– Tengo que decírselo, Guidi. Le veo distinto.
– ¿Ah, sí? -El inspector se avergonzó al oír aquellas palabras, pues pensó que Bora observaba en él una especie de alivio sexual-. No imagino el motivo.
– No lo sé. Parece preocupado. Caruso debió de hacerle pasar un mal trago.
Guidi se apresuró a asentir.
– No quería mostrarme tan brusco por teléfono, mayor. El caso es que mañana vuelvo a via Boccaccio. Pensé que usted tenía algo que ver con eso.
Bora repitió que no era así. Sin embargo, su amabilidad se replegó y se tornó reservada. Comieron hablando de trivialidades, hasta que el alemán volvió a sacar el tema.
– Bueno, ¿mantendrá su decisión de investigar el caso de Magda hasta el final?
– No sólo eso. Aunque estaba relevado de toda obligación, comprobé las facturas de comercios de Roma encontradas en el apartamento de Reiner. Una es de una zapatería de via del Lavatore y la otra de una tienda de ropa que se llama Vernati.
– ¿Y?
– Bien, el primer establecimiento, cuyo lema es «Desde la muerte… a una vida fuerte y resistente», supongo que refiriéndose al cuero que usan, hace calzado de caballero y señora. Allí compró un par de zapatos de hombre con suela de goma. En cuanto a Vernati, hay tres tiendas con ese nombre, y Magda fue a la mayor de todas, Alla Primavera!, en via Nazionale. Es una tienda de ropa masculina. Compró unos pantalones, una camisa y un abrigo el quince de diciembre. Todo de buena calidad.
Bora le miró intrigado.
– ¿Ah, sí? ¿De qué talla?
– Ni la de Merlo ni la de Sutor, por lo que puedo juzgar. Más bien la suya, diría yo.
Como Bora se mostró entre divertido y enfadado, Guidi se apresuró a añadir:
– Quiero decir para un hombre más alto que la media. Además he averiguado que, a pesar de todos sus defectos privados, Merlo se muestra implacable con la corrupción dentro del partido en Roma. Esto explica algunas cosas, ¿no cree?
Bora, que manejaba el cuchillo y el tenedor con dificultad, dejó ambos con impaciencia. Por un momento la frustración se reflejó en su rostro.
– Sólo si podemos conectar con la muerte de Magda al misterioso receptor de las ropas, que puede o no ser el inquilino secreto -repuso-. No puede esperar demasiada colaboración por nuestra parte si empieza a investigar a Sutor o a cualquier otro alemán.
– Lo sé. Además, no hay motivos para suponer que Magda sabía que había alguien escondido en el siete B.
En aquel momento, mientras estaban allí sentados, Guidi tuvo la extravagante tentación de explicar a Bora el verdadero motivo de su preocupación: que detestaba tener que mentir a los Maiuli, que Francesca seguía mostrándose tan indiferente con él como antes y que la noche anterior había conseguido lo que se podría llamar masturbarse dentro de ella, silenciando cualquier sonido, temeroso de que la signora Carmela pudiese oírlos. Aunque hubiesen sido amigos, no era algo que pudiese contar a Bora mientras comían. Observó la cara bien afeitada de los alemanes sentados a sus mesas, con el cabello tan corto que dejaba al descubierto la nuca rosada y las sienes huesudas. ¿Iría Rau por ellos? De pronto estar allí sentado le produjo repugnancia. La confianza de Bora le hacía sentirse culpable, pero también le llenaba de animadversión. Veía la fragilidad de la vida humana en aquella relajación, además de la imposibilidad de avisarle, porque no quería hacerlo. ¿Y si…?, ¿y si…?, pensaba. ¿Qué haría si Francesca le dijera que el próximo al que tenían previsto matar era Bora?
– Mire, he reflexionado mucho. -La serena voz del alemán llegó a él-. Y he llegado al menos a una conclusión por lo que a mí respecta. Ante los americanos me rendiría. Ante los ingleses, quizá. Ante los rusos o la resistencia, jamás. La única forma quetendrán de atraparme es con un agujero en la cabeza, y no me importaría hacérmelo yo mismo.
Guidi miró alrededor.
