La signora Carmela pensó que Guidi entraba en casa, pero fue Francesca quien, sin aliento y con los ojos como platos, atravesó el salón corriendo en dirección a su dormitorio.
– ¿Está bien, querida? -Con pasitos cautelosos, la anciana se acercó a la habitación de la joven y se asomó.
Doblada en dos sobre la cama, Francesca sollozaba. La signora Carmela consiguió que le contara que los soldados alemanes la habían seguido un rato por la calle y habían estado a punto de atraparla. Había logrado despistarlos girando por via Paganini y escondiéndose en un portal.
– ¿Y por qué la seguían, pobrecilla? ¡Una joven que espera un bebé!
Al oír aquellas palabras, Francesca pasó de las lágrimas a la risa, una risa espantosa, sorda, que la puso tensa y rígida. La signora Carmela no conseguía que parase. Asustada, llamó a su marido.
– Tiene los nervios destrozados -dijo él, muy serio-. Necesita Aurum. -En casa de los Maiuli, aquel licor aromático era el último recurso, y lo que quedaba en la botella se guardaba celosamente bajo llave. El profesor vertió una dosis generosa en un vaso que su esposa tendió a Francesca-. Está fuera de sí, pobrecilla. Vamos a avisar al doctor.
Francesca se tomó la bebida.
– No. -Empezó a toser-. No avisen al doctor. A nadie. No estoy en casa para nadie. Tampoco quiero llamadas. Nadie, ¿comprenden? Ni siquiera mi madre. Ha pasado algo en el centro de la ciudad y los alemanes se han vuelto locos.
– Dios santo -musitó la signora Carmela-. Y el inspector Guidi no ha llegado todavía. -Se apartó de Francesca, que empezaba a serenarse y se secaba furiosamente las lágrimas del rostro-. ¿Dónde cree que puede estar?
– Y yo qué sé. -Temblando, Francesca se quitó los zapatos-. Estoy muy cansada, quiero dormir.
Aunque la pareja seguía allí, la chica se metió en la cama, se arropó y les dio la espalda.
Aquella misma tarde, poco después de las siete Bora telefoneó a Guidi para preguntarle por los disparos realizados desde la comisaría. Nadie atendió la llamada, de modo que probó suerte en via Paganini. Tímidamente la signora Carmela descolgó el auricular. El excelente italiano de Bora la tranquilizó y, pensando que se trataba de un amigo, compartió con él su preocupación por el inspector, que no había vuelto del trabajo.
– ¿Avisó de que volvería tarde?
– Al contrario. Le tocaba comprar el pan. Es un hombre muy considerado y no nos dejaría sin pan para cenar.
Bora colgó intranquilo.
A las nueve Westphal llamó desde Soratte: el mariscal de campo Kesselring había deliberado con Hitler y el jefe de la 14a División, el general Von Mackensen. Las represalias se reducirían a diez por cada alemán muerto. Bora telefoneó a la embajada con la esperanza de encontrar todavía allí a Dollmann, pero le dijeron que había salido hacia el Vaticano, de modo que llamó allí, pero el coronel ya se había marchado. Así pues, esperó hasta las diez y telefoneó a su apartamento.
Respondió Dollmann, quien al enterarse de la cifra final exclamó:
– ¡Qué descontrol! ¡Todavía no he tenido tiempo de hablar con el general Wolff.
De camino hacia el hotel Bora se detuvo a la entrada de via Rasella, cortada y fantasmagórica en la oscuridad. Las casas estaban vacías y silenciosas. En la esquina con via Boccaccio, la oficina de Seguridad Pública estaba cerrada. El cochecito de Guidi seguía aparcado delante, con todas las ventanillas rotas por los disparos.
24 DE MARZO
El sol salió entre el esplendor de innumerables nubecillas, pero Bora sentía una oscuridad nociva en su interior. No había pegado ojo en toda la noche y ahora experimentaba un dolor sordo. Decidió no tomar analgésicos porque podrían dejarlo adormilado y no podía permitírselo. Westphal no volvería de Soratte aquel día, cosa que ya esperaba. Kesselring estaba tomando importantes decisiones militares y probablemente visitaría de nuevo el frente de Anzio durante las horas siguientes.
