizo caso omiso de él. Durante un rato siguió a su coche a no más de quince metros de altura, luego se apartó y se alejó.
Los volcanes que salpicaban como burbujas los campos que se encontraban al sudoeste de la ciudad estaban extintos desde hacía mucho tiempo y se habían llenado de agua, por lo que ahora eran lagos redondos y de bordes empinados que brillaban como espejos. Sus costados estaban cubiertos por una masa espesa e ininterrumpida de vegetación en la que sólo recientemente las bombas habían dejado cicatrices, con algunos claros aquí y allá. Mientras se dirigía hacia los verdes montículos, Bora pasó junto a incontables ruinas antiguas y modernas, sin fijarse en ninguna. Eran casi las once. En poco más de cuatro horas tendrían lugar las ejecuciones.
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