– Mayor, podrían oírle…
– ¿Y qué? Tenernos que considerar todas las posibilidades. Estoy seguro de que los americanos lo hacen. Y sé que la resistencia también.
22 DE MARZO
El miércoles, la primera edición de Il Messaggero fue retirada después de que Bora tradujera para Westphal el editorial titulado: «Por qué bombardean Roma», donde se sugería indirectamente a los alemanes el traslado de los posibles objetivos de futuros bombardeos aliados. La segunda edición apareció sin dicho artículo, pero Francesca ya había conseguido varios ejemplares.
El día transcurría con lentitud. Estaba nublado y hacía frío, aunque ya sobraba el abrigo y las mujeres empezaban a vestirse con colores más vivos. Guidi se había instalado de nuevo en su oficina de via Boccaccio, al pie de via Rasella.
Bora, que tenía una comida de trabajo con Dollmann, aprovechó la oportunidad para mencionar que todavía no habían trasladado al general Foa a la cárcel italiana.
Dollmann refunfuñó.
– ¿Por qué está obsesionado con ese viejo? Olvide la idea de sacarlo de los Mataderos. Está acabado.
– Me lo prometió, coronel. No soporto saber que están torturándolo por hacer lo que usted o yo haríamos en las mismas circunstancias: proteger a nuestros hermanos oficiales. Tiene la misma edad que mi padre.
– Vamos, déjelo ya. Su padre era un famoso director de orquesta y está muerto. En cuanto al insensato de su padrastro, tendrá usted mucha suerte si no acaba metiéndole en un lío, como cabe esperar de esos monárquicos prusianos que empezaron a escribir un diario como solteronas a los dieciocho años en Lichterfeld y nunca lo han dejado.
– Yo escribo un diario -explicó Bora-. Y además en inglés.
– ¿Habla de temas políticos?
– No. Me temo que son una serie de impresiones sobre personas y lugares, al estilo de una solterona.
– Eso también puede tener un sentido político. -El tono de Dollmann era burlón pero amistoso-. ¿Me menciona en su diario?
– Sí. ¿Hablará con Himmler sobre Foa?
– Por supuesto que no. ¿Y qué dice de mí?
Bora bebió un trago de agua.
– Que es un hombre con el alma tripartita.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál de ellas domina, la racional, la irascible…?
– En realidad creo que la concupiscente, aunque no lo he reflejado en el papel.
Dollmann se reclinó en la silla y, si se sentía molesto, lo disimuló como quien embellece con adornos un trozo de feo metal.
– Procuro mi bienestar. ¿Usted no?
– No. Mi esposa cree que soy autodestructivo.
Había una fría y cauta oferta de alianza en las palabras que Dollmann pronunció a continuación:
– Dé gracias por tener a los ángeles custodios de los ayudantes de campo… die hochheilige Lampassen . -Se refería a las bandas escarlata de los pantalones de Bora.
– Les rezo a menudo.
– Bien. Reserve toda una hoja en su diario para mañana; ambos estamos invitados a las celebraciones fascistas. Podrá escribir un verdadero bestiario.
Bora sirvió vino al SS.
– El general Wolffle miraría con buenos ojos si presentase el caso de Foa ante el comisario del Reich. El tiene relación con Himmler, pero usted es su amigo.
– Creo que hace usted esto únicamente para incordiar a Kappler. Si ése fuera el motivo, y sólo ése, quizá podría pensarlo.
– ¿Qué otra razón podría haber?
Dollmann se echó a reír.
– Hohmann le enseñó bien. Ya veremos. En todo caso, le daré un consejo, mayor: si no lo hace ya, mantenga su diario cerrado bajo llave y sea amable conmigo en él.
23 DE MARZO
Bora despertó mucho antes del amanecer empapado en sudor.
Todavía estaba oscuro como boca de lobo y la habitación era un vacío indescifrable. Había tenido la pesadilla de siempre, pero los detalles habían sido tan vívidos que aún le parecía oler el metal quemado y notar la resistencia de la cabina del avión agrietada y llena de sangre bajo sus puños mientras intentaba abrirla. Sin embargo, no veía a su hermano en el interior. Luego la escalera de caracol, el animal que lo perseguía, que le alcanzaba, sin la menor esperanza de poder escapar.
Читать дальше