Aunque se decía que las celdas de la muerte estaban llenas a rebosar, Bora sabía que no había suficientes reos condenados a la pena capital en las prisiones de Roma para cubrir el número de rehenes que debían ejecutar. La cifra de víctimas de las SS se había elevado durante la noche a treinta y dos, y se había enterado por Dollmann de que Kappler y Caruso habían discutido sobre lascuotas hasta muy tarde. No sabía qué pensar de la desaparición de Guidi, y con cierta esperanza volvió a llamar a su trabajo y a casa. El teléfono de la policía sonó sin que nadie descolgara. La signora Carmela se echó a llorar cuando él le preguntó si el inspector había regresado. A continuación se planteó si debía ponerse en contacto con Kappler, con quien no hablaba desde el día anterior. Una vez que Kappler recibiese órdenes, las llevaría a cabo con una firmeza inquebrantable, y no ganaría nada irritándolo. Intranquilo, Bora se sentó junto al teléfono, con la frente apoyada en la palma de la mano derecha, oyendo los incesantes disparos de cañón que resonaban desde Anzio.
A las siete y media fue a informar a Maelzer. Como el día anterior, le indicaron que esperase. Media hora después, cuando el general todavía no se había levantado de la mesa del desayuno, Bora se sintió intrigado al ver entrar a Caruso. El jefe de policía reparó en él, pero no dijo nada; con el rostro demacrado, pasó por su lado en dirección al mostrador del conserje. Bora supuso que iba a consultar con Maelzer y se dispuso a esperar aún más rato. Luego oyó a Caruso preguntar por el ministro del Interior y comprendió que la policía italiana rellenaría los nombres que faltaban en la lista mortal de Kappler.
Maelzer salió del comedor y se mostró sucinto y eficiente, como si la ira del día anterior ya estuviese aplacada. Parecía haber descansado bien. Le dijo a Bora que si el mariscal de campo hacía alguna pregunta, le informase de que se habían hecho cargo de todo. A mediodía ya habrían elegido la mayor parte de los nombres.
Bora preguntó quién ejecutaría materialmente la orden. Maelzer respondió que lo sabría a mediodía, lo que para el ayudante de campo significaba que no estaba seguro de si sería el ejército, las SS o los fascistas. ¿Y a quiénes incluirían en la lista? Maelzer habló atropelladamente. Criminales, miembros de la resistencia y judíos, trescientos treinta en total.
Desanimado, Bora se encaminaba hacia su maltrecho automóvil cuando se le ocurrió que Guidi podía estar entre los arrestados en via Rasella. La ira que había sentido por la apatía de la policía durante el ataque desapareció de pronto. Su mal presentimiento se agudizó cuando vio que no podía ponerse en contacto con nadie que tuviese autoridad en el Regina Coeli. Debía hablar con Kappler inmediatamente, pero la oscuridad que sentía en su interior crecía rápidamente.
Francesca desayunó en la cama, cuidada por la signora Carmela. Estaba muerta de hambre y, cuando terminó, pidió más. La anciana le explicó que sólo quedaban alubias y un trocito de pan, porque el inspector no había vuelto a casa ni había enviado los comestibles.
– Pues sigo teniendo hambre -exclamó Francesca-. ¿Por qué no manda al profesor a la tienda? Yo pago el alquiler, y la manutención va con la habitación. Si usted y su marido no quieren salir, pídanselo a algún vecino.
La signora Carmela no discutió. Al final fue Pompilia, la de los labios rojos, quien le dio una generosa ración de pan casi fresco y una pequeña corteza de queso, con indisimulada satisfacción por que se lo pidieran. Desde el umbral observó cómo la anciana volvía hacia su puerta.
– ¿Es que los tortolitos todavía no se han levantado para hacer ellos mismos la compra? -preguntó.
– No sé qué quiere decir con eso -exclamó la signora Carmela.
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